lA TERRIBLE AGONÍA DE JESÚS EN GETSEMANÍ |
Importantísima descripción de Jesús sobre la agonía del ser humano, describe de una manera magistral, como ningún ser humano es capaz de hacerlo, los temores del alma, por tener que abandonar el mundo material, y da la solución para reconciliarse con Dios, con unas rogativas que no son otras que las palabras que pronunció Jesús en su Agonía en el Getsemaní y antes de morir en la Cruz.
Se componen de los dictados siguientes que iremos publicando y comentando uno a uno.
I/ PADRE, SI ES POSIBLE APARTA DE MÍ ESTE CÁLIZ
II/ PADRE, PERDÓNALES
III/ HE AQUÍ A TU HIJO
IV/ ACUÉRDATE DE MI
V/ ¿DIOS MÍO POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?
VI/ TENGO SED
VII/ TODO SE HA CUMPLIDO
DIÁLOGOS PREVIOS DE JESÚS CON MARÍA
VALTORTA
(19 de Diciembre de 1.945)
Dice
Jesús:
“Heme
aquí para explicarte muchas cosas. No amo las preguntas, y en especial las
tuyas. Tienes inteligencia suficiente como para entender las respuestas que te
doy a través de los dictados contenidos en las visiones. Pero aquí, ahora que
los hechos se han desarrollado como debían, sin influenciar a nadie en ningún
sentido, hablaré y explicaré.(...)
Y aquí me
permito recordar lo que dijo San Juan de la Cruz, que me viene ahora a mi memoria
selectiva: “El día del Juicio, Jesús reprochará y castigará a ciertas almas que
han tenido contacto directo con Él, por los defectos que podía haberse
corregido, porqué tenía inteligencia para conocerlos, y por eso no se los
advirtió".
También
recuerdo del Evangelio las palabras del rico Epulón sepultado en el Infierno,
cuando le pedía a Abraham que le dejara volver a la Tierra para advertir a sus
hermanos que se iban a condenar como él, al cual se le contestó: “Tienen las
Escrituras y los Profetas, si no los escuchan a ellos, tampoco harán caso a un
muerto que resucita”.
CONSEJOS DE JESÚS PARA LA
HORA DE LA MUERTE
Bienaventurado
el que tenga la dicha de leer, y de meditar estas recomendaciones de Jesús
sobre cómo ha de comportarse el alma a la hora de la muerte, instantes previos
al encuentro con el Juez Supremo
y de ponerlas en práctica, ya que
según está escrito en la Biblia, Dios “Escudriñará a
Jerusalén - es decir a
nuestras almas - con lámparas encendidas”, es decir, que aparecerán ante Él, con una meridiana
claridad, todas nuestras virtudes y nuestras faltas, que son las únicas cosas
que se pueden llevar al más allá, y se nos retribuirá según estos atributos. Y
el Juicio solo tendrá tres sentencias inapelables: Cielo, Purgatorio, o
Infierno.
Los que pongan
en práctica todas las siete consideraciones,
que están detalladas en este escrito,
alcanzará sin duda alguna la Vida Eterna, y al leerlas, se comprenderán
muchos interrogantes, sobre todo el por qué todos los mártires han perdonado a
sus verdugos, asunto que cuesta mucho comprender, porque no es lo mismo la
actitud de las almas mártires antes del Juicio, como después de él, por esa
razón se oye en el Apocalipsis el clamor de esos mártires:
Señor Santo y Veraz ¿cuándo nos harás
justicia y vengarás la muerte sangrienta que nos dieron los habitantes de la tierra?
Se les entregó entonces un vestido blanco a cada uno y se les dijo: "Aguardad un poco todavía. Aguardad a que se complete el número de vuestros compañeros y de vuestros hermanos que, como vosotros, van a ser martirizados". (Ap 6-9,11)
JESÚS NOS AYUDA A MORIR
(14 de julio de 1.946)
Dice
Jesús:
[…] La suprema prueba de amor no
consiste en la risa ni en el beso, sino en el llanto y el dolor dados a conocer
al amigo. Tú, amiga mía los has conocido cuando estabas en el Getsemaní. Ahora
estás en la Cruz y experimentas penas mortales. Apóyate en tu Señor mientras te
da una hora de preparación para la muerte.
I/
“Padre mío, si es posible, aparta de mí este cáliz”.
No
es una de las siete Palabras de la Cruz, más ya es una Palabra de Pasión. Es el
primer acto de la Pasión que comienza. Es la preparación necesaria para las
otras fases del holocausto. Es una indicación al que da la Vida, es
resignación, humildad, es una oración en la que se entrelazan la carne,
ennobleciéndose, y el alma perfeccionándose, junto con la voluntad del espíritu
y la fragilidad de la criatura que es adversa a la muerte.
“¡Padre!...”. ¡Oh!, es la hora en que
el mundo se aleja de los sentidos y del pensamiento, mientras se acerca, como
un meteoro descendente, la idea de la otra vida, de lo desconocido, del juicio.
Entonces, el hombre que aunque llegue a centenario siempre será un niño, justo
como un niño asustado porque ha quedado solo, busca el regazo de Dios.
Mientras la vida estaba lejos de la
muerte, mientras la muerte era una idea oculta entre nieblas lejanas, el
marido, la mujer, los hermanos, los hijos, los padres, eran lo único, el todo…
Pero ahora que la muerte se asoma bajo el velo, y avanza, se produce una
inversión y, por consiguiente, son los padres, los hijos, los amigos, los
hermanos, el marido, la mujer, quienes pierden sus rasgos definidos, su valor
afectivo, y se desvanecen ante el imparable avance de la muerte. Como voces,
que van debilitándose en la distancia, cada una de las cosas de la Tierra
pierde fuerza, mientras la adquiere la que está más allá de la Tierra, lo que
ayer parecía más lejano… Entonces, un estremecimiento de temor conmueve a la
criatura.
Si no fuera penosa y no inspirara
temor, la muerte no sería el castigo extremo y el extremo medio expiatorio que
se establece para el hombre. Hasta que no se produjo la culpa, la muerte no fue
muerte sino dormición, y donde no hubo culpa no hubo muerte, como ocurrió con
María Santísima. Yo tuve que morir porque cayó sobre Mí todo el pecado y así
conocí la repulsión de la muerte.
“¡Padre!”- ¡Oh! Este Dios que tantas
veces no fue amado, o que fue amado al final, después de que el corazón había
amado a parientes y amigos, o había tenido indignos amores con criaturas
viciosas, o había amado las cosas como si fueran dioses; este Dios tan a menudo
olvidado, este Dios que ha permitido que se le olvidara, que ha dado licencia
para que se olvidara, que ha dado libertad para que esto sucediera; que a veces
ha sido escarnecido y a veces maldecido, y otras negado; este Dios resurge en
la mente del hombre, y viene a apropiarse de sus derechos.
Exclama con voz atronadora “¡Yo soy!” y, para no hacer morir de miedo con la revelación de su poder, mitiga ese potente “¡Yo soy!” con una palabra suave: “Yo soy tu Padre”. Se acabó el espanto el sentimiento que despierta esa palabra es: confiado relajamiento. Yo, Yo que debía morir, que comprendía que significa morir, después de haber enseñado a vivir a los hombres llamando Padre al Altísimo Jehová, también os enseñé a morir sin temor, llamando “Padre” al Dios que resurge entre los dolores de la agonía, o que se evidencia ante el espíritu del moribundo.
Exclama con voz atronadora “¡Yo soy!” y, para no hacer morir de miedo con la revelación de su poder, mitiga ese potente “¡Yo soy!” con una palabra suave: “Yo soy tu Padre”. Se acabó el espanto el sentimiento que despierta esa palabra es: confiado relajamiento. Yo, Yo que debía morir, que comprendía que significa morir, después de haber enseñado a vivir a los hombres llamando Padre al Altísimo Jehová, también os enseñé a morir sin temor, llamando “Padre” al Dios que resurge entre los dolores de la agonía, o que se evidencia ante el espíritu del moribundo.
“¡Padre!”. ¡No temáis! ¡Oh, vosotros
que morís, no temáis a ese Dios que es Padre! No se adelanta como vengador
armado de registros y de guadaña, no se adelanta cínicamente arrebatándoos a la
vida y a los afectos. Por el contrario, viene con los brazos abiertos,
diciendo: “Vuelve a tu morada. Ven a descansar. Te recompensaré con creces por
lo que dejas aquí. Y te lo juro en mi seno obrarás más valiosamente, en favor
de los que dejas aquí, que quedándote aquí abajo, empeñado en una lucha afanosa,
no siempre bien remunerada”.
Más la muerte siempre es dolor, dolor
por el sufrimiento físico, dolor por el sufrimiento moral, dolor por el
sufrimiento espiritual. Lo repito: debe
ser dolor por ser el medio de la última expiación en el tiempo. Como una
nave en la tormenta, el alma, la mente, el corazón, en un fluctuar de nieblas que ofuscan y descubren
alternativamente lo que en la vida amamos y lo que nos causa miedo en el más
allá, pasan de zonas calmas – en las que ya se respira la paz del puerto
inminente, cercano, visible, tan apacible que ya causa una serena quietud y una
sensación de descanso semejante a la de quien, casi al cabo de una fatigosa
labor, saborea el placer del vecino reposo – a zonas en que la tempestad las
azota, las golpea, las hace sufrir, temer, gemir.
Es otra vez el mundo, el afanoso mundo con todos sus tentáculos: la familia, las empresas, es la angustia de la agonía, el temor del último paso.. ¿Y después? ¿Y después?... Las tinieblas acometen, sofocan la luz, braman sus terrores… ¿Dónde ha quedado el Cielo? ¿Por qué llega la muerte? ¿Por qué se debe morir? En la garganta, ya borbotea el alarido: “¡No quiero morir!”.
No, hermanos míos que morís porque es
justo morir la muerte es santa porque la quiere Dios. No, ¡no gritéis así! Ese
grito no proviene de vuestra alma. Es el Adversario que sugestiona vuestra debilidad,
para hacer que lo claméis. Mudad el grito vil y rebelde en un grito de amor y
de confianza: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz”: Ese grito vuelve
a traer la luz y la quietud, como el arco iris después del temporal. Volvéis a
ver el Cielo, las santas razones del morir, o sea el regreso al Padre, y
entonces comprendéis que también el espíritu, o mejor, que el espíritu tiene
derechos más grandes que la carne, porque es eterno y de índole sobrenatural y
que, por eso, tiene primacía sobre la carne; y entonces pronunciáis la palabra
que es la absolución de todos vuestros pecados de rebelión:
“Que no sea hecha mi voluntad, sino la Tuya”.
He
ahí la paz, he ahí la Victoria. El ángel de Dios se estrecha a vosotros y os
conforta porque habéis vencido en la batalla, que es la preparación para hacer
de la muerte un triunfo.
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