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jueves, 9 de abril de 2015

EL AMOR INFINITO DE JESÚS Y MARÍA SANTÍSIMA


Jesús y la Virgen María, quieren protegernos en sus brazos
como la gallina a sus polluelos bajo sus alas




             Hace algún tiempo, en los medios de comunicación, ha aparecido un suceso estremecedor: en un accidente de tráfico, un automóvil cayó en un barranco contiguo a la carretera.

             Este vehículo permaneció oculto con sus dos ocupantes en el interior; al cabo de mucho tiempo, el padre apareció muerto abrazado a su hijo de tres años, que permaneció vivo porqué su padre lo protegió de la muerte con su cuerpo, y según parece, se abrazó a él antes de morir. 

            Enseguida me vino a la mente la figura de Jesús, nuestro Salvador, que gracias a su tremendo sacrificio, nos rescató de la muerte eterna, ya que por culpa del pecado de Adán, el vehículo en el cual estamos todos subidos, que es la Tierra en que vivimos, se había precipitado en el barranco de la perdición, que es la trampa urdida por Satanás a Adán y Eva y a todos  sus descendientes.

            Y también me acordé de la señal de los Cristianos, que es la Cruz, en donde el Salvador, y su Santa Madre la Virgen María, están con los brazos abiertos para abrazar a la humanidad que quiera buscar refugio en ellos, y para eso, como el padre del accidente, Jesús nos da su vida para protegernos de la "caída" de Adán y que tengamos la Vida Eterna. Este sublime Sacrificio abarca a la Humanidad entera, porque el que lo realiza, ofrece al Padre-Dios la única ofrenda que es de un valor infinito en cuanto a su precio y su universalidad. 

         Solo esta Víctima Perfecta, ha podido redimir el tremendo pecado de Adán, que quedó para siempre marcado en los "genes" de la humanidad, para todos los que quieran acogerse al perdón divino. Y así en el abrazo de Jesús, volver a renacer comiendo del fruto del árbol de la vida que es la Cruz, el antídoto del árbol del conocimiento del bien y del mal, que es el árbol de la muerte. 

         Y podemos oír la voz de Jesús, que clama y retumba en la conciencia de todos los hombres de bien: "Jerusalén, Jerusalén, que matas a los Profetas y apedreas a los que Dios te envía!, cuantas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos debajo de las alas, y no habéis querido. Pues bien, vuestra casa se os quedará desierta. Y os digo que ya no me veréis más hasta que llegue el día en que digáis: "Bendito el que viene en el nombre del señor". (Lc 13-34,35)







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