MENSAJE DE LA VIRGEN MARÍA

DIJO LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA:

“QUIERO QUE ASÍ COMO MI NOMBRE ES CONOCIDO POR TODO EL MUNDO, ASÍ TAMBIÉN CONOZCAN LA LLAMA DE AMOR DE MI CORAZÓN INMACULADO QUE NO PUEDO POR MÁS TIEMPO CONTENER EN MÍ, QUE SE DERRAMA CON FUERZA INVENCIBLE HACIA VOSOTROS. CON LA LLAMA DE MI CORAZÓN CEGARÉ A SATANÁS. LA LLAMA DE AMOR, EN UNIÓN CON VOSOTROS, VA A ABRASAR EL PECADO".

DIJO SAN JUAN DE LA CRUZ:

"Más quiere Dios de ti el menor grado de pureza de Conciencia que todas esas obras que quieres hacer"


A un compañero que le reprochaba su Penitencia:

"Si en algún tiempo, hermano mío, alguno sea Prelado o no, le persuadiere de Doctrina de anchura y más alivio, no lo crea ni le abrace, aunque se lo confirme con milagros, sino Penitencia y más Penitencia, y desasimiento de todas las cosas, y jamás, si quiere seguir a Cristo, lo busque sin la Cruz".

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lunes, 26 de abril de 2021

EMOCIONANTES PALABRAS DE JESÚS, QUE LLORA PORQUE SE SIENTE INCOMPRENDIDO



LA ROSA DE JERICÓ LA PLANTA QUE RESUCITA



       Discusión y malhumor de los Apóstoles que se encuentran perdidos en un barrizal, palabras amargas contra Jesús, paciencia infinita del Maestro, que en su humildad, guarda silencio.

        Encuentro con un individuo que odia a Jesús, al cual se ofrece como víctima. Refugio en una gruta en donde Jesús queda toda la noche despierto mientras los Apóstoles duermen, ocupándose de calentarlos con una hoguera y llevándoles paja caliente. Recuerdos de la gruta de Belén.


         Discurso de Jesús con sus discípulos, en donde se puede apreciar la insondable profundidad del abismo de su amor hacia los hombres. 

            Encuentro en el camino a una mujer tirada en el suelo, la Rosa de Jericó, con el vestido de leprosa, enferma y desechada, y que tenía una enfermedad venérea provocada por su lujurioso marido que la había repudiado, Jesús le pide el perdón hacia él.

      Ejemplos asombrosos de sublima Paciencia, Bondad y Caridad de Jesús-Dios para enemigos y discípulos.




JESÚS MANSO Y HUMILDE DE CORAZÓN
LA ROSA DE JERICÓ

(Del Poema del Hombre-Dios de Mª Valtorta)


          La llanura del lado oriental del Jordán, debido a las continuas lluvias, parece haberse convertido en una laguna, especialmente en el lugar en que se encuentran ahora Jesús y los Apóstoles.

     (...) El grupo apostólico está ahora entre los dos últimos torrentes, que además se han desbordado y han ocupado las zonas contiguas a sus orillas, ampliando así su lecho; especialmente el que está al sur, imponente por la masa de agua que trae de las montañas, que rumorea, turbia, en dirección al Jordán, cuyo rumor a su vez, se oye fuerte, especialmente en las zonas en que los meandros naturales – podría decir, los estrechamientos que presenta continuamente – o la desembocadura de un afluente producen una excesiva acumulación de aguas. Pues bien, Jesús está dentro de este triángulo truncado, formado por tres cursos de agua crecidos, y salir de ese pantano, no es cosa fácil.

        El humor apostólico está más turbio que el día. Con eso está todo dicho. Todos quieren dar su opinión. Dicen todas las cosas que se les ocurre, bajo la apariencia de un consejo, pero es una crítica. Es la hora de los: “Ya lo había dicho yo”, “si se hubiera hecho como lo aconsejaba”… palabras que tanto hieren para una persona que haya cometido un error, y que por esa razón, ya se encuentra muy abatido.

      Aquí se oye: “Habría sido mejor cruzar el río a la altura de Pel.la y luego ir por la otra parte, que es menos dificultosa”, o: “¡Hubiera convenido tomar aquel carro! Si, hemos cumplido, ¿pero luego?...”, y también: “¡Si nos hubiéramos quedado en los montes, no habría este barro!”.

       Juan dice: “Sois los profetas de las cosas realizadas. ¿Quién podía prever esta lluvia insistente?”.

        “En su tiempo. Era natural” sentencia Bartolomé.

       “Los otros años, no ha sido así antes de la Pascua. Cuando fui donde vosotros, el Cedrón no estaba crecido, y el año pasado hemos tenido incluso tiempo seco. Vosotros que os quejáis, ¿no os acordáis de la sed que pasamos en la llanura filistea?” dice el Zelote.

      “¡Claro! ¡Natural! ¡Hablan los dos sabios y nos contradicen!” dice con ironía Judas de Keriot.

      “Tú, cállate por favor, solo sabes llevar la critica. Pero, en los momentos importantes, cuando hay que hablar con algún Fariseo o similar, te quedas callado como si tuvieras trabada la lengua” le dice, inquieto, Judas Tadeo.

      “Sí. Tienes razón. ¿Por qué no has replicado ni una palabra a esas tres serpientes en el último pueblo? Sabías que habíamos estado también en Yiscala y en Meirón, respetuosos y obsequiosos; y que allí quiso ir Él, justamente Él, que honra a los grandes rabíes difuntos. ¡Pero no has hablado! Sabes como exige de nosotros respeto a la Ley y a los Sacerdotes. ¡Pero no has hablado! Hablas ahora. Ahora, porque hay alguna ironía que hacer sobre los mejores de entre nosotros, y críticas por hacer a las acciones del Maestro” dice, en tono apremiante, Andrés que normalmente es paciente, pero que hoy se manifiesta muy nervioso.

        “Calla tú. Judas está equivocado. Él, que es amigo de muchos, demasiados, samaritanos…” dice Pedro.

        “¡Yo! ¿Quiénes son? Dime sus nombres, si puedes”.

      “¡Sí, si, amigo! Todos los Fariseos, Saduceos y gente influyente de cuya amistad te jactas. ¡Se ve que te conocen! A mi no me saludan nunca. A ti, sí”.

        “¡Estás celoso! Bueno, yo pertenezco al Templo y tú no”.

        “Por gracia de Dios soy un pescador. Sí, y me glorío de ello”.

      “Un pescador tan necio, que no ha sabido ni siquiera prever este tiempo”.

       “¿No? Ya lo dije: “Luna de Nisán mojada, agua a cantaradas” sentencia Pedro.

       “¡Ah! ¡Aquí te quería ver! ¿Y tú que opinas, Judas de Alfeo? ¿Y tú, Andrés? ¡También Pedro, el Jefe, critica al Maestro!”.

     “Yo no critico absolutamente a ninguno. Estoy diciendo un proverbio”.

        “Que, para quien lo oye, significa crítica y reproche”.

       “Sí… pero todo esto no sirve para secar la tierra, me parece. Ya estamos aquí, y aquí debemos estar. Vamos a reservar el aliento para desencajar los pies de este barrizal” dice Tomás.

   ¿Y Jesús? Jesús guarda silencio. Va un poco adelantado, chapoteando en el lodo, o buscando pedazos de tierra con hierba no sumergidos. Pero también al pisarlos, salpican agua hasta la mitad de las espinillas, como si el pie hubiera pisado una charca, en vez de una mata de hierba. Guarda silencio, les deja hablar descontentos, enteramente humanos, nada más que hombres a quienes la mínima molestia vuelve irascibles e injustos.

      Ya está cerca el río más meridional. Jesús, viendo pasar a lo largo del ribazo inundado, a un hombre a lomos de un mulo, pregunta: “¿Dónde está el puente?”.

    “Más arriba. Yo también tengo que cruzarlo. El otro, aguas abajo, el romano está ya anegado”.

      Otro coro de quejas… Pero se apresuran a seguir al hombre, que habla con Jesús.

       “De todas formas, te conviene subir hacia las colinas” dice. Y termina: “Vuelve al llano cuando encuentres el tercer arroyo después del Yaloc. Tendrás ya cerca el vado. Pero apresúrate. No te detengas. Porque el río crece cada vez más. ¡Qué estación más horrible! Primero el hielo, luego el agua. Y fuerte como ahora. Un castigo de Dios. ¡Pero es justo! Cuando no se apedrea a los blasfemos de la Ley, Dios castiga.

     ¡Y tenemos ese tipo de blasfemos! ¿Tú eres Galileo, no es verdad? Entonces, tú conocerás a ese de Nazaret del que todos los buenos se separan porque provoca todos los males. ¡Atrae a las potencias destructoras con su palabra! ¡Los castigos! Hay que oír lo que cuentan de Él los que le seguían.

       Tienen razón los Fariseos en perseguirle. ¡Qué gran ladrón tiene que ser! Debe de dar miedo como Belcebú. Me vinieron ganas de ir a escucharle, porque antes me habían hablado muy bien de Él. Pero… eran discursos de los de su banda. Todos gente sin escrúpulos como Él. Los buenos le abandonan. Y hacen bien. Yo, por mi parte, no trataré nunca más de verle. Y si coincide en mi camino, le apedreo, como así se debe hacer con los blasfemos”.

        Apedréame entonces. Soy Yo, Jesús de Nazaret. No huyo ni te maldigo. He venido para redimir el mundo derramando mi Sangre. Aquí me tienes. Sacrifícame, pero hazte justo”.

      Jesús dice esto abriendo un poco los brazos, hacia abajo; lo dice lentamente, mansamente, con tristeza. Pero, si hubiera maldecido al hombre, no le habría impresionado más. Éste, tira tan bruscamente de los ramales, que el mulo pega una reparada que, por poco si no se cae por el ribazo al río crecido. Jesús agarra el bocado y sujeta el animal, a tiempo de salvar hombre y mulo.

     El hombre no hace sino repetir: “¡Tú! ¡Tú!...” y, viendo el movimiento que le ha salvado, grita: “Pero si te he dicho que te apedrearía… ¿No comprendes?”.

       “Y Yo te digo que te perdono y que sufriré también por ti para redimirte. Esto es el Salvador”.

      El hombre le mira todavía; luego da un golpe de talón en el costado del mulo y se marcha veloz… Huye… Jesús agacha la cabeza…

      Los Apóstoles sienten la necesidad de olvidarse del barro, la lluvia y todas las otras miserias, para consolarle. Le circundan y dicen: “¡No te aflijas! No tenemos necesidad de bandidos. Y ese lo es. Porque solo una persona mala puede creer que son verdaderas las calumnias que dicen de Ti, y tener miedo de Ti”.

       “De todas formas” dicen también: “¡que imprudencia, Maestro! ¿Y si te hubiera agredido? ¿Por qué decir que eras Tú Jesús de Nazaret?”.

     “Porque es la verdad… Vamos hacia las colinas, como ha aconsejado. Perderemos un día, pero vosotros saldréis del pantano”.

         “También Tú” objetan.

      “¡Para Mí no cuenta! El pantano que me cansa es el de las almas muertas” y dos lágrimas gotean de sus ojos.
“No llores, Maestro. Nosotros nos quejamos, pero te queremos. ¡Si encontramos a los que te difaman!... Nos vengaremos”.
“Vosotros perdonaréis como perdono Yo. Pero dejadme llorar. ¡Al fin y al cabo, soy el Hombre! Y que me traicionen, que renieguen de Mí, que me abandonen, me causa dolor”.

     “Míranos a nosotros, a nosotros. Pocos pero buenos. Ninguno de nosotros te traicionará ni te abandonará. Créelo, Maestro”.
“¡Ciertas cosas no hay ni que decirlas! ¡Pensar que podamos cometer una traición es una ofensa a nuestra alma!” exclama Judas Iscariote.

      Pero Jesús está afligido. Guarda silencio. Y ruedan lentas lágrimas por las pálidas mejillas de un rostro cansado y enflaquecido.

     Se acercan a los montes. “¿Vamos a subir allá arriba, o solo vamos a ir por las faldas de los montes? Hay pueblos a mitad de la ladera. Mira. De esta parte del río y de la otra” le indican.

      “Está cayendo la tarde. Vamos a tratar de llegar a un pueblo. Da lo mismo el que sea”.

      Judas Tadeo, que tiene muy buenos ojos, escruta las laderas. Se acerca a Jesús. Dice: “En caso de necesidad, hay grietas en el monte. ¿Las ves allí? Nos podemos refugiar en ellas. Siempre será mejor que el barro”.

       “Encenderemos fuego” dice Andrés queriendo consolar.

       “¿Con la leña húmeda?” pregunta con ironía Judas de Keriot.

      Ninguno le responde. Pedro susurra: “Bendito el Eterno porque no están con nosotros ni las mujeres ni Margziam”.

       Pasan el puente – verdaderamente prehistórico - , qué está justo en los límites del valle. Toman el lado meridional de éste, por un camino de herradura que lleva a un pueblo. Las sombras descienden rápidamente; tanto que deciden refugiarse en una amplia gruta para huir de un violento chaparrón. Quizás es una gruta que sirve de refugio a los pastores, porque hay paja, suciedad y un tosco hogar.

      “Como cama no sirve. Pero para hacer fuego…” dice Tomás, señalando los ramajes sucios y desmenuzados que hay por el suelo desperdigados; y helechos secos y ramas de enebro de otra planta similar. Y los arrima al hogar ayudándose de un palo. Los amontona. Prende fuego.

       Humo y hedor, junto a olor de resina y enebro, se desprenden del fuego. Y, no obstante se agradece ese calor; todos hacen un semicírculo y comen pan y queso a la luz móvil de las llamas.

     “De todas formas se podía haber intentado en el pueblo” dice Mateo, que está ronco y resfriado.

      “¡Sí, ya! ¿Para repetir la historia de hace tres noches? De aquí no nos echa nadie. Estamos sentados en aquella leña y hacemos fuego hasta que podamos. Ahora que se ve, ¡Hay leña en cantidad!, ¿eh? ¡Mira, mira también paja!... Es un redil. Para verano o para cuando trashuman. ¿Y por aquí, a donde se va? “Coge una rama encendida, Andrés, que quiero ver” ordena Pedro, mientras se mueve buscando hacer algún descubrimiento.

       Andrés obedece. Se meten por una estrecha hendidura que hay en una pared de la gruta.

    “¡Tened cuidado, no vaya a haber algún animal peligroso!” gritan los otros. “O leprosos” dice Judas Tadeo.

      Al cabo de poco, llega la voz de Pedro. “¡Venid! ¡Venid! Aquí se está mejor. Está limpio y seco, y hay bancos de madera, y leña para el fuego. ¡Es un palacio para nosotros! Traed ramas encendidas, que hacemos fuego inmediatamente”.

     Debe ser, si, un refugio de pastores: esta es la gruta donde duermen los que están de descanso, mientras que en la otra velan los que, por turno, vigilan el rebaño. Es una excavación en el monte, mucho más pequeña, quizás hecha por el hombre, o por lo menos ampliada y reforzada con palos, colocados para sujetar la bóveda. Una campana de chimenea primitiva se pliega en forma de gancho hacia la primera gruta, para aspirar el humo, que sino, no tendría salida. Contra las paredes toscos bancos y paja; en éstas hay clavados unos ganchos para colocar lámparas y la paja y dice. “Y ahora, un poco cada uno, dormimos y nos turnamos para mantener el fuego vivo. Para ver y estar calientes. ¡Que gracia de Dios!”.

     Judas barbota entre dientes. Pedro se vuelve resentido: “Respecto a la gruta de Belén, donde nació el Señor, esto es un palacio; si Él nació allí, nosotros podremos estar una noche aquí”.

        “También es más bonita que las grutas de Arbela. Allí lo único hermoso que había era nuestro corazón, que era mejor que ahora” dice Juan, internándose en un místico recuerdo suyo.

       “También es mucho mejor que la que hospedó al Maestro para prepararse a la predicación” dice en tono severo el Zelote, mirando a Judas Iscariote como diciéndole: “¡Ya está bien, ¿no?!.

        Jesús, por último, abre su boca y dice. “Y es, sin comparación, más caliente y cómoda que en la que hice penitencia por ti, Judas de Simón, el pasado Tébet”.

        “¿Penitencia por mí? ¿Por qué? ¡No hacía falta!”.

    “Verdaderamente, deberíamos tú y Yo pasar la vida en penitencia para liberarte de todo lo que te grava. Y no sería suficiente todavía”.

    La sentencia, muy decidida aunque haya sido dada con serenidad, cae como un rayo en el grupo atónito… Judas baja la cara y se retira a un rincón. No tiene la audacia de reaccionar.

     “Yo me quedo despierto. Me encargo del fuego. Dormid vosotros” ordena Jesús pasado un rato.

     Y, poco después, a los chasquidos de la leña se une la respiración pesada de los doce, cansados, echados entre paja encima de los toscos bancos.

         Y Jesús, si la paja se cae y los deja descubiertos, se levanta y vuelve a extenderla encima de los durmientes, amoroso como una madre. Y llora incluso mientras contempla los rostros herméticos de algunos en el sueño, o plácidos o contrariados. Mira a Judas Iscariote, que parece sonreír maliciosamente incluso en el sueño, torvo, con los puños cerrados… Mira a Juan, que duerme con una mano debajo de la cara, velado el rostro con sus rubios cabellos, róseo, sereno como un niño en la cuna. Mira el rostro honesto de Pedro y el grave de Natanael, el virolento del Zelote, el rostro aristocrático de su primo Judas, y se detiene largamente a mirar a Santiago de Alfeo, que es un José de Nazaret muy joven.

       Sonríe al oír los monólogos de Tomás y Andrés, que parecen hablar al Maestro. Tapa muy bien a Mateo, que respira con dificultad, cogiendo más paja para que esté caliente; paja que extiende encima de sus pies después de haberla calentado al fuego. Sonríe al oír a Santiago proclamar: “Creed en el Maestro y tendréis la Vida”… y continuar predicando a personajes de sueño. Y se inclina a recoger una bolsa donde Felipe conserva entrañables recuerdos, y se la coloca despacio debajo de la cabeza. En los intervalos medita y ora…

        El primero en despertarse es el Zelote. Ve a Jesús todavía cerca del fuego encendido en la gruta ya bien caliente. Y por el montón de la leña, reducido a una miseria, comprende que han pasado muchas horas. Baja de su yacija y se acerca de puntillas a Jesús. “¿Maestro, no vienes a dormir? Velo yo”.

        “Ya amanece, Simón. Hace poco he ido allí y he visto que el Cielo se está aclarando”.

    “Pero, ¿por qué no nos has llamado? ¡Tú también estás cansado!”.

      “Simón, tenía mucha necesidad de pensar… y de orar” y le apoya la cabeza sobre el pecho.

        El Zelote, en pie, junto a Él, sentado, le acaricia, y suspira. Pregunta: “¿Pensar en qué, Maestro? Tú no tienes necesidad de pensar. Tú sabes todo”.

       “Pensar no en lo que debo decir, sino en lo que debo hacer. Estoy desarmado frente al mundo astuto, porque no tengo ni la malicia del mundo, ni la astucia de Satanás. Y el mundo me vence… Y estoy muy cansado…”.

     “Y apenado. Y nosotros contribuimos a ello, Maestro bueno inmerecido por nuestra parte. Perdóname a mí y a mis compañeros. Lo digo por todos”.

      “Os amo mucho… Sufro mucho… ¿Por qué tantas veces no me comprendéis?”.

       El bisbiseo de los dos despierta a Juan, que es el que está más cerca. Abre sus ojos zarcos, mira a su alrededor extrañado, luego recuerda y, enseguida, se pone de pie, y se acerca por detrás a los dos que están hablando.

      Por este motivo, oye las palabras de Jesús: “Para que todo el odio y las incomprensiones se transformaran en una insignificancia soportable, me bastaría vuestro amor, vuestra comprensión… Pero vosotros no me comprendéis… Y esta es mi primera tortura. ¡Es dura! ¡Dura! Pero no tenéis culpa de ella. Sois hombres… Será vuestro dolor el no haberme comprendido, cuándo ya no podáis repararlo… Por eso, y porque entonces expiaréis las superficialidades de ahora, las mezquindades de ahora, las cerrazones de ahora.

        Yo os perdono y digo anticipadamente: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen, ni el dolor que me causan”.

        Juan cae delante y de rodillas, y abraza las rodillas de su Jesús afligido, y ya está para llorar, cuando susurra: “¡Oh, Maestro mío!”.
El Zelote, que sigue teniendo en su pecho la cabeza de Jesús, se inclina a besarle en los cabellos y dice: “¡Y, a pesar de todo, te queremos mucho! Solo que pretenderíamos de Ti una capacidad de defenderte, de defendernos, de triunfar. Nos deprime de verte hombre, sujeto a los hombres, a las inclemencias, a la miseria, a la maldad, a las necesidades de la vida… Somos unos necios. Pero así es. Para nosotros eres el Rey, el Triunfador, al Dios. No logramos comprender la sublimidad de tu renuncia a tanto por amor nuestro. Porque Tú sabes solo amar. Nosotros no sabemos…”.

       “Sí, Maestro: Simón ha hablado bien. No sabemos amar como ama Dios: Tú. Y lo que es infinita bondad, infinito amor, lo interpretamos como debilidad y nos aprovechamos de ello… Aumenta nuestro amor; aumenta tu amor, Tú que eres su fuente; hazle desbordarse como ahora se desbordan los ríos; empápanos, satúranos de amor, como están los prados en todo el valle. No son necesarios la sabiduría, el coraje, la austeridad, para ser perfectos como Tú quieres. Basta con tener amor… Señor, yo me acuso por todos: no sabemos amar”.

       Vosotros, los dos que más comprenden, os acusáis. Sois la humildad. Y la humildad es amor. Pero también los otros tienen solo una barrera para ser como vosotros. Y Yo la abatiré. Porque, efectivamente soy Rey, Triunfador y Dios. Eternamente. Pero ahora soy el Hombre. Mi frente pesa ya bajo el suplicio de mi corona. Siempre ha sido una corona torturadora el ser Hombre… Gracias, amigos. Me habéis consolado. Porque esto tiene de bueno el ser hombres: tener una madre que ama y amigos sinceros. Ahora vamos a despertar a los compañeros. Ya no llueve. Los mantos están secos. Los cuerpos descansados. Comed y nos ponemos en marcha”.

         Alza la voz lentamente, hasta que “nos ponemos en marcha” es una orden firme. Todos se levantan y manifiestan su contrariedad por haber dormido todo el tiempo, mientras Jesús velaba. Se arreglan un poco, comen, cogen los mantos, apagan el fuego y salen al sendero húmedo, y empiezan a bajar hasta el camino de herradura, que tiene el suficiente desnivel como para no ser un mar de lodo. La luz todavía es poca, porque no hay sol ni el cielo está claro. Suficiente de todas formas para ver.

       Andrés y los dos hijos de Alfeo van delante de todos. Llegados a un punto del camino, se inclinan, miran y rápidamente vuelven. “¡Hay una mujer! ¡Parece muerta! Tapa el sendero”.

    “¡Que lata! Ya empezamos mal. ¿Cómo es posible? ¡Ahora vamos a tener que purificarnos incluso!”. Las primeras quejas del día.
     “Vamos a ver nosotros si está muerta” dice Tomás a Judas Iscariote.

        “Voy yo contigo, Tomás” dice el Zelote, y va adelante.

        Llegan donde la mujer, se agachan, y Tomás regresa corriendo y gritando.

         “Quizás la han asesinado” dice Santiago de Zebedeo.

         “O ha muerto de frío” responde Felipe.

         Pero Tomás se llega a ellos y grita: “Lleva la túnica descosida de los leprosos…” (Está tan desconcertado, que parece como si hubiera visto el diablo).

         “¿Pero está muerta?” preguntan.

         “¿Yo que sé?, he salido corriendo”.

       El Zelote se levanta y, a buen paso, viene hacia Jesús. Dice: “Maestro, una hermana leprosa. No sé si está muerta. Creo que no. Creo que el corazón todavía late”.

          “¿La has tocado?” gritan bastantes separándose.

      “Sí. Desde que soy de Jesús, no tengo miedo de la lepra. Y siento compasión, porque sé lo que es ser leproso, Quizás le han dado un golpe, porque está “¿sangrando por la cabeza. Quizás había bajado buscando algo que comer. Es tremendo, ¿sabéis?, morirse de hambre y tener que hacer frente a los hombres para conseguir un pan”.

         “¿Está muy maltrecha?”

      “No. Es más, no sé como está con los leprosos. No tiene ni escamas, ni llagas ni gangrenas. Quizás es leprosa desde hace poco. Ven, Maestro. Te lo ruego. ¡Como de mí, ten piedad de esta hermana leprosa!”.

       “Vamos, dadme pan, queso y un poco de vino que tenemos todavía”.

        “¿No le irás a dar de beber de donde bebemos nosotros?” grita aterrorizado Judas Iscariote.

        “No temas, Beberá en mi mano. Ven, Simón”.

      Van hacia delante… pero la curiosidad manda también adelante a los demás. Sin sentir ya molestias por el agua de las ramas, (Que cae de los árboles encima de las cabezas cuando las menean) ni por el musgo empapado, suben por la ladera para ver a la mujer sin acercarse, sin acercarse. Y ven que Jesús se agacha, la toma por las axilas, la arrastra sentada y la apoya contra una roca. La cabeza pende como si estuviera muerta.

     “Simón, vuélvele la cabeza, para que pueda echarle en la garganta un poco de vino”.

        El Zelote obedece sin miedo, y Jesús, manteniendo en alto el calabacino, deja caer unas gotas de vino dentro de los labios entreabiertos y lívidos. Y dice: “¡Está helada esta infeliz, y empapada!”.

       “Si no fuera leprosa, la podíamos llevar adonde hemos estado nosotros” dice Andrés compadecido.

        “¡Sí! Responde Judas “¡Lo que faltaba!”.

        “¡Pero si no está leprosa! No tiene señales de lepra”.

        “Tiene la túnica y es suficiente”.

        Mientras tanto el vino ha actuado. La mujer emite un suspiro de cansancio. Jesús, viendo que traga, le vierte un chorro en la boca. La mujer abre los ojos obnubilados y asustados. Ve a algunos hombres. Trata de alzarse y de huir, mientras grita: “¡Estoy contaminada! ¡Estoy contaminada!”. Pero las fuerzas no la ayudan. Se tapa el rostro con las manos y gime: “¡No me apedreéis! He bajado porque tengo hambre… Hace tres días que nadie me echaba nada de comer…”.

       “Aquí hay pan y queso. Come. No tengas miedo. Bebe un poco de vino en mi mano” dice Jesús, echando en el cuenco de su mano un poco de vino y dándoselo.

      “¿Pero no tienes miedo?” dice, asombrada, la infeliz.

     “No tengo miedo” responde Jesús. Y, poniéndose en pié, sonríe; se queda, de todas formas con la mujer, que come con avidez el pan y el queso.

    Parece una fiera hambrienta. Incluso jadea, por el ansia de alimentarse. Luego, sedada el hambre del estómago vacío, mira alrededor suyo… cuenta en voz alta: “Uno… dos… tres… trece… ¿Pero entonces?... ¿Quién es el Nazareno? ¿Tú, no? ¡Solo Tú puedes tener compasión como has tenido de una leprosa!...”.

       La mujer se pone de rodillas con dificultad por la debilidad.

      “Soy Yo, sí. ¿Qué quieres? ¿Curarte?”.

    “Eso también… Pero antes debo decirte una cosa… Yo tenía noticias de Ti. Me habían hablado hace mucho unos que pasaban… ¿Mucho? No. El otoño pasado. Pero para un leproso… cada día es un año… Hubiera deseado verte. Pero ¿cómo podía ir a Judea o a Galilea? Me llaman “leprosa”. Pero lo único que tengo es una llaga en el pecho, que me ha transmitido mi marido, que me tomó virgen y sana, y él no estaba sano. Pero es una persona importante… y puede todo. Incluso decir que le había traicionado yendo a él ya enferma, y así repudiarme, para tomar a otra mujer de la que estaba prendado.

    Me denunció como leprosa. Por pretender justificarme, empezaron a pedradas conmigo. ¿Era justo, Señor? Ayer tarde, un hombre ha pasado de Bet-Yaboc, avisando que venías, y exhortando a salir a tu encuentro para echarte de aquí. Yo estaba… Había bajado hasta las casas porque tenía hambre. Habría hurgado incluso en los estercoleros para matar mi hambre… Yo, que era la “señora”, habría querido quitarles a los pollos un poco de su frangollo agriado…”.

       Llora… Luego continúa: “La ansiedad por encontrarte – por Ti, para decirte: “¡Huye!”; por mí para decirte: “¡Piedad!” – me ha hecho olvidarme de que, infringiendo nuestra Ley, perros, cerdos y pollos viven junto a las casas de Israel, pero que el leproso no puede bajar a pedir un pan, ni siquiera cuando es una que de leprosa sólo tiene el nombre. Y he venido, preguntando dónde estabas. No me vieron en ese momento, por la oscuridad, y me dijeron: “Sube por el ribazo del río”.

      Pero luego, me vieron, y en vez de pan me dieron piedras. Salí corriendo en la noche para ir a tu encuentro, para evitar los perros. Tenía hambre, tenía frío, tenía miedo. Caí donde me has encontrado. Aquí. Creía que moría. Sin embargo, te he encontrado a Ti. Señor, no estoy leprosa. Pero esta llaga que tengo aquí, en el pecho me impide volver con los vivos.

No pido volver a ser la Rosa de Jericó de los tiempos de mi padre; pero por lo menos vivir con los demás hombres y seguirte a Ti. Los que me hablaron en Octubre me dijeron que tenías discípulas y que estabas con ellas… Pero primero, sálvate Tú. ¡No mueras, Tú que eres bueno!”.
  
        “No moriré hasta que no llegue mi hora. Ve allí, a aquella peña, hay una gruta segura. Descansa, luego ve al Sacerdote”.

         “¿Para qué, Señor?”. La mujer tiembla de ansiedad.

         Jesús sonríe: “Vuelve a ser la Rosa de Jericó que florece en el desierto y que siempre está viva aunque parezca muerta. Tu fe te ha curado”.

        La mujer alza ligeramente la parte de su vestido que cubre el pecho, mira… y grita: “¡Ya no hay nada! ¡Oh, Señor, mi Dios!” y cae rostro en tierra.

       “Dadle pan y otras cosas de comer. Y tú, Mateo, dale un par de sandalias tuyas. Yo doy un manto. Para que pueda ir, después de reponer fuerzas, al Sacerdote. Dale también el óbolo, Judas. Para los gastos de purificación. La esperamos en Getsemaní para dársela a Elisa, que me pidió una hija”.

     “No, Señor, no descanso, me pongo en marcha ya. En seguida, en seguida”.

       “Baja entonces al río, lávate, ponte encima el manto…”.

     “Señor, se lo doy yo a una hermana leprosa. Deja que lo haga. Yo la guío adonde Elisa. Me curo otra vez, viéndome a mí en ella, así, dichosa” dice el Zelote.

     “Sea como quieras. Dale todo lo necesario. Mujer, escucha bien. Iras a purificarte. Luego irás a Betania y preguntarás por Lázaro. Le dices que te de hospedaje hasta que llegue Yo. Ve en paz”.
“¡Señor! ¿Cuándo voy a poder besarte los pies?”.

     “Pronto. Ve. Más has de saber que solo el pecado me produce horror. Y perdona a tu marido, porque por medio suyo, me has encontrado a Mí”.

       “Es verdad. Le perdono. Me voy… ¡Oh, Señor! No te detengas aquí, que te odian. Piensa que he caminado exhausta, durante una noche, para venir a decírtelo, y que si en vez de encontrarte a ti hubiera encontrado a otros, me podían haber matado a pedradas como a una serpiente”.

     “Lo recordaré. Vete, mujer. Quema la túnica. Acompáñala, Simon. Nosotros os seguiremos. En el puente os alcanzaremos”.

        Se separan.

  “Pero ahora tenemos que purificarnos. Todos estamos contaminados”.

      “No era lepra, Judas de Simón. Yo te lo digo”.

   “Bueno, pues de todas formas me voy a purificar. No quiero cargar con impuridades”.

   “¡Qué cándida azucena!” exclama Pedro. “¡No se siente impuro el Señor, y tú te sientes impuro!”.

     “¿Y por una que Él dice que no está leprosa? Pero, ¿qué tenía Maestro? ¿Has visto la llaga?”.

      “Si. Un fruto de la lujuria masculina. Pero no era lepra. Y si el hombre hubiera sido honesto no la habría repudiado, porque estaba más enfermo que ella. Pero todo les sirve a los lujuriosos para saciar su alma. Tú, Judas, si quieres, vete también. Nos encontraremos en el Getsemaní. ¡Y purifícate, Purifícate! Pero la primera purificación es la sinceridad. Tú, eres hipócrita. No lo olvides. Vete, vete, si quieres”.

      ¡No, no, que me quedo! Si Tú lo dices, creo. No estoy, por tanto contaminado y me quedo contigo. Tú quieres decir que soy lujurioso y que aprovechaba la ocasión para… Te demuestro que mi amor eres Tú”.

     Y caminan raudo hasta abajo.



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