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viernes, 23 de diciembre de 2016

EL NACIMIENTO DEL HIJO DE DIOS, EL HECHO MÁS IMPORTANTE DE LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD

EL TESORO MÁS GRANDE DE DIOS ES LA
ADMIRACIÓN DE LOS ÁNGELES 




NUESTRO REDENTOR Y NUESTRO SUPREMO JUEZ, EL QUE TIENE LAS LLAVES DEL CIELO Y DEL HADES, EL QUE DARÁ PREMIO Y CASTIGO A LOS HOMBRES DE TODA CONDICIÓN.

Aquí está relatada con detalles sorprendentes, y dignos de toda fe, la Venida de Dios al mundo, en el sitio más humilde que uno pueda imaginar: un establo ocupado por dos animales: un burro y un buey, que como los pastores y más adelante los Reyes magos, se estremecen ante la gran claridad que se produce en el momento del nacimiento del hijo de Dios, y parecen rendirle gloria por todos los animales de la Creación. 




Del Poema del Hombre-Dios de María Valtorta


Continúa mi visión del interior de este pobre refugio de piedra en que han encontrado amparo, unidos María y José en la suerte, a unos animales.

El fueguecillo se adormila junto a su guardián. María levanta lentamente la cabeza de su yacija y mira. Ve que José tiene la cabeza reclinada sobre el pecho como si estuviera meditando… será – piensa – que el cansancio ha sobrepujado su buena voluntad de permanecer despierto , y sonríe bondadosa; luego con menos ruido del que puede hacer una mariposa posándose en una rosa, se sienta, para después arrodillarse. Ora con una sonrisa beata en su rostro. Ora con los brazos extendidos casi en cruz, con las palmas hacia arriba y hacia delante… y no parece cansarse en esa posición violenta. Luego se postra con el rostro contra el heno, adentrándose aún más en su oración; y la oración es larga.

José sale bruscamente de su sueño; ve mortecino el fuego y casi oscuro el establo. Echa un puñado de tamujo muy fino. La llama vuelve a chispear. Y va añadiendo ramitas cada vez más gruesas; en efecto, el frío debe de ser punzante, el frío de esa noche invernal, serena, que penetra por todas las partes de esas ruinas. El pobre José, estando como está cerca de la puerta – llamemos así a la abertura a la que hace de cortina su manto -, debe estar congelado. Acerca las manos a la llama, se quita las sandalias, acerca también los pies; así se calienta. Luego, cuando el fuego ha adquirido ya viveza y su luz es segura, se vuelve; no ve nada, ni siquiera la blancura del velo de María  que antes dibujaba una línea clara obre el heno oscuro. Se pone en pie y se acerca despacio a la yacija.

“¿No duermes, María?” pregunta.
Lo pregunta tres veces, hasta que Ella torna en sí y responde: “Estoy orando”.
“¿No necesitas nada?”.
“No, José”
“Trata de dormir un poco, de descansar al menos”.
“Lo intentaré, pero la oración no me cansa”.
“Hasta luego, María”.
“Hasta luego, José”.
María vuelve a su posición de antes. José, para no ceder otra vez al sueño, se pone de rodillas junto al fuego, y ora. Ora con las manos caídas en el rostro; de vez en cuando las separa para alimentar el fuego, y luego vuelve a su ferviente oración. Menos el ruido del crepitar de la leña y el del asno, que de tanto en tanto pega con una pezuña en el suelo, no se oye nada.

Un inicio de Luna se insinúa a través de una grieta de la techumbre, parece un hilo de incorpórea plata que buscase a María. Se alarga a medida que la Luna va elevándose en el cielo y, por fin, la alcanza. Ya está sobre la cabeza de la orante, nimbándosela de candor.

María levanta la cabeza como por una llamada celeste  y se yergue hasta quedar de nuevo de rodillas. ¡Oh, qué hermoso es este momento! Ella levanta la cabeza, que parece resplandecer bajo la luz blanca de la Luna, y una sonrisa no humana la transfigura. ¿Qué ve? ¿Qué oye? ¿Qué siente? Solo Ella podría decir lo que vio, oyó y sintió en la hora fúlgida de su Maternidad. Yo solo veo que en torno a Ella la luz aumente, aumenta, aumenta; parece descender del Cielo, parece provenir de las pobres cosas que están a su alrededor, parece, sobre todo, que proviene de Ella.

Su vestido, azul oscuro, parece ahora de un delicado celeste de miosota; sus manos, su rostro, parecen volverse azulinas, como los de uno que estuviera puesto en el foco de un inmenso zafiro pálido. Este color, que me recuerda, a pesar de ser más tenue, el que veo en las visiones del santo Paraíso, y también el que ví en la visión de la venida de los Magos, se va extendiendo progresivamente sobre las cosas, y las viste, las purifica, las hace espléndidas.

El cuerpo de María despide cada vez más luz, absorbe la de la Luna, parece como si Ella atrajera hacia sí la que le puede venir del Cielo. Ahora es Ella la depositaria de la Luz, la que debe dar esa Luz al mundo. Y esta beatífica, incontenible, inmensurable, eterna, divina Luz que de un momento a otro va a ser dada, se anuncia con un alba, un lucero de la mañana, un oro de átomos de Luz que aumenta, aumenta como una marea, sube, sube como incienso, baja como una riada, se extiende como un velo…

La techumbre, llena de grietas, de telas de araña, de cascotes que sobresalen y están en equilibrio por un milagro de estática, esa techumbre negra, ahumada repelente, parece la bóveda de una sala regia. Los pedruscos son bloques de plata; las grietas, reflejos de ópalo; las telas de araña, preciosísimos baldaquines engastados de plata y diamantes. Un voluminoso lagarto, aletargado entre dos bloques de piedra, parece un collar de esmeraldas olvidado allí por una reina; y un racimo de murciélagos en letargo, una lámpara de ónix de gran valor. Ya no es hierba el heno que pende del pesebre más alto, es una multitud de hilos de plata pura que oscilan temblorosos en el aire con la gracia de una cabellera suelta.

La madera oscura del pesebre de abajo parece un bloque de plata bruñida. Las paredes están recubiertas por un brocado en que el recamo perlino del relieve oculta el candor de las seda. Y el suelo… ¿Qué es ahora el suelo? Es un cristal encendido por una luz blanca; los salientes parecen rosas de luz arrojadas al suelo como obsequio; los hoyos, cálices valiosos de cuyo interior ascenderían aromas y perfumes.

La Luz aumenta cada vez más. El ojo no la resiste. En ella desaparece, como absorbida por una cortina de incandescencia, la Virgen… y emerge la Madre.

Sí. Cuando mi vista de nuevo puede resistir la Luz, veo a María con su Hijo recién nacido en los brazos. Es un Niñito rosado y regordete, que gesticula, con unas manitas del tamaño de un capullo de rosa; que menea sus piececitos, tan pequeños que cabrían en el corazón de una rosa; que emite vagidos con su vocecita trémula, de corderito recién nacido, abriendo una boquita que parece una menuda fresa del bosque, y mostrando una lengüecita temblorosa contra el rosado paladar; que menea su cabecita, tan rubia que parece casi desprovista de cabellos, una cabecita redonda, que su Mamá sostiene en la cavidad de una de sus manos, mirando a su Niño, adorándole, llorando y riendo al mismo tiempo… 

Y se inclina para besarlo, no en la inocente cabeza, sino en el centro del pecho, sobre ese corazoncito que palpita, que palpita por nosotros… en donde un día se abrirá la Herida. Su Mamá se la está curando anticipadamente, con su beso inmaculado.

El buey se ha despertado por el resplandor, se levanta haciendo mucho ruido con las pezuñas, y muge. El asno vuelve la cabeza y rebuzna. Es la Luz la que los saca del sueño, pero me seduce la idea de pensar que hayan querido saludar a su Creador, por ellos mismos y por todos los animales.

Y José, que casi en rapto, estaba orando tan intensamente que era ajeno a cuanto le rodeaba, también torna en sí, y por entre los dedos apretados contra el rostro, ve filtrarse la extraña Luz. Se descubre el rostro, levanta la cabeza, se vuelve. El buey, que está en pié, oculta a María, pero ella llama: “José, ven”.

José acude. Cuando ve, se detiene, como fulminado de reverencia, y está casi para caer de rodillas en ese mismo lugar; pero María insiste: “Ven, José” y, apoyando la mano izquierda en el heno y teniendo con la derecha estrechado contra su corazón al Infante, se alza y se dirige hacia José, quien, por su parte, se mueve azarado por el contraste entre su deseo de ir y el temor a ser irreverente.
Cerca de la cama para el ganado, los dos esposos se encuentran, y se miran llorando con beatitud.

“Ven, que ofrecemos a Jesús al Padre” dice María. José se pone de rodillas. Ella, erguida, entre dos troncos sustentantes, alza a su criatura en sus brazos y dice: “Heme aquí – por Él, ¡Oh Dios!, te digo esto - , heme aquí para hacer tu Voluntad. Y con Él yo, María, y José, mi Esposo. He aquí a tus Siervos, Señor, para hacer siempre, en todo momento y en todo lo que suceda, Tu voluntad, para gloria tuya y por amor a Ti”.

Luego, María se inclina hacia José y, ofreciéndole el Infante le dice: “Toma, José”.
“¿Yo? ¿A mí? ¡Oh, no! ¡No soy digno!”. José se siente profundamente turbado, anonadado ante la idea de deber tocar a Dios.
Pero María insiste sonriendo: “Bien digno de ello eres tú, y nadie lo es más que tú, y por eso el altísimo te ha elegido. Toma José, tenlo mientras yo busco su ropita”.

José, rojo como una púrpura, alarga los brazos y toma ese copito de carne que grita de frío; una vez que lo tiene entre sus brazos, no persiste en la intención de mantenerlo separado de sí por respeto, sino que lo estrecha contra su corazón rompiendo a llorar fuertemente: “¡Oh! ¡Señor! ¡Dios mío!”; y se inclina para besar los piececitos. 

Los siente fríos y entonces se sienta en el suelo y le recoge en su regazo, y con su indumento marón y con las manos, trata de cubrirle, calentarle, defendérlo del frío de la noche. Quisiera acercarse al fuego, pero allí se siente esa corriente de aire que entra por la puerta. Mejor quedarse donde está o, mejor todavía, entre los dos animales, que hacen de escudo al aire y dan calor. Y se pone entre el buey y el asno dando espalda a la puerta, con su cuerpo hacia el Recién Nacido  para hacer de su pecho una hornacina, cuyas paredes laterales son: una cabeza gris, con largas orejas, un hocico grande, blanco, con unos ojos húmedos, buenos y un morro que exhala vapor.

María ha abierto el baúlillo, y ha sacado unos pañales y unas fajas, ha ido al fuego y las ha calentado. Ahora se acerca a José y envuelve al Niño en esos pañales calentitos, y con un velo, le cubre la cabeza. “¿Dónde le ponemos ahora?”, pregunta.

José mira a su alrededor, piensa… “Mira – dice - , corremos un poco más para acá los dos animales y la paja, y bajamos ese heno de allí arriba, y le ponemos a Él allí dentro. La madera del borde le resguardará del aire, el heno será su almohada, el buey con su aliento le calentará un poquito. Mejor el buey. Es más paciente y tranquilo”. Y se pone manos a la obra, mientras María acuna al Niño estrechándolo contra su corazón, con su carrillo sobre la cabecita para darle calor.

José reaviva el fuego, sin ahorrar leña, para hacer una buena hoguera, y se pone a calentar el heno, de forma que, según lo va secando, para que no se enfríe, se lo va metiendo en el pecho; luego, cuando ya tiene suficiente para un colchoncito para el Infante, va al pesebre y lo dispone como una cunita. “Ya está” dice. “Ahora sería necesario una manta, porque el heno pica; y además para taparle…”.

“Coge mi manto” dice María.
“Vas a tener frío”.
“¡Oh, no tiene importancia! La manta es demasiado áspera; el manto, sin embargo, es suave y caliente. Yo no tengo frío en absoluto. ¡Lo importante es que Él  no sufra más!”.

José coge el amplio manto de suave lana azul oscura y lo dispone doblado encima de la paja, y deja un borde colgando fuera del pesebre. El primer lecho del Salvador está preparado.

Su Madre, con dulce paso ondeante, le lleva al pesebre, en él le coloca, y le tapa con la parte del manto que había quedado fuera y con ella arropa también la cabecita desnuda, que se hunde en el heno, protegida apenas por el fino velo de María. Queda solo destapada la caríta, del tamaño de un puño de hombre, y los Dos, inclinados hacia el pesebre le miran con beatitud mientras duerme su primer sueño; en efecto, el calorcito de los paños y de la paja le ha calmado el llanto y le ha hecho conciliar el sueño al dulce Jesús.





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