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jueves, 10 de mayo de 2012

ESTREMECEDOR RELATO DE LA CURACIÓN DE UN NIÑO PARALÍTICO POR LA MEDIACIÓN DE MARÍA SANTÍSIMA


JESÚS PREDICANDO LA PALABRA DE DIOS



Discurso lleno de enseñanzas en cuanto a la Doctrina de Jesús, que se puede resumir en estas breves palabras: “Amad con gratitud al Señor y no tengáis miedo. Dios da el ciento por uno a quien le ama”. Lección que nos enseña como una oración hecha a Dios por la intercesión de La Virgen María, tiene una respuesta positiva, ya que Jesús nunca rechaza algo que puede hacer feliz a su Madre.

Aquí están explicadas tantas dudas y consideraciones que tienen los creyentes de hoy:
     
-¿Qué será de los que no atienden a la Ley de Dios?
-¿Qué será de los que conociendo la Ley, reniegan de ella?
-¿Qué será de los que parecen gozar en esta vida de una gran     prosperidad, a pesar de que viven una vida disoluta.
-Como da Jesús la bendición que le pide el pueblo.
-Estremecedor relato de como intercede la Virgen María para obtener la inmediata curación de un niño paralítico.







DISCURSO DE JESÚS A LOS VENDIMIADORES
 Y CURACIÓN DEL NIÑO PARALÍTICO
(Del Poema del Hombre-Dios de María Valtorta)




(…) Jesús sube por la pequeña escalera que da a un ala: una galería de arcos bajo la cual se conservan sacos de  productos agrícolas y herramientas ¡Como sonríe Jesús subiendo esos pocos peldaños! Le veo sonreír entre el ondear de sus esponjosos cabellos agitados por una brisa vespertina. Y quisiera saber porque sonríe de una forma tan luminosa. La alegría de esa sonrisa entra en mi corazón (…)

Se vuelve. Se sienta en el último peldaño, en el punto más alto de la escalera, que se transforma en una tribuna para los más afortunados  oyentes, es decir, para los dueños de la casa, para los Apóstoles y para María, la cual, siempre humilde, ni siquiera había tratado de subir a ese puesto de honor, sino que la había conducido a él la señora. Está sentada justamente un peldaño más abajo de Jesús, de manera que su cabeza está a la altura de las rodillas de su Hijo y, estando sentada de lado, Ella le puede mirar a la cara, con su mirada de paloma enamorada. El delicado perfil de María destaca nítido como un mármol contra el muro oscuro de la rústica galería.

Más abajo están los Apóstoles y los dueños de la casa. En el patio, todos los aldeanos: unos en pié, otros sentados en el suelo, otros encaramados en los lagares o en las higueras que hay en los cuatro ángulos del patio.

Jesús habla lentamente, hundiendo la mano en un amplio saco de trigo colocado detrás de las espaldas de María; parece como si estuviera jugando con esos granos o los estuviera acariciando con gusto, mientras con la derecha gesticula sosegadamente.

Me han dicho: "Ven, Jesús a bendecir el trabajo del hombre". Heme aquí. En nombre de Dios lo bendigo. Efectivamente, todo trabajo, si es honesto, merece bendición por parte del Señor eterno. Pero he dicho esto: la primera condición para obtener de Dios bendición es ser honestos en todas las acciones.

Veamos juntos cuando y como las acciones son honestas. Lo son cuando se cumplen teniendo presente en el espíritu el eterno Dios. ¿Puede uno acoso pecar uno que diga: “Dios me está mirando. Dios tiene sus ojos puestos en mí, y no pierde ni un detalle de mis acciones?”  No, No puede. Porque pensar en Dios es un pensamiento saludable y le impide al hombre pecar más que cualquier amenaza humana.

¿Pero al eterno Dios se le debe solo temer? No. Escuchad. Os fue dicho: “Teme al Señor tu Dios”. Y los Patriarcas temblaron, y temblaron los Profetas cuando el Rostro de Dios o el de un Ángel del Señor se apareció a sus espíritus justos. Y ciertamente es verdad que en tiempo de cólera divina la aparición de lo sobrenatural debe de hacer temblar el corazón. ¿Quién, aún siendo puro como un párvulo, no tiembla ante el Poderoso, ante cuyo fulgor eterno están en actitud de adoración los Ángeles, rostro en tierra en el Aleluya paradisíaco?

Dios atenúa con un piadoso velo el insostenible fulgor de un Ángel, para concederle al ojo humano poder mirarle sin que le queden abrasadas pupila y mente. ¿Qué será entonces ver a Dios?

Pero esto es así, mientras dura la ira. Cuando esta es substituida por la Paz y el Dios de Israel dice: “He jurado y mantengo mi pacto. He ahí a quien envío, y soy Yo, aún no siendo Yo sino mi Palabra que se hace Carne para ser Redención”, entonces el amor debe suceder al temor, y solo amor debe dárselo al eterno Dios, con alegría, porque el tiempo de Paz ha llegado para la Tierra; la Paz ha llegado entre Dios y el hombre. Cuando los primeros vientos de la primavera esparcen el polen de la flor de la vid, el agricultor debe temer aún, dado que la intemperie y los insectos pueden tenderle al fruto muchas insidias, mas cuando llega la feliz hora de la vendimia, ¡Ah!, entonces cesa todo temor y el corazón se regocija por la certeza de la cosecha.

El Vástago de la estirpe de Jesé, habiendo sido previamente anunciado por las palabras de los Profetas, ha venido; ahora está entre vosotros. Él es Racimo óptimo que os trae el zumo de la Sabiduría eterna y no pide sino ser tomado y exprimido y ser así vino para los hombres. El es vino de alegría sin fin para aquellos que se nutran con Él.

Pero ¡Ay de aquellos que habiendo tenido a su alcance este vino lo hayan rechazado, y tres veces desdichados aquellos que, después de haberse nutrido con Él lo hayan rechazado o mezclado en su interior con la comida de Satanás!

(…) Hay personas que trabajan como acémilas, pero sin otra religión aparte de la de aumentar sus riquezas. ¿Qué se muere de aprietos y cansancio delante de él el compañero que ha sido menos favorecido por la suerte? ¿Qué se mueren de hambre los hijos de este miserable? ¿Y que le importa al ávido acumulador de riquezas? Hay otros todavía más duros, que no trabajan pero obligan a trabajar, y atesoran con el sudor ajeno. Y hay otros que dilapidan lo que avaramente arrebatan al esfuerzo ajeno. En verdad, en esto el trabajo no es honesto.

Y no digáis: “Y a pesar de todo Dios los protege”. No. No los protege. Hoy gozarán de una hora de triunfo pero no pasará mucho tiempo sin que les alcance la severidad divina que, en el tiempo y la eternidad, les recordará este precepto: “Yo soy el Señor tu Dios, ámame sobre todas las cosas y ama a tu prójimo como a ti mismo”. ¡Oh, entonces verdaderamente, si esas palabras resuenan eternamente, serán más tremendas que los rayos del Sinaí! 

Muchas, demasiadas son las palabras que se os dicen. Yo os digo solo éstas: “Amad a Dios. Amad al prójimo”. Son como el trabajo que hace fecundo al sarmiento, realizado con la vid en primavera. El amor a Dios y al prójimo es como la grada que limpia el suelo de las hierbas nocivas del egoísmo y de las malas pasiones; es como la azada que excava un círculo en torno a la cepa para que quede aislada del contacto de las hierbas parásitas y nutrida con frescas aguas de riego; es como cizalla que elimina lo superfluo para condensar la energía y dirigirla hacia donde dará fruto; es lazo que aprieta y sostiene junto al robusto palo; es, finalmente, sol que madura los frutos de la buena voluntad haciendo de ellos frutos de Vida Eterna.

Exultáis ahora porque el año ha sido bueno, ricas las mieses y ópima la vendimia. Pero en verdad os digo que este  júbilo vuestro es menos que un diminuto grano de arena en relación con el júbilo sin medida que será vuestro cuando el Eterno Padre os diga: “Venid, fecundos sarmientos míos insertados en la verdadera Vid. Vosotros os prestasteis a toda operación, aunque fuera penosa, con tal de dar abundante fruto, y ahora venid a Mí, cuajados con los zumos dulces del amor a Mí y al prójimo. Floreced en mis jardines durante toda la eternidad”.

Tended a este eterno goce. Perseguid con fidelidad este bien. Agradecidos, bendecid al Eterno, que os ayuda a alcanzarlo. Bendecidle por la gracia de su Palabra, bendecidle por la gracia de la buena cosecha. Amad con gratitud al Señor y no tengáis miedo. Dios da el ciento por uno a quien le ama.”

Jesús había terminado, pero todos gritan: “¡Bendícenos, bendícenos! ¡Danos tu bendición!”.

Jesús se levanta, extiende los brazos y dice con voz de trueno: “Que el Señor os bendiga y guarde, os muestre su Faz y tenga piedad de vosotros. Que el Señor vuelva a vosotros su Rostro y os dé su Paz. Que el nombre del Señor esté en vuestros corazones, en vuestras casas y en vuestros campos”.

La multitud, la pequeña multitud reunida prorrumpe en un grito de alegría y de aclamaciones al Mesías, más luego calla y se abre para dejar pasar a una madre que lleva en sus brazos a un niño paralítico de unos diez años. Ella lo coloca echado a los pies de la escalera, como si se lo ofreciera a Jesús.

“Es una criada mía. Su hijo varón se cayó el año pasado desde la terraza y se partió la columna. Toda la vida tendrá que yacer sobre la espalda” explica el dueño de la casa.
“Ha esperado en Ti todos estos meses…”, añade la dueña.

“Dile que se acerque”.

Pero la pobre mujer está tan emocionada que parece como si tuviera ella la parálisis. Tiembla toda y se le enredan los pies en el largo vestir al subir los altos escalones con su hijo en brazos.

María, piadosa, se pone en pie y baja hacia ella. “Ven. No temas. Mi Hijo te quiere. Dame a tu niño. Así podrás subir mejor. Ven, hija. Yo también soy Madre” (y le coge al niño, el cual sonríe dulcemente). Y sube con el peso de esta conmovedora carga sobre sus brazos. La madre del niño la sigue, llorando.

Ya está María ante Jesús. Se arrodilla y dice: “¡Hijo! ¡Por esta madre!” No dice nada más.

Jesús ni siquiera solicita su consabido “¿Qué deseas que te haga? ¿Crees que pudo hacerlo?”. No. Hoy sonríe y dice: “Mujer, ven aquí”.

La mujer se coloca justo junto a María. Jesús le pone una mano sobre la cabeza y se limita a decir: “Alégrate”. Aún no ha terminado de decir esta palabra y el niño, que hasta ahora había estado extendido como un cuerpo muerto, colgándole las piernas en brazos de María, se sienta como impulsado por un resorte y prorrumpe en un grito de alegría: “¡Mamá!” y corre a refugiarse en el pecho materno.

Los gritos de hosanna parece como si quisieran penetrar en el cielo completamente rojo del atardecer.

La mujer, con su hijo apretado contra el corazón, no sabiendo que decir, le pregunta: “¿Qué…que tengo que hacer para decirte que soy feliz?”. A lo que Jesús, que sigue acariciándola, contesta: “Ser buena, amar a Dios y a tu prójimo, educar en este amor a tu hijo”.

Pero la mujer no se muestra todavía satisfecha. Quisiera…quisiera…y, por fin pide: “Dadle un beso Tu y tu Madre a mi niño”.

Jesús se inclina y le besa, y María también. Y mientras la mujer se marcha feliz, entre las aclamaciones de un cortejo de amigos, Jesús le explica a la dueña de la casa: “No ha hecho falta más. Él estaba en los brazos de mi Madre. Incluso sin mediar palabra alguna le hubiera curado, porque Ella se siente feliz cuando puede consolar una aflicción. Y Yo deseo hacerla feliz”.
Entonces Jesús y María se intercambian una de esas miradas cuyo significado es tan profundo, que solo quien las ha visto las puede entender.



 








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