SAN PABLO ESTÁ PUESTO POR DIOS COMO FARO QUE ILUMINA LA IGLESIA PASADA, PRESENTE Y FUTURA |
Un gran Teólogo, que escribió muchos libros, profesor en la Facultad de Teología de Granada, hoy fallecido (R.I.P), decía en una revista editada por la Compañía a la que pertenecía, que San Pablo tenía una visión "vetero-testamentaria" de la Religión, es decir que ese gran Teólogo predicaba lo que está tan de moda en nuestros días: El Relativismo, que hace que no haya diferencia entre el pecado, que es una nueva ofensa a Dios, y que reiterado, y sin arrepentimiento, hace que Dios retire su divina Gracia.
Le escribí una larga carta, que no tuvo repuesta, con una pregunta: "Entre la visión de San Pablo, puesto por Dios como Faro de la Iglesia pasada, presente y futura, y la interpretación personal suya, fruto de la mentalidad actual, ¿Con cual hay que quedarse?
De la llama de Amor viva de
San Juan de la Cruz
Dios está como el sol sobre las almas para comunicarse con ellas. Conténtense los que las guían a disponerlas para esto según la perfección evangélica, que es la desnudez y vacío del sentido y espíritu; y no quieran entrometerse en edificar, que este oficio es solo del Padre de las lumbres, de donde desciende toda dávida buena y perfecta (Iac 1, 17). Porque si el Señor, como dice David, no edifica la casa, en vano trabaja el que la edifica (Ps 125, 11).
LECCIONES SOBRE LA EPÍSTOLA DE S. PABLO
A LOS ROMANOS (7, 1-13)
(Dictado a María Valtorta del 28/2/1.948)
Dice el Autor Divinísimo:
“Es verdad firme que los primeros Padres, además de la Gracia santificante y de la inocencia, recibieron otros dones de su Creador al tiempo de su creación, y eran estos: La integridad, esto es, la perfecta subordinación del sentido a la razón, la ciencia proporcionada a su estado, la inmortalidad y la inmunidad de todo dolor y miseria.
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Este don de ciencia, del modo que regula el amor de la criatura con su Creador, regula también el de la criatura con la criatura, con la esposa, su semejante en primer lugar, teniendo para ella un amor sin desorden de lujuria, ese amor ardiente de los inocentes con el que solo los lujuriosos y corrompidos se creen incapaces de amar.
¡Oh, ceguera causada por los fermentos de la corrupción! Los inocentes, los castos, esos son los que saben amar y amar de verdad. Amar los tres órdenes que hay en el hombre y con los tres órdenes que hay en él; pero comenzando del más alto y dando al más bajo – el natural – esa ternura virginal que se refleja en el más ardiente amor materno y en el más ardiente amor filial.
Esto es, en esos dos únicos amores desprovistos de atractivo sensual; amor del alma, amor de criatura-hijo hacia el vivo tabernáculo que le llevó; amor de criatura-madre hacia el testimonio vivo de su cualidad de procreadora, gloria de la mujer, que por las penas y el sacrificio de la maternidad, se eleva de mujer a cooperadora de Dios, “obteniendo un hombre con el concurso de Dios”. (Génesis cap. 4, v. 1).
Debería haber regulado también el amor del hombre hacia las criaturas nacidas de su amor santo con Eva. Más Adán y Eva no llegaron a ese amor santo, porqué – aún antes de que “el hueso de los huesos de Adán y la carne de su carne, por la que el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”, les floreciese un hijo del modo como una planta besada por el sol, y no por otro alguno, nacen flores y fruto – el desorden había corrompido con su veneno el amor santo de los Progenitores que quisieron conocer más de cuanto erales justo y suficiente que conociesen, por lo que dijo la Justicia: “Tengamos cuenta de que no vaya el hombre ahora a extender la mano y coja también del árbol de la Vida, coma de él y viva eternamente”.
Esta frase deja perplejos a muchos y a otros muchos, sírveles para presentar al Buenísimo y Generoso como un avaro cruel. Sírveles también para negar una de las verdades religiosas: la correspondencia a uno de los dones de Dios a los primeros padres esto es, la inmortalidad.
El don, para que sea don, ha de ser dado. Dios había dado inmortalidad al igual de los otros dones entre los que estaba el de una ciencia proporcionada a la condición del hombre. No toda la ciencia, puesto que solo Dios es sapientísimo. E igualmente había dado inmortalidad, más no eternidad, puesto que solo Dios es eterno.
El hombre había de nacer, ser procreado por el hombre creado por Dios y ya no morir, sino pasar del paraíso terrenal al celestial y gozar allí de perfecto conocimiento de Dios.
Más el hombre abusó. Prefirió no haber recibido don alguno gratuito. Quiso toda la Ciencia sin reflexionar que hasta de las cosas buenas, se ha de usar con medida proporcionada a la propia capacidad y que únicamente el Inmenso y Perfectísimo puede conocer todo sin peligro, puesto que su Infinita Perfección puede conocer todo el mal, sin recibir de él turbación alguna corruptora.
Dios sufre por el mal que ve, más el sufrimiento es por lo que el mismo produce en vosotros, no por Él, ya que se encuentra muy por encima de cuanto pueda el mal intentar, y ni aún el obstinado y astuto poder que tiene por nombre Satán puede causar menoscabo a su Perfección.
Es en vosotros como Satán ofende a Dios. Más si vosotros os mantuvierais fuertes, no habría manera de que Satán ofendiese a Dios por medio vuestro. Si pensáis en esto, vosotros que amáis a Dios más o menos intensamente, no pecaríais jamás, porque ninguno de cuantos os gloriáis de cristianos-católicos querríais sentiros cómplices de Satanás en ofender a Dios.
Y sin embargo, lo hacéis. Es que jamás reflexionáis en lo astuto que es Satanás y tan rapaz que no se contenta con tentaros y venceros, sino que más que a vosotros, mira a mofarse de Dios, a arrebatarle las almas, a ridiculizar y destruir el Sacrificio de Cristo, haciéndolo inútil para muchos de vosotros y para otros muchos, capaz a penas de evitarles la condenación.
Satán lo sabe muy bien, tiene contadas todas las lágrimas, todas las gotas de sangre del Hijo del Hombre, en cada lágrima, en cada gota ha visto el verdadero nombre, el verdadero motivo de las mismas: la indiferencia inerte de un católico por esas lágrimas, la perdición de un católico por las gotas de la Sangre divina. Sabe cuál fue la causa del dolor que arrancó lágrimas y sudor purpúreo a Cristo, su Adversario Divino, Adversario desde el momento de su rebelión, Adversario eterno y vencedor eterno para millones de espíritus, a los que Cristo dona y donó el Cielo.
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El Decálogo con su parte positiva: “harás” y su parte negativa: “No harás”, crea el pecado con todas sus consecuencias. Porque se peca al saber que se peca, y así, el hombre, después de la Ley, ya no tuvo excusa para decirse a sí mismo: “No sabía que pecaba”.
El Decálogo es Piedad, castigo y prueba. Como “prueba” era también el árbol que se erguía en medio del Edén. Sin prueba no se puede formar juicio del hombre y está dicho que Dios prueba al hombre como el orfebre prueba el oro en el crisol”.
Solo las virtudes fuertes y sobre todo la caridad, se acomodan a las disposiciones negativas de la Ley. Porqué, generalmente, el hombre, por insinuación satánica y por estímulos latentes, apetece lo que está prohibido. Por lo que son verdaderos héroes los que aplastan el sentido y las tentaciones bajo el peso de su fuerte amor y no alargan con avidez sus manos al fruto prohibido.
Y estos son los verdaderos cristianos que no hacen mal uso de los infinitos méritos de Cristo, de la Gracia obtenida por su medio, y sarmientos silvestres injertados a la verdadera Vid, dan para Dios frutos copiosos de virtudes activas y están ciertos por ello, de alcanzar la Vida Eterna.
Estos son los verdaderos cristianos en los que se encuentran vivos los dones del Espíritu Santo, al que completa Jesús comunicando a los hombres en gracia de Dios la Ciencia, ese gran don perdido con el pecado de Adán, la Ciencia sin la cual, la Ley dada para ser “Vida”, puede resultar “muerte”.
Porque el hombre que no posee la Ciencia proporcionada a su estado, no ama ordenadamente a Dios ni a las criaturas, cualesquiera que ellas sean; cae en las diferentes idolatrías, en la triple concupiscencia; desfigura la misma religión con un conjunto híbrido de prácticas pecaminosas cuando no – siendo así que el cristiano recibe con el Bautismo el don infinito de la Gracia – de prácticas farisaicas condenadas por el Verbo Divino; no se conoce a si mismo y por eso hace de su placer un obsequio al querer divino; altera en sí la imagen y semejanza de Dios, los dones recibidos para su bien, los vuelve a emplear para hacer y hacerse el mal; si hace limosnas, no las hace por misericordia con los pobres sino para ser alabado por ellas; si escruta los misterios de la creación, lo hace por recibir gloria de los hombres, más no por dar gloria al Creador.
De esta suerte, sus acciones pierden su perfume que las hace santas a los ojos de Dios y él tiene en la Tierra su bien fugaz, mientras que el “hielo y rechinar de dientes”, como decía el Verbo le aguardan allí donde no cuentan las apariencias sino la verdad de las acciones humanas.
De esta suerte, sus acciones pierden su perfume que las hace santas a los ojos de Dios y él tiene en la Tierra su bien fugaz, mientras que el “hielo y rechinar de dientes”, como decía el Verbo le aguardan allí donde no cuentan las apariencias sino la verdad de las acciones humanas.
Y, si no obstante de haber hecho mal aquel bien que podía llevar a cabo, elude por la misericordia de Dios el hielo y la tortura del infierno, larga permanencia le aguarda en la escuela del Purgatorio, en donde aprenderá la verdadera caridad que no es “herejía de las obras”, el azote de vuestros días, pues son muchos los que se afanan a servir a Cristo con un bullir de prácticas y actos exteriores tan sólo, que dejan a los buenos como estaban o escandalizados tal vez, y no sirven para mejorar a los malos ni convertirlos.
La verdadera caridad es, por tanto, el ejemplo de una vida profunda y conscientemente cristiana en todo. La verdadera caridad es aquella que Jesús quería de Marta, afanada con exceso en tributar honores externos al Hijo de Dios. (Luc 10, 38-42)
El vivir de este siglo no admite la contemplación del modo que muchos lo entienden. Más Dios no bendice la sola acción. El quiere que se complementen la vida activa y la contemplativa y que las obras no se reduzcan a simple fragor, agitación y aún a discusión con los enemigos, que no sean “herejía” sino religión, esto es, trabajo que equivale a plegaria por el continuo ofrecimiento de los propios actos a Dios, realizándolos todos únicamente a su Gloria y así, la plegaria sea trabajo. Trabajo continuo sobre si mismo, tallándose cada vez más conforme al Modelo Jesucristo y modelando a los demás con el ejemplo.
En vano se afanan los hombres si Dios no bendice sus actos. Y ¿Cómo queréis que Dios esté con vosotros bendiciéndoos y triunféis en vuestras empresas si en ellas no actúa el don de Ciencia por el que el hombre se conduce en todos sus actos guiado por un fin santo y no por la propia gloria?”.
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