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miércoles, 3 de febrero de 2016

EL RELATIVISMO PREDICADO POR UNA GRAN MAYORÍA DE RELIGIOSOS Y FIELES, ES LA CAUSA DE TODOS LOS MALES DE LA IGLESIA


ALEGORÍA DEL REINO DE DIOS, DONDE ESTÁN LOS ELEGIDOS






EL RELATIVISMO ES CONTRARIO A LA TRADICIÓN DE LA IGLESIA CATÓLICA

Desde los inicios de la Iglesia, que tuvo lugar después de la Redención de Cristo,  la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, se ha ido desarrollando de acuerdo con las Leyes del Evangelio: Renuncia a todas las seducciones del mundo, huida del pecado bajo todas sus formas, y lucha contra los tres enemigos naturales del alma de los fieles que eran, son y serán el Mundo, el Demonio y la Carne.

La Fe se ha podido implantar en el mundo entero, gracias a esos principios fundamentales, que se pueden resumir en una sola Cosa: Amor a Dios y al Prójimo, que es el primer mandamiento, lo que exige Renuncias, Sacrificios y huida del pecado bajo todas sus formas, ya que el pecado es el arma que tiene Satanás y sus socios que son el Mundo y la Carne.

Esos tres enemigos, formidables, ya que están liderados por Lucifer, que fue el Ángel más subido de la Creación, y que está dotado de una inteligencia y astucia sobrenatural, solo se puede vencer por la Virtud que es el arma de Dios, y sus socios que son la Santa Iglesia con sus armas que son los santos sacramentos, que nutren, curan y fortalecen las lamas de los fieles.

Así ha florecido la Santa Iglesia durante siglos, trayendo al mundo la prosperidad, y ha hecho florecer el valor de las virtudes cristianas, enseñando y predicando la belleza y la importancia de esas virtudes, que llevan las almas a conseguir la filiación divina, ya que como lo dijo Jesús a Nicodemo, el alma tiene que volver a nacer para ser herederos del reino de Dios. La Iglesia ha predicado también la fealdad del pecado que conduce a la muerte del alma, es decir que cuando el pecador es impenitente, y comete pecado mortal, abandona la filiación divina y se hace hijo de Satanás.

Muchos miembros de la iglesia predican el relativismo y el abandono del sacrificio. No ven diferencia alguna entre el pecado y la virtud, en cuanto a la existencia del Infierno y del demonio, nunca hablan de ello, haciendo como dicen que hace la avestruz, escondiendo la cabeza debajo de la arena para no ver el peligro.

La existencia del Infierno es un Dogma de la iglesia, definido en el IV Concilio de Letrán (1.215)  y explicado en muchos documentos del Magisterio. por tanto, al ser Dogma de fe, hay obligación de creer, de lo contrario se cae en herejía y apostasía, con la debida carga de pecado mortal. Según el diario de Santa Faustina Kowalska, dice que en su visita al infierno, se le dio a conocer que la mayor parte de los condenados no habían creído en el Infierno durante su vida terrenal.




TODOS LOS SANTOS HAN LUCHADO CONTRA EL RELATIVISMO, Y HAN TENIDO HORROR AL PECADO, PORQUE SIMBOLIZA LA MUERTE DEL ALMA Y UNA NUEVA HERIDA AL REDENTOR.


Vida de San Juan de la Cruz
Por Crisogono de Jesús O.C.D.


[…] Otro viaje a Bujalance, esta vez desde Córdoba. También le acompaña el hermano Martín de la Asunción. Salidos de Córdoba, al llegar a las ventas de Alcoleo, próximo al recodo del Guadalquivir, que baja buscando la vega cordobesa, sale una mujer a la puerta del mesón con ademanes provocativos para los hombres que allí están. Es el momento en que llegan los descalzos. Fray Juan se encara con ella y le reprende con energía. Le dice que tenga vergüenza y piense que su alma la ha redimido Jesucristo con su sangre; que se enmienda y se recoja. La mujer se queda mirando unos momentos al Reformador y cae desplomada al suelo. Se acude a echarle agua al rostro, mientras otros le toman el pulso, dándola por muerta. Después de un rato en que permanece insensible y desfigurada, vuelve en sí, pidiendo confesión a gritos y diciendo que quiere ser buena. El Padre Fray Juan la consuela, la exhorta hablándola de Dios, y le da una cédula para que vaya a Córdoba al convento de los Descalzos a confesarse.

Lo hace y cambia totalmente de vida. Luego se la verá ya casada y viviendo en Córdoba, vestida con el hábito de San Francisco, ceñida la cintura con una soga de esparto, haciendo vida ejemplar de virtud y recogimiento.

[…] Venta de Benalúa entre Granada y Jaen, el Padre Juan pasa con el hermano Martín en el momento en que dos hombres luchan enfurecidos a la puerta, tirándose cuchilladas. Uno de ellos sangra ya, herido en una mano. Fray Juan se acerca a ellos montado en si cabalgadura y les grita: "En virtud de Nuestro Señor Jesucristo, os mando que no riñáis más, y arroja en medio de los dos contendientes el sombrero que llevaba en la mano. Como por encanto, los dos hombres se quedan inmóviles, mirándose el uno al otro. Fray Juan se apea del machuelo, les hace darse un abrazo y hasta logra que se besen mutuamente los pies en señal de perdón. La gente de la venta, que ha contemplado toda la escena y que antes de llegar Fray Juan había intentado inútilmente de reconciliar a los dos pendencieros, lo da por un milagro.





EL SANTO CURA DE ARS, PATRÓN DE TODOS
LOS SACERDOTES DEL MUNDO ENTERO
(De Francis Trochu)



“El Cura de Ars, ha dicho el Rdo. Toccanier, tenía un atractivo particular para convertir a los pecadores”. Podría decirse que les amaba con todo el odio que sentía por el pecado. Lo detestaba y “hablaba de él  con horror e indignación”; pero tenía para los culpables una compasión inmensa, y sus gemidos por la pérdida de las almas, partían el corazón: “Dios mío, exclamaba en su habitación, un día de Cuaresma de 1.841, Dios mío, ¡que vos hayáis sufrido tantos tormentos para salvarlos y que ellos se hayan condenado!...”. Y en los catecismos decía: “¡qué dolor más amargo al pensar que hay hombres que mueren sin amar a Dios!”…. “¡Ah, los pobres pecadores! – y había que oír con qué tono pronunciaba esas palabras – si yo pudiese confesarme por ellos!”. 

La Sta. Marta des Garets lo oyó, toda temblorosa, conjurar un día, desde el  púlpito, a los oyentes que quisieran condenarse, que al menos cometieran el menor número posible de pecados mortales, para no aumentar los eternos castigos… Hasta el fin de mi vida, recordaré aquel sermón sobre el Juicio Universal, durante el que repetía muchas veces: “¡Maldito de Dios!... ¡maldito de Dios!... ¡qué desgracia…!”. Aquello no eran palabras; eran gemidos que arrancaban lágrimas a cuantos se hallaban presentes”.




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