Esta súplica fue la que pronunció el ladrón Dimas, cuando estaba en la Cruz a la derecha de Cristo en el Gólgota: "Jesús, acuérdate de mí, cuándo estés en tu Reino", y aquí aparece un alma que pronunció las palabras más extraordinarias de un ser humano: Cuando Cristo estaba en la Cruz agonizando, abandonado allí por muchos, odiado por todo el clan de la Jerarquía judía, empezando por los Escribas, que eran los doctos, los Fariseos que eran las almas más versadas en la tradición judía, y para colmo, condenado por el supremo Sacerdote Caifás, que era la máxima autoridad religiosa.
San Dimas representa pues a todos los que en la hora de la agonía, han seguido los consejos que recomienda Jesús a la hora de la muerte: Se ha visto su humildad cuando le dijo al mal ladrón, que ellos merecían el castigo, pero que Jesús no lo merecía. Siempre me he preguntado como pudo ser que haya reconocido a Dios en Cristo abandonado, aparentemente vencido y desamparado.
¿Cual es el misterio de la Predestinación, que ha permitido a San Dimas reconocer en ese momento a Cristo, como un Dios que posee un Reino eterno, de felicidad y de Justicia? En donde reina con poder, ya que pidió que se acuerde de él cuando esté en su Reino, lo que implica su reconocimiento como Señor y Soberano en el otro mundo, ya que sabía que iban a morir.
El mal ladrón significa todo lo contrario: no reconoce su culpa, y pone en duda la divinidad de Cristo, simboliza a los condenados, que acusan a Dios de sus desgracias, y se presentan con soberbia a la hora de la muerte.
Dice Jesús:
“Acuérdate de mí”.
Habéis aceptado el cáliz de la muerte, habéis perdonado, habéis cedido lo que era vuestro y hasta a vosotros mismos. Habéis mortificado mucho el yo del hombre, habéis liberado mucho el alma de lo que le disgusta a Dios: del espíritu de rebelión, del espíritu de rencor, del espíritu de avidez. Habéis cedido al Señor la vida, la justicia, la propiedad, la pobre vida, la paupérrima justicia, las propiedades humanas tres veces pobres. Como nuevos Job, os presentáis desfallecidos y privados de todo ante Dios. Entonces podéis decir: “Acuérdate de mí”.
Ya
no sois nada. No poseéis ni salud, ni orgullo, ni riquezas. Ni siquiera os
poseéis a vosotros mismos. Sois una oruga que puede convertirse en mariposa o
pudrirse en la cárcel del cuerpo por una última y extrema herida al espíritu.
Sois barro que vuelve a ser barro, o barro que se transforma en estrella, según
prefiráis descender a las cloacas del adversario o ascender al vórtice de Dios.
La última hora decide la vida eterna. Recordárlo. Y gritad: “Acuérdate de mí”.
Dios espera ese grito del pobre Job
para colmarle con los bienes de su Reino. Para un Padre es dulce perdonar,
intervenir, consolar. Solo espera ese grito, para deciros: “Hijo, estoy
contigo. No temas”. Decid esas palabras para reparar todas las veces que os olvidasteis
del Padre o fuisteis soberbios.
REFLEXIÓN PERSONAL
Señor, Tu te acuerdas siempre de mí, aunque yo algunas veces me olvido de Tí, en la hora de mi muerte, recuerdame que te diga esas palabras de Salvación: ¡ACUÉRDATE DE MÍ!
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