LA MULA DEL PAPA
De todos los dichos, proverbios o adagios, propios de nuestros aldeanos provenzales, no conozco ninguno más pintoresco ni singular que este. A quince leguas alrededor de mi molino, cuando se habla de un hombre rencoroso, vengativo, se dice: “¡Cuidado con este hombre!...es como la mula del Papa, que guarda su coz durante siete años.”
He buscado afanosamente de donde podía venir ese dicho, quien era esa mula papal y esa coz guardada durante siete años. Nadie aquí pudo aclararme ese asunto, ni siquiera Francet Mamaï, mi flautista, a pesar de que conoce las leyendas provenzales al pié de la letra. Francet cree, como yo, que esto esconde alguna crónica del país de Avignon; pero solo oyó hablar de ella a través de ese dicho…
-Solo encontraréis la respuesta en la librería de las cigarras, me dijo el viejo flautista riendo.
La idea me pareció acertada, y, ya que la biblioteca de las cigarras está al lado de mi puerta, fui a encerrarme en ella durante ocho días.
Es una maravillosa biblioteca, dispuesta de una manera admirable, abierta a todos los poetas, día y noche, y atendida por pequeños bibliotecarios con címbalos que tocaban su música a todas horas. He pasado ahí unas jornadas deliciosas, y, después de una semana de investigaciones, acabé por descubrir lo que estaba buscando, es decir la historia de la mula y de esa famosa coz guardada durante siete años. El cuento es bonito pero un poco ingenuo, y trataré de contarlo, como lo leí ayer por la mañana en un manuscrito de color del tiempo, que olía a lavanda seca y tenía a grandes devotos de la Virgen María como firmantes.
Quien no ha visto a Avignon en la época papal, no ha visto nada. Nunca hubo una ciudad semejante por la alegría, la vida, la animación, el trajín de las fiestas. Era de la mañana hasta la tarde, procesiones, peregrinaciones, las calles llenas de flores, forradas de madera, llegadas de cardenales por el río Ródano, con los estandartes ondeantes, galeras engalanadas, los soldados del papa, que cantaban en latín en las plazas, las carracas de los hermanos mendicantes; luego, de arriba abajo, las casas que se apretujaban zumbando alrededor del palacio papal, como abejas alrededor de su colmena, era además, el tic-tac de las labores de encaje, el vaivén de los husillos tejiendo el oro de las casullas, los pequeños martillos de los cinceladores de vinajeras, las mesas armónicas que se afinaban en casa de los músicos, los cánticos de las tejedoras; por encima de todo, el toque de las campanas, y siempre algunos tamborileros que se oían tocar, allá, del lado del puente.
Porque nosotros, cuando somos felices, tenemos que bailar, tenemos que bailar; y como en esa época, las calles de la ciudad eran demasiado estrechas para ese menester, los flautistas y los tamborileros se colocaban en el puente de Avignon, bajo el viento fresco del Ródano, y día y noche, se bailaba, se bailaba… ¡Ah! ¡Que tiempo tan feliz! ¡Que feliz ciudad! Alabardas que no cortaban; cárceles de estado en donde se ponía el vino al fresco. No se conocía la hambruna; nunca había guerras… Así es como los Papas del condado sabían gobernar a su pueblo; y ¡He aquí porqué su pueblo los ha echado tanto de menos!...
Había sobre todo uno, un buen anciano, que llamaban Bonifacio… ¡Oh!, ese Papa, ¡Cuantas lágrimas se derramaron en Avignon cuando murió! ¡Era un príncipe tan amable, tan comprensivo! Como os sonreía de lo alto de su mula. Y cuando os cruzabais con él – aunque fuerais un pequeño artesano o el gran magistrado de la ciudad - , ¡Os daba su bendición con tanta cortesía! Un verdadero Papa de la ciudad de Yvetot, pero de un Yvetot de Provenza, tenía esa finura en su sonrisa, con una brizna de mejorana en su sombrero, y sin el más pequeño antojo… el único antojo que se le había reconocido a ese buen padre, era su viña – una pequeña viña que había plantado él mismo, a tres leguas de Avignon, en los mirtos de Château-Neuf.
Cada domingo, al salir de vísperas, ese hombre tan digno iba a admirarla; y cuando estaba allí arriba, sentado, tomando el sol tan ameno, con su mula al lado de él y sus cardenales alrededor, echados cerca de las cepas, entonces mandaba descorchar una botella del vino de su viña – ese hermoso vino, de color rubí que se llama desde entonces el Château-Neuf de los papas -, y lo degustaba a sorbos, contemplando su viña enternecido. Luego, la botella vacía, al caer la tarde, se volvía a la ciudad con alegría, seguido de todo su séquito; y, cuando cruzaba el puente de Avignon, en medio de los tambores y de los bailes, su mula, animada por la música, cogía la carrerilla de ambulo, saltando, mientras que él mismo, marcaba el ritmo del baile con su birrete, lo que escandalizaba mucho a sus cardenales, pero que animaba a su pueblo a decir: “¡Ah! Que buen príncipe! ¡Ah! ¡Que buen Papa!”
Después de su viña de Château-Neuf, lo que el Papa quería más en el mundo, era su mula. El buen hombre estaba loco por ese animal. Todas las tardes antes de acostarse, iba a visitar sus cuadras para ver si estaban bien cerradas, si no faltaba nada en su pesebre, y nunca se hubiera levantado de su mesa sin ver como preparaban un gran tazón de vino a la francesa, muy azucarado y con hierbas aromáticas, que llevaba el mismo, a pesar de las observaciones de sus cardenales… Hay que confesar que el animal merecía esos cuidados. Era una bonita mula negra con manchas rojizas, con el paso seguro, el pelo reluciente, la grupa ancha y firme, llevando con gallardía su cabecita llena de pompones, de nudos, de cascabeles de plata, de perifollos; con todo eso, era de una mansedumbre angelical, con el ojo inocente y dos grandes orejas siempre en movimiento, que le daban un aire de gran mansedumbre…
Todo Avignon la respetaba, y, cuando iba por las calles, todos la mimaban; porque todo el mundo sabía que era la mejor manera de ganar la confianza del pontífice y de ser respetado en la corte, ya que con su aire inocente, la mula del Papa había llevado a más de uno a la fortuna, prueba de ello, el Sr. Tistet Védène y su prodigiosa aventura.
Ese Tistet Védène era, en sus comienzos, un desvergonzado mocoso, al cual, su padre Guy Védène, orfebre, había tenido que echar de su casa porque no quería trabajar y les quitaba la gana a los aprendices. Durante seis meses, se le había visto arrastrarse por todos los riachuelos de Avignon, pero sobre todo por los cercanos al palacio papal; porqué el pillín tenía sus ideas acerca de la mula del Papa, y vais a ver que era un asunto de lo más sibilino… Un día que Su Santidad se paseaba sola bajo las murallas, con su animal, ha aquí que Tistet lo aborda, y le dice juntando las manos en señal de admiración:
-¡Ah Dios mío! grandísimo Santo Padre, ¡Que hermosa mula tiene Vd. ahí!... Dejarme que la pueda contemplar… ¡Ah! mi querido Papa, ¡Que bonita mula!... El emperador de Alemania no tiene otra igual.
Y la acariciaba, y le hablaba con dulzura como a una señorita:
-Ven aquí, alhaja mía, tesoro mío, mi perla fina…
Y el bueno del Papa, lleno de emoción, se decía para sus adentros:
-¡Que buen muchachito!... ¡Como quiere a mi mula!
Pero al día siguiente, ¿Sabéis lo que ocurrió? Tristet Védène cambió su vieja chaqueta amarilla por una hermosa alba de encaje, un capirote de seda violeta, zapatos con hebillas, y entró al servicio del Papa, en donde solo habían entrado hijos de nobles y sobrinos de cardenales… ¡A eso conduce la intriga!... Pero Tistet no se detuvo ahí.
Cuando estuvo al servicio del Papa, el muy gracioso, siguió con el juego que le había salido tan bien. Insolente con todos, solo tenía atenciones y cariños para la mula, y siempre se le encontraba en todos los patios del palacio con un puñado de avena o un ramo de hinojo, sacudiendo gentilmente los racimos rosados, mirando hacia el balcón del Santo Padre, como diciendo: “¡Ejém!.. ¿Para quién es esto?...” Tanto y tanto, que al final el bueno del Papa, que se sentía envejecer, llegó a dejarle a su cargo el cuidado de las cuadras y permitió que le llevara a su mula, su tazón de vino a la francesa: lo que no hacía reír a los cardenales.
Ni tampoco a la mula, que ya no se reía…Ahora, a la hora de su vino, veía llegar siempre cinco o seis pequeños monaguillos, que se revolcaban enseguida de la paja, con sus capirotes y sus encajes; luego, al rato, un agradable olor caliente de caramelo y de aromas se expandía por toda la cuadra, y, aparecía Tistet Védène llevando con precaución el tazón de vino a la francesa. Entonces comenzaba el suplicio del pobre animal.
Ese vino tan perfumado que le sentaba tan bien, que le calentaba el cuerpo, que le daba alas, tenían la crueldad de traérselo, ahí en su pesebre, para que lo aspirara; luego, cuando se le llenaban las narices, ¡Adiós, hasta la vista! El hermoso licor de llama rosada se iba todo a las gargantas de esos mocosos… Pero si solo fuera robarle su vino; lo peor era que todos esos pequeños monaguillos ¡Eran como demonios, cuando estaban bebidos!... El uno le tiraba de las orejas, el otro del rabo; Quiquet se subía a su lomo, Béluguet le probaba su gorro, y ni uno de esos golfillos se daba cuenta, de que de un riñonazo o de una coz, el buen animal los podía haber enviado a todos, a la estrella polar o aún más lejos… Pero ¡Ni pensarlo! Por algo se es la mula del Papa, la mula de las bendiciones y de las indulgencias… Los chiquillos podían desahogarse, pero no se incomodaba; y solo sentía resentimiento hacia Tistet Védène… Ese si, cuando notaba que estaba detrás de ella, su pezuña le escocía y de verdad, tenía muchísima razón. ¡Ese sinvergüenza de Tistet, le hacía cada pasada! ¡Tenía intenciones tan crueles después de beber!..
No es acaso verdad, que un día, ¡Se le ocurrió subirse con ella, al torreón del castillo, arriba, arriba del todo, en la otra punta del palacio!... Y lo que os relato, no es ningún cuento, lo han visto doscientos mil provenzales. Imaginaros el terror de esa desgraciada mula, cuando, después de haber girado una hora a ciegas por una escalera de caracol, y subido no se cuantos escalones, se encontró de repente en un rellano deslumbrante de claridad, y que, a más de mil pies debajo de ella, descubrió un Avignon fantástico, las casetas del mercado no más grandes que avellanas, los soldados del papa en sus cuarteles, que parecían hormigas rojas, y allá, cruzando un hilo de plata, un puentecito microscópico en donde bailaban y bailaban… ¡Ah!, ¡Pobre animal! ¡Que pánico! Del grito que profirió, temblaron todos los cristales del palacio.
-¿Qué está pasando? ¿Qué le han hecho? Clamó el bueno del Papa precipitándose a su balcón.
Tistet Védène estaba ahí en el patio, haciendo como si llorara y como si se arrancara los pelos:
-¡Ah! grandísimo Santo Padre, ¡que es lo que pasa! Pasa que su mula… ¡Dios mío! ¿Qué va a ser se nosotros? Pasa que su mula se subió al torreón…
¿¿¿ Sola???
-Sí, grandísimo Santo Padre, sola… ¡Mirad! Mirad hacia arriba… ¿No veis la punta de sus orejas que asoman?... parecen dos golondrinas…
-¡Misericordia!, Dijo el pobre Papa levantando los ojos… ¡Pero se ha vuelto loca! Pero se va a matar… ¿Quieres bajar de una vez, desgraciada?...
¡Carajo!, claro que hubiera querido bajar… ¿Pero por donde? Por la escalera era imposible; subir esos peldaños, aún si que se podía; pero bajarlos, se hubiera roto más de cien veces las piernas… Y la pobre mula se desesperaba y, mientras, andaba por el rellano de la torre, con sus ojazos llenos de vértigo, se acordaba de Tistet Védène:
-¡Ah! granuja, si salgo de esta… ¡Que patada, mañana por la mañana!
Esa idea de la patada, la colmaba de ánimo, sin eso no hubiera podido aguantar… Por fin, se consiguió bajarla de ahí arriba; pero fue una verdadera odisea. Tuvieron que bajarla con un gato, cuerdas, una camilla. Ya me diréis que humillación para la mula de un Papa, el verse colgada a esa altura, meneando las patas en el vacío como un escarabajo en la punta de un hilo. Y con todo Avignon observándola.
El desgraciado animal se quedó toda la noche sin dormir. Le parecía que estaba aún dando vueltas en ese maldito rellano de la torre, con la gente riéndose ahí abajo, luego, se acordaba del infame Tistet Védène y de la hermosa patada que le iba a prodigar a la mañana siguiente. ¡Ah!, amigos míos, ¡Que patadon! Se vería el humo desde el pueblo de Pampérigouste… Pero, mientras que se le preparaba su aposento en la cuadra, ¿A que no sabéis lo que estaba haciendo Tistet Védène? Bajaba por el río Ródano en una galera papal, cantando, dirigiéndose a la corte de Nápoles, con el grupo de jóvenes nobles, que la ciudad mandaba todos los años a la reina Juana, para ejercitarse en la diplomacia y los buenos modales. Tistet no era noble; pero el Papa lo quería recompensar por las atenciones que había tenido con su animal, y sobre todo por los cuidados que había prodigado en la jornada del rescate.
¡Fue la mula la que estuvo decepcionada al día siguiente!
-¡Ah! ¡El bandido! Se ha olido algo!... , pensaba, sacudiendo sus cascabeles con furia… ; pero me da igual, ¡Vete, malvado! ¡Te la guardo hasta tu vuelta, esa patada… te la guardo!
Y se la guardó.
Después de que Tistet se marchara, la mula del Papa volvió a encontrar su tren de vida tranquilo y sus modales de antaño. Ya no estaban Quinquet, ni Beluguet en la cuadra. Habían vuelto los buenos tiempos del vino a la francesa, y con ellos el buen humor, las largas siestas, y el trote ligero cuando cruzaba el puente de Avignon. Sin embargo, después de su desventura, se la notaba siempre algo rara en la ciudad. Se oía murmurar a su paso; los viejos meneaban la cabeza, los niños reían señalando la campanilla. El mismo bueno del Papa, ya no confiaba tanto en su amiga, y, cuando se adormilaba en sus lomos, el domingo, al volver de la viña, siempre le venía a la mente el mismo pensamiento: “¡Y si me fuera a despertar ahí arriba en el rellano de la torre!”. La mula se daba cuenta de ello, y por eso, sin decírselo a nadie, estaba desanimada; pero cuando pronunciaban el nombre de Tistet Védène delante de ella, sus grandes orejas temblaban, y con una sonrisa, afilaba sus pezuñas en los adoquines…
Siete años transcurrieron así, pero al cabo de esos siete años, Tistet Védène volvió de la corte de Nápoles. Aún no había terminado ahí su estancia, pero se enteró de que el primer especiero del Papa acababa de morir en Avignon, y, como la colocación le agradaba, había vuelto con mucha prisa, para colocarse en la lista de pretendientes.
Cuando ese intrigante de Védène entró en el salón del palacio, el Santo Padre no llegó a reconocerlo, porqué había crecido y engordado. Hay que decir también que el bueno del Papa había también envejecido, y que no veía muy bien sin sus anteojos.
Tistet no se amedentró.
-¿Cómo puede ser, grandísimo Santo Padre, ya no me reconocéis?... ¡Soy yo, Tistet Védène!...
-¿Védène?...
-Pero si, acordaos… el que llevaba el vino francés a su mula.
-¡Ah! si…si… ya me acuerdo… ¡Un gentil muchachito, ese Tistet Védène!... ¿Y ahora, que es lo que quiere de nosotros?
-¡Oh! muy poca cosa, grandísimo Santo Padre… Venía a solicitarle… Pero a propósito, ¿Aún tiene Vd. a su mula? ¿Cómo está?... ¡Ah!, ¡Me alegro!... Venía a pedirle mi nombramiento para primer especiero, ya que el anterior acaba de morir.
-¡Primer especiero, tú!... Pero si eres demasiado joven. ¿Vamos a ver, que edad tienes?
-Veinte años y dos meses, ilustre pontífice, exactamente cinco años más que su mula… ¡Ah!... Dios mío, ¡Que animal tan bueno!... ¡Si supiera Vd. como la quería a esa mula!... ¡Cuanto la eché de menos en Italia!... ¿Me dejaréis verla?
-Si, hijo mío, te prometo que la verás, dijo el bueno del Santo Padre, lleno de emoción… Y como quieres tanto a ese bueno de animal, no quiero que estés lejos de el. Desde hoy, te pongo a mi servicio en calidad de primer especiero… Mis cardenales protestarán, pero me da igual, estoy ya acostumbrado… Ven a verme mañana, cuando salga de vísperas, te entregaremos las señales de tu cargo en presencia de nuestro capítulo, y luego… te llevaré a ver a la mula, y vendrás a visitar la viña con nosotros dos… ¡Jé! ¡je! Vamos, ve con Dios…
Si Tristet Védène estaba contento al salir del gran salón, ya se imaginan Vds. con que impaciencia esperaba la ceremonia del día siguiente. Sin embargo, había alguien en el palacio, que estaba aún más contento e impaciente que él: era la mula. Desde la vuelta de Védène, hasta las vísperas del día siguiente, el terrible animal no paró de atiborrarse de avena y de golpear la pared con sus pezuñas traseras. Ella también se preparaba para la ceremonia…
Así pues, al día siguiente, después de Vísperas, Tistet Védène hizo su entrada en el patio del palacio papal. Todo el alto clero estaba allí: los cardenales con su hábito rojo, el abogado del diablo vestido de terciopelo negro, los monjes del convento con sus pequeñas mitras, los notarios eclesiales de Saint-Agrico, los capas violetas de los prelados, el bajo clero también, los soldados del Papa en uniforme de gala, las tres cofradías de penitentes, los eremitas del monte Ventoux, con sus rostros feroces, y el pequeño monaguillo que iba detrás agitando la campanilla, los hermanos flagelantes, desnudos hasta la cintura, los monaguillos floreados con hábitos de jueces, todos, todos, hasta los dispensadores de agua bendita, y el que alumbra, y el que apaga… No faltaba nadie… ¡Ah! ¡Esa si que era una magnífica ceremonia! Campanadas, petardos, sol, mucha música y siempre esos infatigables tamborileros que conducían el baile, allá sobre el puente de Avignon…
Cuando Védène apareció en medio de la asamblea, su presencia y su hermoso rostro hicieron correr un murmullo de admiración. Era un magnífico provenzal, pero rubio, con hermoso cabello rizado en las puntas y con una barbilla locuela, que parecía espolvoreada de polvo de metal caído del cincel de su padre, el orfebre. Los rumores decían que, en esa barba rubia los dedos de la reina Juana se habían paseado alguna vez, y el sire Védène parecía tener el aspecto glorioso y la mirada algo distraída, común a los que las reinas han amado… Ese día para honrar a su nación, había sustituido su vestimenta napolitana por una chaqueta bordada de color rosa a la moda provenzal, y en su gorro, temblaba una gran pluma de íbice de la Camarga.
Haciendo su entrada, el primer especiero saludó galantemente y se dirigió hacia la elevada estrada, en donde le esperaba el Papa para hacerle entrega de sus atributos: la cuchara de madera de boje y el vestido color azafrán. La mula estaba debajo de la estrada, toda jaezada y lista para dirigirse a la viña… Cuando se acercó a ella, Tistet Védène tuvo una bonita sonrisa y se detuvo para darle dos o tres palmaditas cariñosas en la grupa, mirando de reojo para ver si el Papa lo veía. La postura era la adecuada… la mula cogió carrerilla:
-¡Toma, trágate esta, sinvergüenza! ¡Hace siete años que te estoy esperando!
Y le arreó una patada tan terrible, tan terrible que se vio la humareda desde Pampérigouste, ¡Un torbellino de humo rubio en donde revoloteaba una pluma de íbice; eso era todo lo que quedaba del desgraciado de Tistet Védène!...
Las patadas de las mulas no son nunca tan fulminantes; pero esa era una mula papal. Y luego, ¡imaginaros!, se la estaba guardando desde hacía siete años… no existe otro ejemplo tan claro de rencor eclesiástico.
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