De la Vida del Santo Cura de Ars de Francis Trochú
[...] Un día el Rdo. Guillaumet, que fue durante muchos años Superior de la Inmaculada Concepción de Saint-Didier se dirigía a Ars. Era el año 1855, o 1856 en el vagón del tren no se hablaba sino de las maravillas de la bendita aldea; en nombre del Cura de Ars corría de boca en boca. Sentada al lado del sacerdote, una Señora vestida de riguroso luto escuchaba en silencio. Al ver que en la estación de Villefranche el sacerdote se disponía a bajar, abrió por fin los labios y dijo : ”Señor cura, permítame que le siga hasta Ars… Lo mismo da ir a un sitio que a otro, ¿No es verdad? Viajo para distraerme.”
El
sacerdote se ofreció a guiarla cuando estuviese en el pueblo. El coche que
tomaron en Villefranche, los dejó delante de la Iglesia. Se acababa el
catecismo de las once, y el Señor Guillaume hizo que la señora se pusiera en el espacio entre el templo
y la casa parroquial. La espera no fue muy larga. El cura de Ars, revestido
todavía de sobrepelliz apareció… Detúvose delante de la señora enlutada, la
cual, para imitar a los demás, se había puesto de rodillas. Se inclinó a su
oído, y le dijo: “Se ha salvado”, la desconocida tuvo un sobresalto. El cura de
Ars repitió: “Se ha salvado”. Un ademán e
desconfianza fue toda la contestación de aquella forastera. Entonces el Santo
le dijo otra vez silabeando: “Le digo a Ud. que se ha salvado. Está en el
Purgatorio, y hay que rezar por él… Entre el parapeto del puente y el agua,
tuvo tiempo para hacer un acto de contrición.
La Santísima Virgen María le
alcanzó esa gracia. Acuérdese Ud. del mes de María hecho en su habitación.
Algunas veces su esposo, aunque irreligioso, se unía a las oraciones de usted.
Esto le mereció la gracia del arrepentimiento y el supremo perdón.”
El
señor Guillaumet no entendía esas palabras, a pesar de oírlas perfectamente por
estar junto a la viuda. Hasta el día siguiente no supo que luces maravillosas de Dios habían iluminado a su
siervo. La señora pasó en la soledad y en la oración, las horas que siguieron a
la entrevista con el cura de Ars. Su fisionomía no era la de antes: había
recobrado la paz.
Poca
antes de partir, fue la viuda a dar las gracias al Rdo. Guillaumet. “Los
médicos me obligaron a viajar por mi salud, le dijo; pero lo que en realidad
tenía era una desesperación horrible al pensar en el fin trágico de mi marido. Era incrédulo,
y yo no vivía sino para llevarlo por buen camino. Pero no tuve tiempo. Murió de
suicidio voluntario… No me lo podía imaginar sino condenado. ¡Oh, no verle
nunca más!... Y, sin embargo, ha oído usted lo que me ha dicho el cura de Ars:
“¡Se ha salvado!” ¡LE VERÉ, PUES EN EL CIELO!... ¡Señor cura, ya estoy curada!.
Solamente
se cita un caso en el cual el Cura de Ars pareció temer por la suerte de un
difunto. Si en este sentido hizo otras confidencias acerca de ellas, se habrá
guardado secreto. “Una persona, recién llegada de París o de sus alrededores,
refiere Hipólito Pagès, le preguntó dónde estaba el alma de uno de sus
parientes recientemente fallecido. Recibió esta respuesta, sin comentario
alguno: “No quiso confesarse a la hora de la muerte.” Desgraciadamente, era muy
cierto: el moribundo había rechazado al sacerdote. El Cura de Ars no podía
saberlo de antemano”.
Por
el contrario, en muchas ocasiones, el Cura de Ars consoló grandemente a muchas
personas, asegurandoles que el alma de algún ser querido había volado al cielo.
“¡Oh,
qué felicidad tener los padres en la bienaventuranza!”, decía a una joven, cuya
madre acababa de morir. Ha sido muy paciente durante su larga enfermedad. Dios
la ha recibido y ruega por usted”.
La señorita de Bar, dice la señora des
Garets, pariente nuestra, acababa de perder a su madre cuya vida había sido
bien probada. Fue a Ars y, al entrar en la sacristía, el santo cura le salió al
encuentro y le dijo: “Señorita, ¿ha perdido usted a su madre?... Está en el
cielo. –así lo creo, señor cura.
-¡Oh, sí, está en el cielo!” y al
presentarle los rosarios de su madre para que los bendijera, los tomó y besó
con respeto como una reliquia.
La señora Murinais, después de haber
consagrado su vida a la práctica de las buenas obras, murió tras larga y penosa
enfermedad. “Es inútil, hija, rezar por ella, me respondió. Y cuando la cuñada
de la difunta le pidió que celebrasen misas para el descanso de su alma, se negó
a ello, diciendo: “no tiene necesidad”.
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