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sábado, 25 de agosto de 2012

LA RESURRECCIÓN DE LÁZARO, EL MAYOR MILAGRO DE JESÚS DESPUÉS DE SU PROPIA RESURRECCIÓN


LA RESURRECCIÓN DE  LÁZARO

       


Este relato del “Poema del Hombre Dios”, de María Valtorta, nos describe a la visión del fabuloso milagro, transportándonos al lugar de los hechos, narra los acontecimientos con una maestría tan grande, que da la sensación de estar allí presenciando el milagro, relata detalladamente no solo el sublime milagro, pero aporta además enseñanzas muy valiosas sobre el enfrentamiento abierto, propiciado por Fariseos, Saduceos, Doctores de la Ley, Rabíes y miembros del Sanedrín, en contra de Jesús, lo que precipitó la decisión de sentenciarlo a muerte. 

Explica la importancia de la vida contemplativa, simbolizada por María Magdalena y su preponderancia sobre la vida activa, cuya viva imagen es su hermana Marta, la cual, con  menos oportunidad para amar a Dios, tiene mucha menos fuerza espiritual, y por esa razón está mucho menos preparada para afrontar todos los problemas, las dudas, las pruebas  y las tentaciones  de la Vida. Igualmente explica un hecho bastante difícil de interpretar: el  de  la actitud de Jesús que lloró a la hora de la muerte de Lázaro, hecho sorprendente porque como Hijo de Dios sabía que lo iba a resucitar para mayor gloria de Dios, y también para mayor desprecio de sus enemigos.

Su llanto, como lo veremos, era por el recuerdo de la muerte espiritual al considerar a todos los inconvertibles  réprobos, para los cuales su Pasión y su muerte habrán sido inútiles, y también al pensar en su pasión y muerte que estaban ya próximas, debido al duro enfrentamiento con los Judíos, enemigos acérrimos suyos.



RELATO DEL SUBLIME MILAGRO


        (…) Los judíos le observan. Involuntariamente, se han separado formando grupos bien distintos. Por una parte, frente a Jesús, todos los enemigos suyos, habitualmente divididos entre sí por espíritu sectario, pero que ahora se armonizan para hostigarle. A su lado, detrás de los Apóstoles (a los que se ha unido Santiago de Zebedeo), José, Nicodemo y los otros de espíritu benévolo. Más allá, Gamaliel, que sigue en su sitio y en su postura de antes, y que está solo, porque su hijo y sus discípulos se han separado para distribuirse entre los dos grupos principales para estar más cerca de Jesús.

         Con su grito habitual: “Rabbuni”, María sale de la casa y corre hasta Jesús extendiendo los brazos. Se arroja a sus pies. Le besa sus pies entre fuertes sollozos. Una serie de judíos, que estaban en casa con ella y que la han seguido, unen sus llantos de dudosa sinceridad, al de ella. También Maximino, Marcela, Sara y Noemí han seguido a María, y lo mismo todos los dependientes de la casa. Los lamentos son fuertes y altos. Creo que dentro de la casa no ha quedado nadie. Marta, al ver llorar a María, llora fuertemente también.

          “La paz a ti, María. ¡Álzate! ¡Mírame! ¿Por qué ese llanto, como el de uno que no tiene esperanza?”. Jesús se inclina para decir en voz baja estas palabras, sus ojos en los ojos de María que, estando de rodillas, relajada sobre sus talones, tiende hacia Él las manos en un gesto de invocación; y que, debido a un fuerte sollozo, no puede hablar. “¿No te dije que esperaras más allá de todo lo creíble para ver la gloria de Dios? ¿Acaso ha cambiado tu Maestro, para que hubiera motivo de angustiarse de esa manera?”.

         Pero María no recoge estas palabras que quieren prepararla para una alegría demasiado fuerte después de tanta angustia. Grita por fin, dueña de su voz: “¡Oh, Señor! ¿Por qué no has venido antes? ¿Por qué te has alejado antes de nosotros? ¡Sabías que Lázaro estaba enfermo! Si hubieses estado aquí, no hubiera muerto mi hermano. ¿Por qué no has venido? Tenía que mostrarle todavía que le amaba. Él debía vivir. Yo debía mostrarle que perseveraba en el bien. ¡Mucho angustié a mi hermano! ¿Y ahora? ¡Ahora que podía hacerle feliz, me ha sido arrebatado! Tú podías conservármelo. Podías haber dado a la pobre María la alegría de consolarlo después de haberle causado tanto dolor. ¡Oh! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Maestro mío! ¡Salvador mío! ¡Esperanza mía!”.

          Y cae otra vez al suelo, con la frente sobre los pies de Jesús que reciben otra vez el lavacro del llanto de María. Y gime: “¡¿Por qué has hecho esto, Señor?! Incluso por los que te odian y gozan de todo esto que está sucediendo… ¡¿Por qué has hecho esto, Jesús?!”. Pero no hay reproche en el tono de María, como la ha habido en el de Marta. María tiene solo esta angustia de quien, además de su dolor de hermana, siente también el de discípula que percibe menoscabado en el corazón de muchos el concepto de su Maestro.

          Jesús, muy agachado para recoger estas palabras susurradas rostro en tierra, se yergue y dice fuerte: “¡María, no llores! También tu Maestro sufre por la muerte del amigo fiel… Por haber debido dejarlo morir...”.

         ¡Oh, qué risítas y miradas de rencoroso júbilo hay en las caras de los enemigos de Cristo! Le sienten vencido, y exultan, mientras que los amigos se ponen cada vez más tristes.

       Jesús dice aún más fuerte: “Pero Yo te digo: no llores. ¡Álzate! ¡Mírame! ¿Crees tú que Yo, que te he amado tanto, he hecho esto sin motivo? ¿Eres capaz de pensar que Yo te he dado este dolor inútilmente? Ven. Vamos donde Lázaro, ¿Dónde le habéis puesto?”. Jesús, más que a María y a Marta – las cuales, llorando ahora más violentamente, no hablan - , pregunta a todos los demás, especialmente a los que han salido de casa con María y parecen los más turbados. Quizás son parientes más mayores, no lo sé.

        Y estos responden a Jesús, que está visiblemente compungido: “Ven y velo tú”, y se encaminan hacia el sitio del sepulcro, que está en el extremo del huerto, en un lugar en que el suelo tiene ondulaciones y vetas de roca calcárea que afloran a la superficie.

       (…) Jesús contempla la pesada piedra, que hace de puerta al sepulcro y de pesado obstáculo entre Él y el amigo fenecido, y llora. El llanto de las hermanas aumenta, como también el de los íntimos y familiares.

    “¡Quitad esta piedra!” grita Jesús al improviso, habiendo enjugado antes su llanto.

        En todos se manifiesta un gesto de estupor. Un murmullo recorre toda la aglomeración de gente, que ha crecido con algunos de Betania que han entrado en el jardín y se han agregado a los convocados. Veo a algunos Fariseos que se tocan la frente meneando la cabeza como diciendo: “¡Está loco!”.

      (…) “Maestro, no se puede” dice Marta esforzándose en contener el llanto para hablar: “Hace ya cuatro días que está allí abajo. ¡Y tú sabes de que enfermedad ha muerto!” solo nuestro amor podía cuidarle… Ahora, sin duda alguna, y a pesar de los ungüentos, olerá fuertemente… ¿Qué quieres ver? ¿Su podredumbre?... No se puede… incluso por la impureza de la corrupción y…”.

      “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios? Quitad esta piedra. ¡Lo quiero!”. Es un grito de voluntad divina…
Un “¡oh!” quedo brota de todos los pechos. Palidecen las caras. Alguno tiembla, como si hubiera pasado por todos un viento gélido de muerte.

   Marta hace una señal a Maximino, y este ordena a los dependientes de la casa que cojan las herramientas que se necesitan para quitar la pesada piedra.

      Ellos se marchan, a buen paso. Vuelven con picos y fuertes palancas, y trabajan: introducen las puntas de los relucientes picos entre la roca y la piedra; sustituyen luego los picos por palancas; en fin, retiran cuidadosamente la piedra haciéndola rodar por un lado para correrla luego cautamente hasta la pared rocosa. Un hedor pestilente sale de la galería obscura y hace retroceder a todos.

       Marta pregunta en voz baja: “Maestro, ¿quieres bajar ahí? Si quieres bajar se necesitan antorchas…”. Pero el pensamiento de tener que hacerlo la pone pálida.

        Jesús no la responde. Alza los ojos al cielo, abre los brazos en cruz y ora con voz fortísima, recalcando bien las palabras: “¡Padre! Te doy gracias por haberme escuchado. Sabía que siempre me escuchas. Pero lo he dicho para estos que están aquí, por la gente que está a mi alrededor, ¡Para que crean en Ti, en Mí, en que Tú me has enviado!”.

     Permanece así unos momentos. Tan transfigurado está que parece raptado en éxtasis. Mientras, sin sonido de voz, dice otras, secretas palabras de oración o adoración, no sé. Lo que si sé es que está tan espiritualizado, que no se le puede mirar sin sentirse temblar el corazón en el pecho. Parece hacerse, de cuerpo, luz; espiritualizarse, crecer en estatura, elevarse del suelo. Aún conservando sus colores de pelo, ojos, piel, indumentos – no como durante la transfiguración del Tabor, durante la cual se hizo luz y blancor deslumbrantes - , parece emanar luz y que todo en Él se haga luz. La luz parece ponerle alrededor una aureola, especialmente en torno al rostro, elevado al cielo y arrobado en la contemplación del Padre.

         Está así un rato. Luego vuelve a ser Él, el Hombre, aunque con una majestad poderosa. Se acerca hasta el umbral del sepulcro, mueve los brazos - hasta ese momento los había tenido extendidos con los brazos en cruz y con las palmas vueltas hacia el cielo - ; los mueve hacia delante, vuelve las palmas hacia abajo: las manos, por tanto, están ya dentro de la galería del sepulcro y su blancor resalta en la negrura que la llena. Él hunde en esa negrura muda el fuego azul de sus ojos, cuyo fulgor de milagro es hoy insostenible; y, con voz potente, con un grito que es mayor que cuando en el lago mandó al viento calmarse, con una voz cual en ningún otro milagro le he oído, grita: “¡Lázaro! ¡Sal fuera!”.


          La voz, por el eco se refleja en la cavidad sepulcral, y se expande, para salir luego a todo el jardín; y retumba en los desniveles de las ondulaciones de Betania: yo creo que llega hasta las primeras lomas que se elevan más allá de la campiña, y desde allí, vuelve repetida y queda, cual imperativo que no cesa; lo cierto es que desde infinitas partes se oye: ¡fuera! ¡fuera! ¡fuera!”

      Todos sienten un estremecimiento más intenso y, si la curiosidad tiene a todos clavados en su sitio, las caras palidecen y los ojos se dilatan, mientras que las bocas se entreabren involuntariamente con el grito de estupor ya en la garganta.

           Marta, un poco atrás y al lado, está como hechizada mirando a Jesús. María cae de rodillas, ella que no se ha separado nunca de su Maestro, cae de rodillas en el umbral del sepulcro, con una mano en el pecho para frenar los latidos del corazón, y la otra agarrada, inconsciente y convulsamente a un extremo del manto de Jesús y se comprende que tiembla, (porque el manto recibe leves vibraciones  de la mano que lo aferra).

          Algo, de color blanco, parece surgir del fondo profundo de la galería. Primero es una casi imperceptible línea convexa; luego se transforma en una forma oval; luego a este óvalo se le añaden líneas más amplias, más largas, cada vez más largas…Y el que estaba muerto, envuelto en su mortaja, va acercándose lentamente, va siendo cada vez más visible, espectral, impresionante.

      Jesús retrocede, retrocede, insensiblemente pero continuamente, a medida que el otro avanza; la distancia entre los dos es por tanto, siempre igual. María debe soltar el borde del manto, pero no se mueve de donde está, la alegría, la emoción, todo, la clavan al sitio en que estaba.

         Un “¡Oh!”, cada vez más nítido sale de las gargantas, cerradas antes por un espasmo de espera; de susurro casi imperceptible, pasa a ser voz; de voz a grito potente.

         Lázaro está ya en el limen. Ahí se para, rígido, mudo, semejante a una estatua de yeso apenas esbozada (por tanto informe); una forma larga, estrecha en la cabeza, estrecha en las piernas, más ancha en el tronco, macabra como la misma muerte, espectral con el blancor de la mortaja sobre el fondo obscuro del sepulcro. A la luz del sol, que incide en él, se ve que la mortaja ya chorrea podredumbre por varios puntos.

Jesús grita fuerte: “Desatadle y dejadle libre. Dadle ropa y comida”.

         “¡Maestro!...” dice Marta, y quizás quería decir más. Pero Jesús la mira fijamente y la subyuga con su fúlgida mirada; dice: “¡Aquí! ¡En seguida! Traed una túnica. Vestidlo en presencia de todos y dadle de comer”. Da órdenes, pero no se vuelve ni una sola vez para mirar a los que tiene detrás y en torno suyo. Sus ojos miran solo a Lázaro, a María que está cerca del resucitado y sin preocuparse del asco que da a todos la mortaja purulenta, y a Marta, que jadea como si le estallase el corazón, y no sabe si gritar su alegría o si llorar…

           (…) Lázaro, cuando le liberan la cara y puede mirar, dirige su mirada a Jesús, antes incluso que a sus hermanas, y mirando a su Jesús, con una sonrisa de amor en los pálidos labios y un brillo de llanto en las profundas órbitas, se olvida y abstrae de todo lo que sucede. También Jesús le sonríe con un brillo de llanto en el lagrimal de los ojos y, sin hablar, dirige la mirada de Lázaro al cielo; Lázaro comprende y mueve los labios en una silenciosa oración.

        Marta piensa que quiere decir algo y que todavía no tiene voz, y pregunta: “¿Qué me dices, Lázaro mío?”.
“Nada, Marta. Daba gracias al Altísimo”. La pronunciación es segura, fuerte la voz. La gente exhala un nuevo “¡Oh!” de estupor.

        (…) La gente toda, grita más fuerte estupefacta. Jesús sonríe, y sonríe a Lázaro, que mira un instante sus piernas curadas, para abstraerse luego mirando a Jesús. Parece no poder saciarse de verle.



ENFRENTAMIENTO ABIERTO DE JESÚS 
CON SUS ENEMIGOS


          Los judíos, fariseos, saduceos, escribas, rabíes, se acercan, cautos para no contaminarse la ropa. Miran bien de cerca de Lázaro. Miran bien de cerca de Jesús. Pero ni Lázaro ni Jesús se ocupan de ellos. Se miran y todo lo demás no cuenta.

      (…) Jesús parece ver solo a Lázaro, pero en realidad observa todo y a todos y, al ver que con gestos de ira, Sadoq, Elquías, Cananías, Félix, Doras, Cornelio y otros están para marcharse, dice fuerte: “Espera un momento, Sadoq, quiero decirte una palabra. A ti y a los tuyos”. Ellos se paran, con facha de delincuentes. José de Arimatea se asusta y hace una señal al Zelote para que retenga a Jesús.

        Pero él está ya yendo hacia el grupo rencoroso, y ya está diciendo con voz fuerte:  “¿Te basta, Sadoq, lo que has visto? Me dijiste un día que para creer necesitabais, tú y los que son como tú, ver que un muerto descompuesto se recompusiera y recuperara la salud. ¿Te ha saciado la podredumbre que has visto? ¿Eres capaz de confesar que Lázaro estaba muerto y que ahora está vivo y tan sano como no lo estaba desde hacía años? Lo sé, vosotros habéis venido aquí para tentar a estos, a crear en ellos duda y mayor dolor. 


     Habéis venido aquí a buscarme, esperando encontrarme escondido en la habitación del moribundo. Habéis venido aquí, no por un sentimiento de amor y por el deseo de honrar al difunto, sino para aseguraros de que Lázaro estaba realmente muerto, y habéis seguido viniendo, cada vez más contentos a medida que el tiempo pasaba. Si las cosas hubieran ido según vuestros deseos – como ya creíais que iban – habríais tenido motivo para estar jubilosos.    


       El Amigo que cura a todos pero no cura al amigo; el Maestro que premia todas las fes, pero no las de sus amigos de Betania; el Mesías impotente ante la realidad de una muerte. Esto es lo que os daba motivos para estar jubilosos. Pero Dios os ha respondido. Ningún profeta pudo nunca reunir lo que estaba deshecho, además de muerto. Dios lo ha hecho. Ahí tenéis el testimonio vivo de lo que Yo soy.


       Hubo un día en que Dios tomó barro e hizo con él una forma y exhaló en él el espíritu vital y el hombre comenzó a ser. Dije Yo: “Hágase el hombre a nuestra imagen y semejanza “. Porque Yo soy el Verbo del Padre. Hoy, Yo, Verbo, he dicho a lo que es aún menos que fango, a la materia descompuesta: “Vive”, y la materia descompuesta se ha vuelto a componer formando carne, carne íntegra, viva, palpitante. 


          Ahí la tenéis, os está mirando. Y con la carne he reunido el espíritu que yacía desde hace días en el seno de Abraham. Lo he llamado con mi voluntad, porque todo lo puedo, Yo, el Viviente, Yo, el Rey de reyes al que están sujetos todas las criaturas y las cosas. ¿Ahora, que me respondéis?”.

    Está frente a ellos, alto, radiante de majestad, verdaderamente Juez y Dios. Ellos no responden.
Él insta: “¿Todavía no os es suficiente para creer, para aceptar lo ineluctable?”.

          “Has mantenido solo una parte de la promesa. Ésta no es la señal de Jonás…”, dice Sadoq en tono áspero.

     “Recibiréis también esta señal. Lo he prometido y lo mantengo”, dice el Señor: “Y otro que está aquí presente, y que espera otra señal, la recibirá. Y la aceptará, porque es un justo. Vosotros no. Vosotros seguiréis siendo lo que sois”.

        Da media vuelta y ve a Simón, el miembro del Sanedrín hijo de Elí-Ana. Le mira fijamente. Deja plantados a los de antes y llegando a estar cara a cara con este, le dice en voz baja pero incisiva: “¡Mejor para ti que Lázaro no recuerde su permanencia entre los muertos! ¿Qué has hecho de tu padre, Caín?”.

            Simón huye lanzando un grito, un grito de miedo, que luego se transforma en un grito de maldición:

        “¡Maldito seas, Nazareno!”, al cual Jesús responde: “Tu maldición sube al Cielo y desde el Cielo el Altísimo te la arroja. ¡Llevas en ti la marca, desalmado!”.

         Vuelve hacia los grupos de gente asombrada, casi asustada. Se cruza con Gamaliel, que se dirige hacia la calle. Le mira, y Gamaliel le mira a Él. Jesús, sin pararse, le dice:”Estate preparado, Rabí. Pronto vendrá la señal. No miento nunca”.

      La gente va desalojando lentamente el jardín. Los judíos están como aturdidos, pero la mayoría de ellos rezuma ira por todos los poros. Si las miradas podrían reducir a ceniza, Jesús hace tiempo que estaría reducido a cenizas. Hablan, discuten entre sí. Se marchan, tan vencidos ya por esta derrota que les han infligido, que ya no saben ocultar bajo una hipócrita amistad el motivo de su presencia ahí. Se marchan sin saludar a Lázaro y a sus hermanas.

       Se quedan atrás algunos que el milagro ha conquistado para el Señor. Entre estos José Bernabé, que se arroja al suelo, de rodillas ante Jesús y le adora. Otro es el escriba Joel de Abías, que hace lo mismo antes de marcharse. Y otros más, que no conozco, pero que deben de ser influyentes.







JESÚS NO PUEDE RESUCITAR A LOS PECADORES
QUE NO SE ARREPIENTEN


Aquí está perfectamente explicada la superioridad del alma enamorada que obra y confía incansablemente, movida por el Espíritu Santo que es la fuerza del amor, El que no ama, tiene siempre impedimentos para obrar, confiar y perseverar porque carece de esa fuerza. Por eso el primer mandamiento de la Ley de Dios es el más importante.


          (…) Jesús mira a su alrededor. Ve humo y rojo de fuego en el fondo del jardín, en la parte del sepulcro. Jesús solo, erguido en medio de un sendero dice: “La podredumbre que es aniquilada por el fuego… La podredumbre de la muerte… Pero, la de los corazones… la de esos corazones, ningún fuego las aniquilará… Ni siquiera el fuego del Infierno. Será eterna… ¡Qué horror!... Más que la muerte… Más que la corrupción… 


        Y… Pero, ¿quién te salvará, oh, Humanidad, si tanto estimas estar corrompida? Quieres estar corrompida. Y Yo… Yo he arrebatado al sepulcro a un hombre con una palabra… Y con un mar de palabras… y uno de dolores… no podré arrebatar al pecado el hombre, a los hombres, a millones de hombres”. Se sienta y se tapa la cara con las manos, abatido…





PREEMINENCIA DE LA VIDA CONTEMPLATIVA
SOBRE LA VIDA ACTIVA

        (…) “¿Y tú, Marta? ¿Tú has aprendido? No. Todavía no. Eres mi Marta, pero no eres todavía mi perfecta adoradora. ¿Porque obras y no contemplas? Es más santo. ¿No lo ves? Tu fuerza, estando dirigida a cosas terrenas, ha cedido ante la constatación de esos hechos terrenos que pueden parecer algunas veces sin remedio, si Dios no interviene. La criatura necesita por eso saber creer y contemplar; necesita amar hasta el extremo de las fuerzas de todo hombre, con el pensamiento, el alma, la carne, la sangre, con todas las fuerzas del hombre, repito. 

     Te quiero fuerte, Marta, te quiero perfecta. No has sabido obedecer porque no has sabido creer y esperar completamente, y no has sabido creer y esperar porque no has sabido amar totalmente. Pero Yo te absuelvo de ello, te perdono, Marta. He resucitado a Lázaro hoy. Ahora te doy un corazón más fuerte. A él le devuelvo la vida, a ti, te infundo la fuerza de amar, creer y esperar perfectamente. Ahora estad contentas y en paz, perdonad a quien os han ofendido en estos días…”.

       “Señor, en esto yo he pecado, hace poco, al viejo Cananías, que te había tomado a burla los otros días, le he dicho: “¿Quién ha triunfado, tú o yo? ¿Tú o Dios? ¿Tu burla o mi fe? Cristo es el Viviente y es la Verdad. Yo sabía que su Gloria refulgirá con mayor fuerza. Y tú, viejo, reconstrúyete el alma, si no quieres conocer la muerte”.

      “Está bien lo que has dicho. Pero no disputes con los malvados, María. Y perdona. Perdona si me quieres imitar… Ahí está Lázaro. Oigo su voz”.

  




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