EL TRÁNSITO DE MARÍA ES LA IMAGEN DE COMO HUBIERA SIDO EL DE TODOS LOS HUMANOS SI EVA HUBIERA OBEDECIDO A DIOS |
Maravillosa descripción hecha por María de su entrada triunfal en el Cielo, con su séquito de Ángeles, en cuyos umbrales la esperaban San José, su esposo terreno, Los reyes y Patriarcas de su estirpe, ya que era descendiente de la casa de David, y por los primeros Santos y Mártires cristianos, espera para ser recibida por su divino Hijo Jesús que la iba a coronar como Reina del Cielo y de la Tierra.
María es la Obra perfecta del Creador creada a su imagen y semejanza, está a la espera de ser coronada por Dios.
Dice María:
“De la misma forma que para mí fue un éxtasis el
nacimiento de mi Hijo, y que del rapto de Dios que en aquella hora se apoderó de mí, volví a la presencia de mi
misma y a la Tierra, teniendo ya a mi Hijo en mis brazos, así mi impropiamente
llamada “muerte” fue un rapto de Dios, confiando en la promesa recibida en el
esplendor de la mañana de Pentecostés, yo pensaba que el acercamiento de la
hora de la última venida del Amor para llevarme consigo en rapto, debía
manifestarse con un aumento del fuego del amor que siempre ardía en mí; y no me
equivoqué.
Por parte mía, a medida que iba pasando la vida, en
mí iba aumentando el deseo de fundirme con la eterna caridad, me instaba a ello
el deseo de unirme de nuevo con mi Hijo, y la certidumbre de que no haría tanto
por los hombres como cuando estuviera,
orando y obrando en favor de ellos, a los pies del Trono de Dios. Y con impulso
cada vez más escondido y acelerado, con todas las fuerzas de mi alma, gritaba
al Cielo: “¡Ven, Señor Jesús! ¡Ven, eterno Amor!”.
La Eucaristía, que para mí era como el rocío para
una flor sedienta, era, sí, vida; pero a medida que iba pasando el tiempo, cada
vez era más insuficiente para satisfacer la incontenible ansia de mi corazón.
Ya no me bastaba recibir en mí a mi divina Criatura y llevarla en el interior
en las Sagradas Especias, como la había llevado en mi Carne virginal. Todo mi
ser deseaba al Dios uno y trino, pero no celado tras los velos elegidos por mi
Jesús para ocultar el inefable misterio de la Fe, sino como Él – en el centro
del Cielo – era, es y será. El propio Hijo mío en sus arrobos eucarísticos, ardía
dentro de mí con abrazos de infinito deseo; y cada vez que a mí venía, con la
potencia de su amor, arrancaba de cuajo mi alma en el primer impulso, y luego
permanecía, con infinita ternura, llamándome: “Mamá!” , y yo le sentía ansioso
de tenerme consigo.
Ya no deseaba otra cosa. Ni siquiera ya estaba en
mí, en los últimos tiempos de mi vida normal, el deseo de titular a la naciente
Iglesia: todo estaba anulado en el deseo de poseer a Dios, por la persuasión
que tenía de que todo se puede cuando se le posee.
“Alcanzad, oh
cristianos este total amor. Pierda valor todo lo terreno. Mirad solo a Dios.
Cuando seáis ricos en esa pobreza de deseo que es inconmensurable riqueza, Dios
se inclinará hacia vuestro espíritu, primero para instruirle, luego para
tomarle en sus manos, y ascenderéis con vuestro espíritu al Padre, al Hijo, al
Espíritu Santo, para conocerlos y amarlos en toda la bienaventurada eternidad y
para poseer sus riquezas de gracias para los hermanos.
Nunca somos
tan activos para los hermanos como cuando no estamos ya con ellos, sino que
somos luces unidas de nuevo con la divina Luz.
El acercarse del Amor eterno tuvo el signo que
pensaba. Todo perdió luz y color, voz y presencia, bajo el fulgor y la Voz que,
descendía de los Cielos, abiertos a mi mirada espiritual, descendían hacia mí
para tomar mi alma.
Suele decirse que habría exultado de júbilo si me
hubiera asistido en aquella hora mi Hijo. ¡Ah! Mi dulce Jesús estaba muy
presente con el Padre cuando el Amor, o sea, el Espíritu Santo, tercera Persona
de la Trinidad Eterna, me dio su tercer beso en mi vida, ese beso tan potentemente
divino, que en él mi alma se fundió, perdiéndose en la contemplación cual gota
de rocío aspirada por el sol en el cáliz de una azucena. Y ascendí con mi
espíritu en canto de júbilo hasta los pies de los Tres a quienes siempre había adorado.
Luego, en el
momento exacto, como perla en un engaste de fuego, ayudada primero, y luego
seguida por el cortejo de los espíritus angélicos venidos a asistirme en mi
eterno, celeste nacimiento, esperaba ya antes del umbral de los Cielos por mi
Jesús y en el umbral de ellos por mi justo esposo terreno, por los Reyes y
Patriarcas de mi estirpe, por los primeros santos y mártires, entré como Reina,
después de tanto dolor y tanta humildad de pobre sierva de Dios, en el Reino
del júbilo sin límite.
Y el Cielo volvió a cerrarse en este acto de la
alegría de tenerme, de tener a su Reina, cuya carne, única entre todas las
carnes mortales, conocía la glorificación antes de la resurrección final y del
último juicio”.
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