María coronada por los ángeles como su Reina, aparece protegiendo a sus hijos bajo su manto. |
Los pecados no perdonados afearán los cuerpos de los condenados que al no amar a Dios, han aborrecido a sus semejantes, y las virtudes de los que han sabido amar, aparecerán con sus cuerpos hermosos, ya que habiendo sabido amar, tuvieron sus pecados perdonados, y sus inclinaciones perversas eliminadas después del lavacro previo a la comparecencia.
Para los que han sabido amar a nuestra Madre celestial, la tendrán por abogada, ya que una madre vela siempre por la salud espiritual de sus hijos, y los defiende de todo peligro.
Dice María:
“¿Yo morí? Si, si se quiere llamar muerte a la
separación acaecida entre la parte superior del espíritu y el cuerpo; no, si
por muerte se entiende la separación entre el alma vivificante y el cuerpo, la
corrupción de la materia carente ya de la vivificación del alma y, antes, la
lobreguez del sepulcro y, como primera de todas estas cosas, el angustioso
sufrimiento de la muerte.
¿Cómo morí, o mejor como pasé de la Tierra al Cielo.
Antes con la parte inmortal, después con la perecedera? Como era justo que
fuera para la Mujer que no conoció mancha de culpa.
En este anochecer – ya había comenzado el descanso
sabático – hablaba con Juan. De Jesús. De sus cosas. Aquella hora vespertina
estaba llena de paz. El sábado había apagado
todos los rumores de humanas obras.
Y la hora apagaba toda voz de hombre o de ave. Sólo los olivos de
alrededor de la casa, emitían su frufrú con la brisa del anochecer: parecía
como si un vuelo de ángeles acariciaba las paredes de la casita solitaria.
Hablábamos de Jesús, del Padre, del Reino de los
Cielos. Hablar de la Caridad y del Reino de la Caridad significa encenderse con
el fuego vivo, consumir las cadenas de la materia para dejar libre el espíritu
en sus vuelos místicos. Si el fuego está contenido dentro de los límites que
Dios pone para conservar a las criaturas en la Tierra a su servicio, es posible
arder y vivir, encontrando en el fuego no consumación sino perfeccionamiento de
vida. Pero cuando Dios quita los límites y deja libertad al Fuego divino de
incidir sin medida en el espíritu y de atraerlo a sí sin medida, entonces el
espíritu respondiendo a su vez sin medida al Amor, se separa de la materia y
vuela al lugar desde donde el Amor le invita: y es el final del destierro y el
regreso a la Patria.
Aquel atardecer, el ardor incontenible, a la
vitalidad sin medida de mi espíritu, se unió a una dulce postración, una
misteriosa sensación de que la materia se alejaba de todo lo que la rodeaba;
como si el cuerpo se durmiera, cansado, mientras el intelecto, avivado más su razonar, se
abismara en los divinos esplendores.
Juan, amoroso y prudente testigo de todos mis actos
desde que fue mi hijo adoptivo según la voluntad de mi Unigénito, dulcemente,
me persuadió de que buscara descanso en el lecho, y me veló orando. El último
sonido que oí en la Tierra fue el susurro de las palabras del virgen Juan. Para
mí fueron como la nana de una madre junto a la cuna. Y acompañaron a mi
espíritu en el último éxtasis, demasiado sublime como para ser descrito.
Acompañaron a mi espíritu hasta el Cielo.
Juan, único testigo de este delicado misterio, me
avió. Él solo me avió, envolviéndome en el manto blanco, sin cambiarme de
túnica ni de velo, sin lavacro y sin embalsamamiento. El espíritu de Juan –
como se ve claro por sus palabras del segundo episodio de este ciclo que va de
Pentecostés a mi Asunción – ya sabía que no me iba a descomponer, e instruyó al
Apóstol sobre lo que había que hacerse. Y él, casto y amoroso, prudente
respecto a los misterios de Dios y a los compañeros lejanos, decidió custodiar
el secreto y esperar a los otros siervos de Dios, para que me vieran todavía y
sacaran, al verme consuelo y ayuda para las penas y fatigas de sus misiones. Esperó
como estando seguro de que llegarían.
Pero el decreto de Dios era distinto. Como siempre,
bueno para el predilecto; justo, como siempre, para todos los creyentes. Cargó
los ojos del primero, para que el sueño le ahorrara la congoja de ver como se
le arrebataba también mi cuerpo; dio a los creyentes otra verdad que les
ayudara a creer en la resurrección de la carne, en el premio de una vida eterna
y bienaventurada concedida a los justos; en las verdades más poderosas y dulces del Nuevo Testamento – mi Inmaculada
Concepción, mi divina maternidad virginal - ; en la naturaleza divina y humana
en mi Hijo, verdadero Dios y verdadero Hombre, nacido no por voluntad carnal
sino por desposorio divino y por divina semilla depositada en mi seno; en fin,
para que creyeran que en el Cielo está mi corazón de Madre de los Hombres,
palpitante de vibrante Amor por todos, justos y pecadores, deseoso de teneros a
todos junto a sí, en la Patria bienaventurada, por toda la eternidad.
Cuando los ángeles me sacaron de la casita, ¿mi
espíritu había venido a mí? No. El espíritu ya no tenía que bajar de nuevo a la
Tierra. Estaba en adoración delante del Trono de Dios. Pero cuando la Tierra,
el destierro, el tiempo y el lugar de la separación de mi Señor, Uno y Trino
fueron dejados para siempre, entonces el espíritu volvió a resplandecer en el
centro de mi alma, despertando a la carne de su dormición; por lo que es cabal
hablar, respecto a mí de Asunción al Cielo en alma y cuerpo, no por mi propia
capacidad, como sucedió en el caso de Jesús, sino por ayuda angélica. Me desperté
de aquella misteriosa y mística dormición, me alcé, en fin volé, porque ya mi
carne había conseguido la perfección de los cuerpos glorificados. Y amé. Amé a
mi Hijo y a mi Señor, Uno y Trino, de nuevo hallados, los amé cómo es destino
de todos los eternos vivientes”.
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