El Cuerpo incorrupto de María es llevado por los ángeles para unirse con su espíritu. |
¿Cuántos días han pasado? Es difícil establecerse con seguridad. A juzgar por las flores que forman una corona alrededor del cuerpo exánime, debería decir que han pasado pocas horas. Pero si se juzga por las ramas de olivo sobre las cuales están las flores frescas, ramos con hojas ya lacias, y las otras flores mustias puestas – cada una de ellas como una reliquia – sobre la tapa del arca, se debe concluir que ya han pasado algunos días.
Pero el cuerpo de María presenta el aspecto que
tenía instantes después de haber expirado. Ninguna
señal de muerte hay en su cara, ni en sus pequeñas manos. Ningún olor
desagradable hay en la habitación; es más, aletea en ella un perfume indefinible, que huele a mezcla de incienso, lirios, rosas, muguetes y hierbas
montanas.
Juan
– a saber cuántos días sigue velando – se ha dormido vencido por el cansancio,
sentado en el taburete, con la espalda apoyada en la pared, junto a la puerta
abierta que da a la terraza. La luz de la lámpara, colocada en el suelo, le
ilumina de abajo hacia arriba y permite ver su rostro cansado, palidísimo,
excepto en torno a los ojos, enrojecidos por el llanto.
El alba debe de haber empezado ya; en efecto, su
débil claror hace visibles la terraza y los olivos que rodean a la casa, un
claror que se va haciendo cada vez más intenso y que, entrando por la puerta,
hace más nítidos los contornos de los objetos de la habitación, de esos
objetos, que por estar lejos de la lamparita, antes a penas se vislumbraban.
De repente una gran Luz llena la habitación, una Luz
argéntea con tonalidades azules, casi fosfóricas; y aumenta sin cesar, anulando
la del alba y la de la lamparita. Una Luz igual a la que inundó la gruta de
Belén en el momento de la divina Natividad. Luego, en esta Luz paradisiaca, se
hacen visibles criaturas angélicas (Luz aún más espléndida en la Luz, ya de por
sí poderosísima, que ha aparecido antes), como ya sucedió cuando los ángeles se
aparecieron a los pastores, una danza de centellas de todos los colores surge
de sus alas dulcemente agitadas, de las cuales procede un armónico susurro
ornado de arpegios, dulcísimo.
Las criaturas angélicas se disponen en corona en
torno al lecho, se inclinan hacia él, levantan el cuerpo inmóvil y, en un batir
más fuerte de sus alas – que aumenta el sonido que antes existía -, por una
abertura que se ha creado prodigiosamente en el techo (como prodigiosamente se
abrió el sepulcro de Jesús), se van, llevándose consigo el cuerpo de su Reina,
santísimo, sin duda pero aún no glorificado y, por tanto, sujeto a las leyes
de la gravedad, sujeción que no tuvo Cristo porque cuando resucitó de la muerta
ya estaba glorificado. El sonido producido por las alas angélicas aumenta, y
ahora es potente como sonido de órgano.
Juan, que ya - aun permaneciendo adormecido – se
había movido dos o tres veces en su taburete, como si le molestaran la gran Luz
y el sonido de las alas angélicas, se despierta totalmente por ese potente
sonido y por una fuerte corriente de aire que, descendiendo del techo destapado
y saliendo por la puerta abierta, forma como un remolino que agita las
cubiertas del lecho ya vacío y las vestiduras de Juan, y que apaga la lámpara y
cierra, con un fuerte golpe, la puerta abierta.
El Apóstol mira a su alrededor, todavía soñoliento,
para percatarse de lo que está sucediendo. Se da cuenta de que el lecho está
vacío y el techo está descubierto. Intuye que ha tenido lugar un prodigio. Sale
corriendo a la terraza y, como por un instinto espiritual, o por llamada celestre,
alza la cabeza protegiendo sus ojos con la mano para mirar sin el obstáculo del
sol saliente.
Y ve. Ve el cuerpo de María, todavía inerte, e igual
en todo a una persona que duerme; le ve subir cada vez más alto, sostenido por
la multitud angélica. Como dirigiendo un último saludo, un extremo del manto y
del velo se mueven, quizás por la acción del viento producido por la rápida
Asunción y por el movimiento de las alas angélicas; y unas flores, las que Juan
había colocado y renovado alrededor del cuerpo de María, y que se habían
quedado entre los pliegues de las vestiduras, llueven sobre la terraza y la
tierra de Getsemaní, mientras el potente himno de alabanza de la multitud
angélica se va haciendo cada vez más lejano y, por tanto más leve.
Juan sigue mirando fijamente a ese cuerpo que sube
hacia el Cielo y, sin duda, por un prodigio que Dios le concede, para
consolarle o premiarle por su amor a su Madre adoptiva, ve, con claridad, que
María, envuelta ahora por los rayos del sol, que ya ha salido, sale del
éxtasis que le ha separado el alma del
cuerpo, vuelve a la vida y se pone en pie (porque ahora Ella también goza de
los dones propios de los cuerpos glorificados).
Juan mira, mira… el milagro que Dios le concede
contra la facultad, contra la ley natural, de ver a María como es ahora
mientras sube en rapto hacia el Cielo, rodeada, no ya ayudada a subir, por los
ángeles que entonan cantos de Júbilo.. Y Juan se ve raptado por esa visión de
hermosura que ninguna pluma usada por mano humana, ninguna palabra humana ni
obra alguna de artista podrían jamás descubrir o reproducir, porque es de una
belleza indescriptible.
Juan permaneciendo apoyado en el antepecho de la
terraza, sigue mirando fijamente esa espléndida y resplandeciente forma de Dios
– porque realmente puede llamarse así a María, formada de un modo único por
Dios, que la quiso Inmaculada para que fuera forma para el Verbo Encarnado –
que sube cada vez más. Y un último supremo prodigio concede Dios-Amor a ese
perfecto amante suyo de ver el encuentro de la Madre Santísima con su Santísimo
Hijo – quien también Él, espléndido y resplandeciente, hermoso, con una
hermosura indescriptible – desciende rápido del Cielo, llega junto a su Madre,
la abraza junto a su corazón y, juntos más refulgentes que dos astros mayores,
con Ella regresa al lugar de donde ha venido.
La visión de Juan ha terminado. Baja la cabeza. En
su rostro cansado están presentes el dolor y la perdida de María y el júbilo
por su glorioso destino. Pero ahora, el júbilo supera el dolor.
Dice: “¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias! Presentía que
tendría que suceder esto. Y quería estar en vela para no perder ningún detalle
de su Asunción. ¡Pero llevaba ya tres días sin dormir! El sueño, el cansancio,
unidos al dolor, me han abatido y vencido en el momento que era inminente la
Asunción… Pero quizás Tú mismo lo has querido, oh Dios, para que no perturbara
ese momento y no sufriera demasiado… Sí, sin duda, Tú lo has querido así, de la
misma forma que ahora has querido que viera lo que si en un milagro tuyo no
habría podido ver. Me has concedido verla otra vez, aún estando ya muy lejana, ya glorificada y
gloriosa, como si estuviera cerca de mí. ¡Y ver de nuevo a Jesús! ¡Oh, visión
beatísima, inesperada, inesperable! ¡Oh, don de los dones de Jesús-Dios a su
Juan! ¡Gracia suprema! ¡Volver a mi Maestro y Señor! ¡Verle a Él junto a su
Madre! ¡Él semejante a un sol, y ella a una luna esplendidísimos ambos en su estado
glorioso y por la felicidad de estar unidos de nuevo y eternamente!
¡Qué será el Paraíso, ahora que vosotros
resplandecéis en él, vosotros, astros mayores de la Jerusalén celestial? ¿Cuál
será el júbilo de los angélicos coros y de los santos? Es tal la alegría que me
ha producido el ver a la Madre con el Hijo – cosa que anula toda pena suya,
toda pena de ambos -, que también mi pena cesa y en su lugar, en mí entra la
paz. De los tres milagros que había pedido a Dios, dos se han cumplido. He
visto volver la vida a María, y siento que viene en mí la paz. Todas mis
angustias cesan, porque os he visto unidos de nuevo en la gloria. Gracias por
ello, oh Dios.
Y gracias por haberme dado la forma de ver, incluso respecto a
una criatura (santísima, pero en todo caso humana), cual es el destino de los
santos, cual será después del último juicio y de la resurrección de los cuerpos
su nueva unión, su fusión con el espíritu subido al Cielo a la hora de la
muerte. No tenía necesidad de ver para creer. Porque siempre he creído firmemente
en todas las palabras del Maestro. Pero muchos dudarán de que, después de
siglos y milenios, la carne, convertida en polvo, pueda volver a ser cuerpo
vivo. A estos le podré decir, jurando por las cosas más excelsas, que no solo
Cristo volvió a la vida, por su propio poder divino, sino que también la Madre
suya, tres días después de la muerte, si tal muerte se puede llamar muerte,
reprendió vida y, con la carne unida de nuevo al alma tomó su eterna morada en
el Cielo, al lado de su Hijo.
Podré decir: “Creed,
cristianos todos, en la resurrección de la carne al final de los siglos, y en
la vida eterna del alma y de los cuerpos, vida bienaventurada para los santos y
horrenda para los culpables impenitentes. Creed y vivid como santos, de la
misma forma que como santos vivieron Jesús y María, para alcanzar su mismo
destino. Yo vi a sus cuerpos subir al Cielo. Os lo puedo testificar. Vivid como
justos para poder un día estar en el nuevo mundo eterno, en alma y cuerpo,
junto a Jesús-Sol y junto a María, Estrella de todas las estrellas”. ¡Gracias
otra vez, oh Dios! Y ahora recojamos todo lo que queda de Ella. Las flores que
han caído de sus vestiduras, las ramas de olivo que han quedado en su lecho, y
conservémoslos. Servirán... sí, servirán para ayudar y consolar a mis hermanos,
en vano esperados. Antes o después los encontraré… “.
Recoge incluso los pétalos de las flores que se han
deshojado al caer. Y con las flores y los pétalos en un extremo de su túnica,
entra en la habitación.
Advierte entonces más atentamente la abertura del techo
y exclama: “¡Otro prodigio! ¡Y otro admirable paralelismo en los prodigios de
la Vida de Jesús y María! Él, Dios, por sí solo resucitó, y solo con su
voluntad volcó la piedra del Sepulcro, y solo con su poder ascendió al Cielo. Por
sí solo. Para María, santísima, pero hija de hombre, con ayuda angélica
se abrió la vía para su asunción al Cielo. En Cristo el Espíritu volvió a
animar el Cuerpo mientras el Cuerpo estaba todavía en la Tierra, porque así
debía ser, para hacer callar a sus enemigos y confirmar en la fe a todos sus
seguidores. En María el espíritu ha vuelto cuando el santísimo cuerpo estaba ya
en el umbral del Paraíso, porque para Ella no era necesaria ninguna otra cosa.
¡Oh, Potencia perfecta de la Infinita Sabiduría de Dios!… “.
Juan recoge ahora en una tela las flores y las ramas
que han quedado en el lecho, une a ello lo que había recogido afuera. Y pone
todo encima de la tapa del arca. Luego abre el arca y pone dentro la
almohadilla de María y la cubierta de la cama. Baja a la cocina, recoge otros
objetos usados por Ella – el huso y la rueca y las piezas de la vajilla usada por
Ella – y los une a las otras cosas.
Cierra el arca y se sienta en el taburete. Exclama: “¡Ahora
todo está cumplido también para mí! ¡Ahora puedo marcharme libremente, a donde
el Espíritu de Dios me conduzca! ¡Ir a sembrar la divina palabra que el Maestro
me ha dado para que yo se la dé a los hombres!
Enseñar el Amor. Enseñarlo para que crean en el Amor y en su poder. Dar
a conocer a los hombres lo que Dios-Amor ha hecho por ellos. Su Sacrificio y su Sacramento y Rito perpetuo, por los que,
hasta el final de los siglos, podremos estar unidos a Jesucristo por la
Eucaristía y renovar el rito y el sacrificio como Él mandó hacer, ¡Dones, todos
ellos del amor perfecto! Hacer amar al Amor , para que crean en el Amor como
nosotros hemos creído y creemos. Sembrar el Amor para que sea abundante la
recolección y la pesca para el Señor.
María me ha dicho en sus últimas palabras que el
Amor todo lo obtiene; en sus últimas palabras a mí, a quien Ella cabalmente ha
definido, en el colegio apostólico, como el que ama, el amante por excelencia,
la antítesis de Judas Iscariote, que fue el odio; como Pedro la impulsividad y
Andrés la mansedumbre, y los hijos de Alfeo la santidad y sabiduría unidas a
nobleza de modos, etc.
Yo, el amante, ahora que ya no tengo ni al Maestro ni a
la Madre, a quienes amar en la Tierra, iré a esparcir el Amor entre las gentes.
El Amor será mi arma y doctrina. Y con él venceré al demonio y al paganismo, y
conquistaré a muchas almas. Continuaré así a Jesús y a María, que fueron el
Amor perfecto en la Tierra”.
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