III/ “He aquí a tu hijo”.
Tremenda y angustiosa llamada de un hijo a su Padre ante la próxima separación del alma del cuerpo, y ante la inminente comparecencia ante el supremo Juez, que ha de juzgar todas las acciones del individuo, que retorna a la fuente de donde procedió.
Es bueno, recordarle a Dios que somos sus hijos, lo que todo el mundo no puede afirmar, solo lo pueden proclamar los que se han comportado como tal, es decir que han llevado un combate tremendo, y que a pesar de sus numerosas caídas, siempre han mantenido una lucha constante contra los tres poderosos enemigos del alma, y digo poderosos porque esos enemigos los ha tenido ante sus ojos.
El mundo con todos sus atractivos: el dinero, que es la llave para el disfrute material, el hedonismo, y el lujo, que es un cebo que atrae a todos, porque es como un señuelo, que vemos a través de los medios de comunicación, más omnipresentes que nunca, y que nos presenta la felicidad terrena como un fin y una meta, diciéndonos que esta vida es breve y que hay que disfrutarla al máximo, al estar convencidos de ello, muchos nos volvemos soberbios y egoístas, y al disfrutar en el pecado, muchos también odian a Jesús, que prohíbe esas cosas, y aman a Satanás, se hacen pues hijos del Príncipe Negro.
Y aquí aparece el misterio de la predestinación, este mundo es pues una criba, en donde se opera una selección natural, los que prueban el pecado, y que se encuentran a gusto en él y lo prefieren a la Virtud, apagando la voz de su conciencia, puesta por Dios, que clamará hasta la muerte, aunque intenten ahogarla. Y los que una vez probado, lo rechazan y se hacen aptos para recibir la gracia de Dios, porque son humildes y quieren a Jesús, que es modelo perfecto, se hacen pues hijos de Dios.
Dice Jesús:
¡He aquí a tu hijo! Significa ceder lo que se ama, con santo gesto previsor: Significa ceder los afectos y cederse a Dios sin resistencia. Significa no envidiar a quien posee lo que dejamos. Con esa frase podéis confiar a Dios todo lo que más os importa y que abandonáis, y también todo lo que os angustia, y hasta vuestro mismo espíritu.
Podéis recordarle al Padre, que es Padre. Podéis poner en sus manos el espíritu que vuelve a la fuente. Podéis decir: “Héme aquí, Tómame porque me dono a Ti. No cedo porque me obligan las circunstancias, sino porque te amo como un hijo que vuelve a su Padre”. Podéis decir: “He aquí a mis seres queridos.
Te los dono. Estos son mis negocios, esos negocios que algunas veces me hicieron ser injusto, ser envidioso hacia el prójimo, y que me hicieron olvidarme de Tí, porque me parecían de importancia vital para el bienestar de los míos, para mi honor, para la estima que respeto a mí respeto, provocaban a los demás. Quizás fueran así, pero no en la medida en que yo lo creía. También yo creía que solo yo podía tutelarlos. Creí que era necesario para llevarlos a cabo. Ahora veo… que yo solo era un elemento infinitesimal en el perfecto mecanismo de tu Providencia, y que, muchas veces, fui un elemento imperfecto, que malograba el trabajo de tu mecanismo perfecto.
Ahora que cesan las luces y las voces del mundo, y que todo se aleja, veo… siento… ¡Cuán insuficientes eran mis obras, que incompletas, que deterioradas! ¡Cuán opuestas al Bien! Presumí de ser un gran personaje. En cambio, eras Tú. Tu que prevés, que provees, que eres Santo, quien corregía mis trabajos, y los hacía útiles. Tuve esa presunción. A veces también dije que no me amabas, porque no llegaba a realizar lo que yo quería, mientras que otros – a quienes yo, por mí mismo odiaba – lo lograban. Ahora veo. ¡Miserere por mí!
Es el humilde abandono, el pensamiento agradecido hacia la Providencia, como reparación por vuestras presunciones, por vuestra avidez y vuestra envidia, por haber sustituido a Dios por las pobres cosas humanas, por la gula de las riquezas diversas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario