EL ELIXIR DEL REVERENDO PADRE GAUCHER
Alphonse Daudet (1840-1897) |
Comenzamos a publicar aquí los relatos del celebre escritor francés Alphonse Daudet, que escribe cuentos de su Provenza natal, en su "Cartas desde mi molino" (Lettres de mon moulin) conocidos por todos los franceses, y que relatan cuentos muy divertidos y muy bien relatados por este novelista de la época de Napoleón III.
- Bébame esto, vecino; ya me dirá Vd. lo que le parece.
Y gota a gota, con el minucioso cuidado de un orfebre contando sus perlas, el cura de Graveson me sirvió dos dedos de un licor verde, dorado, chispeante, exquisito...se me encandiló el estomago.
- Es el elixir del Padre Gaucher, la alegría y la salud de nuestra Provenza, me dijo el buen hombre con un aire triunfante; se elabora en el convento de los Premostratenses, a dos leguas de su molino... ¿No le parece que es más valioso que todos los licores de los cartujos del mundo?...Y si supiera que graciosa es la historia de ese elixir, pero más bien, escuche....
Entonces, inocentemente, sin ninguna malicia, en este comedor del presbiterio, tan cándido y tan tranquilo, con su Vía-Crucis en cuadritos y sus bonitas cortinas claras y espesas como casullas, el párroco comenzó a relatarme una historieta algo escéptica e irreverente como si fuera un cuento de Erasmo o de d´Assoucy:
-Hace veinte años, los Premostratenses, o más bien los Padres blancos como así les denominan nuestros provenzales, habían caído en una profunda miseria. Tenía que haber visto en ese tiempo su convento, le hubiera causado una pena muy grande.
El gran muro, la torre Pacôme, se desmoronaban. Alrededor del claustro lleno de hierbajos, las columnitas se agrietaban, los santos de piedra se hundían en sus nichos. No había ni una vidriera intacta, ni una puerta que aguantara. En las marquesinas, en las capillas, el viento del Ródano soplaba como en la región de la Camarga, apagando los cirios, rompiendo el plomo de las vidrieras, sacando el agua bendita de las pilas. Pero lo más triste de todo era el campanario del convento, silencioso como un palomar vacío; y los Padres, por falta de dinero para comprarse una campana, ¡tocaban a maitines con palillos de madera de almendro!...
¡Pobres Padres blancos! Aún los estoy viendo, en la procesión del Corpus, desfilando tristemente con sus capas remendadas, pálidos, delgados, alimentados solo con cítricos y sandías, y detrás de ellos, Monseñor el Prior, que venía cabizbajo, avergonzado de tener que sacar a relucir su báculo descolorido y su mitra de lana blanca roída por la polilla. Las señoras de las cofradías lloraban de pena en sus localidades, y los gordos porteadores de estandartes se reían entre ellos a escondidas señalando a los pobres monjes: los estorninos están delgados cuando van en bandadas.
El hecho es que los desafortunados Padres blancos, habían llegado ellos mismos a preguntarse si no hubiera sido mejor echarse a volar por el mundo, e ir a buscarse la vida cada cual por su lado.
Pero, un día que esta seria cuestión estaba debatiéndose en el capítulo, vinieron a anunciarle al prior que el hermano Gaucher pedía ser oído en el consejo...Tiene Vd. que saber para su mejor conocimiento, que ese hermano Gaucher era el vaquero del convento: es decir que se pasaba los días merodeando de arco en arco del claustro, empujando delante de el dos vacas famélicas, que rebuscaban la hierba en las rajas del pavimento. Criado hasta los doce años por una vieja loca del país de Baux, que se apodaba tía Bebón, acogido después por los monjes, el desdichado vaquero solo pudo aprender a apacentar a sus vacas y a rezar su Pater Noster; además solo lo sabía decir en lengua provenzal, porque tenía la cerviz dura y el espíritu como una daga de plomo. Además, era ferviente cristiano, aunque algo visionario, ¡Estaba a gusto con su silicio, y disciplinándose con un robusto convencimiento, y con unos brazos!...
Cuando apareció en la sala capitular, sencillo y rechoncho, saludando a la asamblea con la pierna echada para atrás, el prior, los canónigos, el ecónomo, todo el mundo se echó a reír. Era siempre el efecto que producía cuando hacía su aparición en cualquier sitio, con esa buena cara grisácea, con su barba de cabra y sus ojos algo alocados; por eso el hermano Gaucher no se inmutó lo más mínimo.
Mis reverendos, dijo de un tono bonachón, manoseando su rosario de huesos de aceitunas, tienen mucha razón al decir que son los toneles vacíos los que suenan mejor. Imagínense que a fuerza de ahondar en mi pobre cabeza, ya de por si tan hueca, creo haber encontrado la manera de sacarnos a todos de tanta miseria.
“He aquí como. ¿Se acuerdan Vds. de tía Bebón esa buena mujer que me guardaba cuando era joven? (¡Dios se apiade de su alma, la vieja coruja! cantaba canciones bien feas después de beber.) Como les estaba diciendo pues, reverendos Padres, tía Bebón, cuando vivía, conocía las hierbas del monte tanto e incluso mejor, que un viejo mirlo de Córcega. Miren Vds., hacia el final de su vida, había creado un elixir incomparable, mezclando cinco o seis clases de hierbas que íbamos a recoger juntos en las Alpillas.
Han pasado ya muchos años; pero yo creo que con la ayuda de San Agustín, y con el permiso de nuestro padre Prior, podría-rebuscando atentamente-volver a encontrar la composición de ese misterioso elixir. Entonces solo tendríamos que embotellarlo y venderlo bastante caro, lo que permitiría a la comunidad enriquecerse tranquilamente, como así lo han echo nuestros queridos hermanos trapenses y los de la Gran...”
No le dio tiempo a terminar. El prior se levantó para abrazarle. Los canónigos le cogían la mano. El ecónomo, aún más emocionado que los demás le besaba con respeto el borde raído de su capucha... Luego todos volvieron a su asiento para deliberar; y, en ese acto, el capítulo decidió confiar el ganado al hermano Thrasybule, para que el hermano Gaucher pudiese entregarse por entero a la preparación de su elixir.
¿Como consiguió el buen hermano volver a encontrar la receta de tía Bebón? ¿Cuantos esfuerzos tuvo que hacer? ¿Cantas vigilias le costaron? La historia no lo cuenta. Lo único seguro es que al cabo de seis meses, el elixir de los Padres blancos ya era muy popular. En todo el Condado, en todo el país de Arles, no había ni una masía, ni una granja, que no tenía en el fondo de su despensa, entre las botellas de vino cocido y los tarros de aceitunas aderezadas a la picholine, un pequeño frasco de barro oscuro, etiquetado con las armas de Provenza, con un monje en éxtasis en una etiqueta de plata. Gracias al auge de su elixir, el convento de los Premostratenses se enriqueció muy rápidamente. La torre Pacôme se volvió a levantar. El Prior tuvo una mitra nueva, la iglesia hermosas vidrieras labradas; y, entre el fino encaje del campanario, todo un regimiento de campanas y de campanillas se oyó una mañana de Pascua tintineando y carilloneando doblando a rebato.
En cuanto al hermano Gaucher, ese pobre hermano lego cuyas rusticidades tanto alegraban el capítulo, no se volvió nunca más a hablar de ello. A partir de ese momento, solo se conoció al reverendo Padre Gaucher, hombre sensato y de gran saber, que vivía completamente apartado de los quehaceres tan pequeños y tan variados del claustro, y estaba encerrado todo el día en su destilaría, mientras que treinta monjes batían el monte, para buscarle las hierbas aromáticas... Esa destilaría, en donde nadie, ni el mismo Prior, podían entrar, era una antigua capilla abandonada, en el extremo del jardín de los canónigos. La sencillez de los buenos padres había hecho de ello algo misterioso y formidable; y, si por ventura, un joven monje atrevido y curioso, agarrándose a las parras trepadoras, llegaba hasta el rosetón del portón, volvía a bajar deprisa al ver al Padre Gaucher, con su barba de necromante, inclinado sobre sus hornillas, el pesa-licor en las manos; luego, todo alrededor, las trompas de gres rosa, los alambiques gigantes, los serpentines de cristal, todo lleno de trastos raros que relucían embrujados con la luz roja de las vidrieras...
Al final del día, cuando tocaba el último Ángelus, la puerta de ese lugar misterioso se abría discretamente, y el reverendo se dirigía a la iglesia para el oficio de la noche. ¡Había que ver que acogida tenía cuando atravesaba el monasterio! Los hermanos le abrían paso. Decían:
- ¡Silencio!... ¡es el guardián del secreto!...
El ecónomo le seguía y le hablaba cabizbajo....En medio de esos halagos, el padre se iba secándose la frente, su tricornio con las alas anchas colocado hacia atrás como una aureola, mirando alrededor suyo, satisfecho, los grandes patios plantados de naranjos, los tejados azules en donde giraban las veletas nuevas, y, en el claustro deslumbrante de blancura- entre las columnitas elegantes y floridas- , los canónigos vestidos de estreno desfilando por parejas con el rostro sereno.
- ¡Todo eso me lo deben a mí! pensaba el reverendo para sí; y cada vez ese pensamiento le hacía subir bocanadas de orgullo.
El pobre hombre fue por ello bien castigado. Ahora veréis como...
Imagínese que una tarde, durante el oficio, llegó a la iglesia en un estado de agitación extraordinario: todo colorado, jadeando, la capucha atravesada, y tan nervioso que al tomar el agua bendita remojó sus mangas hasta el codo. Primero se pensó que era debido a la emoción por su tardanza; pero cuando se le vio hacer grandes reverencias al órgano y a las tribunas en vez de los saludos hacia el altar mayor, atravesar la iglesia como un vendaval, deambular por el coro mas de cinco minutos para encontrar su sitial, y luego sentado, inclinarse a derecha e izquierda con una sonrisa beata, un murmullo de asombro recorrió las tres naves. Se hablaba en voz baja de breviario en breviario:
- ¿Que le pasa a nuestro Padre Gaucher?... ¿Que le pasa a nuestro Padre Gaucher?
Por dos veces el prior, impaciente, dejó caer su báculo en las losas para imponer silencio...Allá en el fondo del coro, los salmos seguían oyéndose, pero los responsos decaían...
De pronto, en medio del Ave vérum, tenemos a nuestro Padre Gaucher que se cae de su sitial y clama con una voz deslumbrante:
En Paris hay un Padre Blanco,
Patatín, patatán, tarabín, tarabánco...
Consternación general. Todo el mundo se levanta. Gritan:
- ¡Llévenselo...está endemoniado!
Los canónigos se santiguan, El báculo de Monseñor se agita...Pero el Padre Gaucher no ve nada, no oye nada; y dos monjes fornidos tienen que llevárselo por la puerta pequeña del coro, agitándose como un exorcizado y siguiendo cada vez más con sus patatín y sus tarabánco.
Al día siguiente, al amanecer, el desgraciado estaba de rodillas en el oratorio del prior, y diciendo su culpa entre un río de lágrimas:
-Es la culpa del elixir, Monseñor, es el elixir que me ha sorprendido, decía golpeándose el pecho. Y al verlo tan compungido, tan arrepentido, el bueno del prior estaba el mismo emocionado
-Vamos, vamos Padre Gaucher, cálmese, todo esto desaparecerá como el rocío bajo el sol...después de todo, el escándalo no ha sido tan grande como Vd. cree. Claro que estuvo esa canción que era un poco...¡hum! ¡hum!...En fin, esperemos que los novicios no la hayan oído...Ahora, veamos, dígame con cuidado como ocurrió el asunto...Fue al probar el elixir, no es cierto? Se le fue la mano...Si, si, lo entiendo es como el hermano Schwartz, el inventor de la pólvora: Vd. ha sido la víctima de su invento...Y dígame, mi querido amigo, ¿Es acaso necesario que tenga que probar personalmente ese terrible elixir?
-Desgraciadamente, sí, Monseñor...la probeta me indica bien la fuerza y el grado del alcohol, pero para el acabado, el aterciopelado, solo me fío de mi lengua...
-¿Ah! muy bien...Pero escúcheme que os diga...Cuando Vd. prueba el elixir por pura necesidad, ¿Le parece a Vd. bueno? ¿Encuentra Vd. placer en ello?
-¡Por desgracia si, Monseñor, dijo el desdichado Padre poniéndose colorado...Hace dos tardes que le encuentro un “bouquet”, un aroma!...Es sin duda alguna el demonio que me ha hecho esa jugada...Por esa razón, he decidido de ahora en adelante usar solo la probeta. Me da igual que el licor carezca de finura, y que no se vuelva ya de color perla...
-No se le ocurra, interrumpió con viveza el prior. No hay que exponerse a desagradar a la clientela...Todo lo que tiene que hacer de ahora en adelante, ya que está sobre aviso, es tener cuidado ...¿Veamos, que le hace falta para catar...Quince o veinte gotas, no es cierto?...Pongamos veinte gotas...El demonio tendrá que hilar muy fino para que os pille con veinte gotas...Además para prevenir cualquier incidente, os dispenso de ahora en adelante de ir a la iglesia. Diréis el oficio de la tarde en la destilaría...Y ahora váyase en paz, mi Reverendo, y sobre todo...cuente muy bien sus gotas...
Pero ¡Ay!, el pobre Reverendo aún contando sus gotas...estaba agarrado por el demonio, que ya no lo soltó.
¡Es la destilaría que oyó los singulares oficios!
Por el día, aún, todo iba bien. El Padre se encontraba bastante calma: preparaba sus hornillos, sus alambiques, ordenaba sus hierbas con esmero, todas las hierbas de Provenza, finas, grises, con labores de encaje, abrasadas de perfumes y de sol...Pero por la tarde, cuando las hierbas estaban destiladas y el elixir se enfriaba en las grandes tinajas de cobre rojo, empezaba el martirio del pobre hombre.
-...¡Diecisiete...diez y ocho...diez y nueve...veinte!...
Las gotas caían del recipiente al vaso bermejo. Esas veinte, el Padre las tragaba de un sorbo, casi sin placer. Solo la veinte y unava le llamaba la atención. ¡Oh! ¡Esa veinte y unava gota! Entonces para escapar de la tentación, iba a arrodillarse en la otra punta del laboratorio y se hundía en sus paternóstres. Pero del licor aún caliente salía un tufillo cargado de aromas, que venía a merodear alrededor de él, y muy a pesar suyo lo volvía a traer a las tinajas...el licor era de un bonito verde dorado...volcado encima, las narices abiertas, el padre lo mezclaba despacio, con su agitador, y en las escamas centelleantes que agitaba el río de esmeralda, le parecía ver los ojos de tía Bebón que reían y chispeaban mirándole...
-¡Vamos! ¡Solo una gota más!
Y gota a gota, el desdichado acababa por tener su copa llena hasta arriba. Entonces, agotado, se hundía en un gran sillón, y, el cuerpo relajado, los párpados medio cerrados, degustaba su pecado a sorbos, diciéndose en voz baja con un delicioso remordimiento:
-¡Ah! me estoy condenando...me estoy condenando!...
Lo peor de todo, es que en ese elixir diabólico, volvía a encontrar por no se sabe que hechizo, todas las feas canciones de la tía Bebón: Son tres pequeñas comadres que deciden hacer un banquete...,o: La pastorcita de Maese Andrés se va al bosque solita...y siempre la ya famosa de los Padres blancos: Patatín, patatán.
Imagínese la confusión por la mañana, cuando sus vecinos de celda le decían con malicia:
¡Ea! ¡ea! Padre Gaucher, tenía Vd. cigarras en la cabeza, ayer noche al acostarse.
Entonces venían las lágrimas, las desesperaciones, y el ayuno, el cilicio y la disciplina. Pero no se podía hacer nada contra el demonio del elixir; y todas las tardes a la misma hora, la posesión volvía a empezar otra vez.
Mientras tanto los encargos llovían en la abadía, lo que parecía una bendición. Los había que venían de Nîmes, de Aix, de Avignon, de Marsella...cada vez más el convento se parecía a una bodega. Había hermanos empaquetadores, hermanos con pegatinas, otros para la facturación, otros para el transporte: el servicio divino perdía es verdad por aquí y por allá algunos tintineos de campana; pero las pobres gentes del país no perdían nada, puede creerme...
Pero un hermoso domingo por la mañana, mientras que el ecónomo leía en medio del capítulo su inventario de fin de año, y que los buenos de canónigos le escuchaban con brillo en los ojos y la sonrisa en los labios, he aquí que el Padre Gaucher irrumpe en medio de la asamblea gritando:
-Se acabó...ya no lo hago más...devolvedme mis vacas.
-¿Pero que le pasa, Padre Gaucher? Preguntó el Prior, que ya se suponía por donde iban los tiros.
-¿Que qué me pasa, Monseñor?...pasa que estoy preparándome una bonita eternidad de llamas y de pinchazos de tridente...pasa que bebo, que bebo como un desgraciado...
-Pero le había dicho que contara sus gotas.
-¡Ah! ¡Claro que sí, contar mis gotas! Es por tazones que tendría que contar ahora...Si, Reverendos míos, hasta ahí he llegado. Tres tazones cada tarde...ya entienden que esto no puede seguir así...por eso, mandad hacer el elixir por quien quieran...¡Que el fuego de Dios me alcance si aún me enredo en ello!
Son los capitulares que ya no se reían.
-¡Pero desgraciado, nos va Vd. a arruinar! Gritaba el ecónomo agitando su gran libro
-Entonces, ¿Prefiere Vd. que me condene?
Entonces es cuando el Prior se levantó.
-Mis Reverendos, dijo extendiendo su hermosa mano blanca en donde brillaba el anillo pastoral, hay un medio para arreglarlo todo...¿Es por la noche, no es así mi querido hijo, que os tienta el demonio?...
-Sí, así es señor Prior, de una manera regular todas las noches... por esa razón, ahora cuando veo que se acerca la noche, tengo, mejorando lo presente, unos sudores fríos, como el burro de Capitou cuando veía acercarse el fardo.
-Muy bien, tranquilícese...De ahora en adelante, todas las tardes en el Oficio, recitaremos a su intención la oración de San Agustín, a la cual se le atribuye una indulgencia plenaria...Con esto pase lo que le pase, Vd. se encontrará amparado...Es la absolución durante el pecado.
-¡Oh, muy bien! Entonces, muchas gracias Señor Prior! Y, sin pedir nada más, el Padre Gaucher volvió a sus alambiques, más ligero que una alondra.
Efectivamente, a partir de ese momento, el oficiante al final de las completas, no dejaba nunca de decir:
-Oremos por nuestro pobre padre Gaucher, que sacrifica su alma a los intereses de la comunidad...Oremus Domine...
Y mientras que en todas esas capuchas blancas, inclinadas en la sombra de las naves, la oración aleteaba temblando como una pequeña brisa en la nieve, allá, en la otra punta del convento, detrás de los ventanales incandescentes de la destilería, se oía al Padre Gaucher que cantaba con fuerza:
En París hay un Padre Blanco,
Patatín, patatán, tarabín, tarabánco;
En París hay un Padre blanco
Que hace bailar a las monjitas.
Trin, trin, trin, en un jardín.
Que hace bailar a...
...Aquí el bueno del señor cura se detuvo lleno de espanto-
¡Misericordia! ¡Si mis feligreses me oyeran!
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