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jueves, 15 de agosto de 2024

LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA EXPLICA A MARÍA VALTORTA COMO FUE SU GLORIOSA ASUNCIÓN



María coronada por los ángeles como su Reina,
aparece protegiendo a sus hijos bajo su manto.




Las obras de María Valtorta, contemporánea de la Madre Teresa de Calcuta, eran las lecturas favoritas suyas; el Santo Padre Pío de Pietrelcina, no solo leí sus obras, pero además obligaba esa lectura a sus penitentes. La asociación francesa "Les amis de María Valtorta", que se dedica a propagar sus lecturas con conferencias y reuniones, confirma estos hechos constantemente afirmando que sus relatos, con nombre de Pueblos hoy desaparecidos, y costumbres y paisajes de Palestina del tiempo de Jesús, dejan asombrados a los historiadores.  

Descripción de la Santísima Virgen María del misterio de su sublime Asunción a los Cielos, como Madre de la Humanidad, explica como la parte más sublime de su alma se unió en un arrobamiento y éxtasis divino ante el trono de Dios, quedando su Cuerpo incorrupto en una misteriosa dormición, hasta que su cuerpo fue llevado por los ángeles para unirse con su alma y como su Hijo, ser una Criatura con su cuerpo glorificado, siendo la primicia de lo que será para los elegidos en la Resurrección final, cuando los cuerpos glorificados o corruptos se presentarán ante la Divinidad para el Juicio final y conocer su eterno destino.

En ese Juicio habrá desaparecido para siempre la señal que puso Yahvé a Caín para ocultar su crimen, es decir que en esos cuerpos resucitados, aparecerán las huellas de sus pecados y de sus virtudes. Los pecados no perdonados afearán los cuerpos de los condenados que al no amar a Dios, han aborrecido a sus semejantes, pero las virtudes de los que han sabido amar, aparecerán con sus cuerpos hermosos, ya que tuvieron sus pecados perdonados y sus inclinaciones perversas eliminadas después del lavacro con la Sangre y el Agua que salió del costado de Cristo, previo a su comparecencia como Juez y Rey Universal.

Para los que han sabido amar a la Madre de Dios, y nuestra Madre celestial, la tendrán por abogada, ya que una madre vela siempre por la salud espiritual de sus hijos, y los defiende de todo peligro.



DEL EVANGELIO COMO ME HA SIDO REVELADO
DE MARÍA VALTORTA
(14 de Abril de 1.948)


Dice María:

“¿Yo morí? Si, si se quiere llamar muerte a la separación acaecida entre la parte superior del espíritu y el cuerpo; no, si por muerte se entiende la separación entre el alma vivificante y el cuerpo, la corrupción de la materia carente ya de la vivificación del alma y, antes, la lobreguez del sepulcro y, como primera de todas estas cosas, el angustioso sufrimiento de la muerte.
¿Cómo morí, o mejor como pasé de la Tierra al Cielo. Antes con la parte inmortal, después con la perecedera? Como era justo que fuera para la Mujer que no conoció mancha de culpa.
En este anochecer – ya había comenzado el descanso sabático – hablaba con Juan. De Jesús. De sus cosas. Aquella hora vespertina estaba llena de paz. El sábado había apagado  todos los rumores de humanas obras.  Y la hora apagaba toda voz de hombre o de ave. Sólo los olivos de alrededor de la casa, emitían su frufrú con la brisa del anochecer: parecía como si un vuelo de ángeles acariciaba las paredes de la casita solitaria.

Hablábamos de Jesús, del Padre, del Reino de los Cielos. Hablar de la Caridad y del Reino de la Caridad significa encenderse con el fuego vivo, consumir las cadenas de la materia para dejar libre el espíritu en sus vuelos místicos. Si el fuego está contenido dentro de los límites que Dios pone para conservar a las criaturas en la Tierra a su servicio, es posible arder y vivir, encontrando en el fuego no consumación sino perfeccionamiento de vida. Pero cuando Dios quita los límites y deja libertad al Fuego divino de incidir sin medida en el espíritu y de atraerlo a sí sin medida, entonces el espíritu respondiendo a su vez sin medida al Amor, se separa de la materia y vuela al lugar desde donde el Amor le invita: y es el final del destierro y el regreso a la Patria.

Aquel atardecer, el ardor incontenible, a la vitalidad sin medida de mi espíritu, se unió a una dulce postración, una misteriosa sensación de que la materia se alejaba de todo lo que la rodeaba; como si el cuerpo se durmiera, cansado, mientras  el intelecto, avivado más su razonar, se abismara  en los divinos esplendores.
Juan, amoroso y prudente testigo de todos mis actos desde que fue mi hijo adoptivo según la voluntad de mi Unigénito, dulcemente, me persuadió de que buscara descanso en el lecho, y me veló orando. El último sonido que oí en la Tierra fue el susurro de las palabras del virgen Juan. Para mí fueron como la nana de una madre junto a la cuna. Y acompañaron a mi espíritu en el último éxtasis, demasiado sublime como para ser descrito. Acompañaron a mi espíritu hasta el Cielo.

Juan, único testigo de este delicado misterio, me avió. Él solo me avió, envolviéndome en el manto blanco, sin cambiarme de túnica ni de velo, sin lavacro y sin embalsamamiento. El espíritu de Juan – como se ve claro por sus palabras del segundo episodio de este ciclo que va de Pentecostés a mi Asunción – ya sabía que no me iba a descomponer, e instruyó al Apóstol sobre lo que había que hacerse. Y él, casto y amoroso, prudente respecto a los misterios de Dios y a los compañeros lejanos, decidió custodiar el secreto y esperar a los otros siervos de Dios, para que me vieran todavía y sacaran, al verme consuelo y ayuda para las penas y fatigas de sus misiones. Esperó como estando seguro de que llegarían.

Pero el decreto de Dios era distinto. Como siempre, bueno para el predilecto; justo, como siempre, para todos los creyentes. Cargó los ojos del primero, para que el sueño le ahorrara la congoja de ver como se le arrebataba también mi cuerpo; dio a los creyentes otra verdad que les ayudara a creer en la resurrección de la carne, en el premio de una vida eterna y bienaventurada concedida a los justos; en las verdades más poderosas  y dulces del Nuevo Testamento – mi Inmaculada Concepción, mi divina maternidad virginal - ; en la naturaleza divina y humana en mi Hijo, verdadero Dios y verdadero Hombre, nacido no por voluntad carnal sino por desposorio divino y por divina semilla depositada en mi seno; en fin, para que creyeran que en el Cielo está mi corazón de Madre de los hombres, palpitante de vibrante Amor por todos, justos y pecadores, deseoso de teneros a todos junto a sí, en la Patria bienaventurada, por toda la eternidad.

Cuando los ángeles me sacaron de la casita, ¿mi espíritu había venido a mí? No. El espíritu ya no tenía que bajar de nuevo a la Tierra. Estaba en adoración delante del Trono de Dios. Pero cuando la Tierra, el destierro, el tiempo y el lugar de la separación de mi Señor, Uno y Trino fueron dejados para siempre, entonces el espíritu volvió a resplandecer en el centro de mi alma, despertando a la carne de su dormición; por lo que es cabal hablar, respecto a mí de Asunción al Cielo en alma y cuerpo, no por mi propia capacidad, como sucedió en el caso de Jesús, sino por ayuda angélica. Me desperté de aquella misteriosa y mística dormición, me alcé, en fin volé, porque ya mi carne había conseguido la perfección de los cuerpos glorificados. Y amé. Amé a mi Hijo y a mi Señor, Uno y Trino, de nuevo hallados, los amé cómo es destino de todos los eternos vivientes”.





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