MENSAJE DE LA VIRGEN MARÍA

DIJO LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA:

“QUIERO QUE ASÍ COMO MI NOMBRE ES CONOCIDO POR TODO EL MUNDO, ASÍ TAMBIÉN CONOZCAN LA LLAMA DE AMOR DE MI CORAZÓN INMACULADO QUE NO PUEDO POR MÁS TIEMPO CONTENER EN MÍ, QUE SE DERRAMA CON FUERZA INVENCIBLE HACIA VOSOTROS. CON LA LLAMA DE MI CORAZÓN CEGARÉ A SATANÁS. LA LLAMA DE AMOR, EN UNIÓN CON VOSOTROS, VA A ABRASAR EL PECADO".

DIJO SAN JUAN DE LA CRUZ:

"Más quiere Dios de ti el menor grado de pureza de Conciencia que todas esas obras que quieres hacer"


A un compañero que le reprochaba su Penitencia:

"Si en algún tiempo, hermano mío, alguno sea Prelado o no, le persuadiere de Doctrina de anchura y más alivio, no lo crea ni le abrace, aunque se lo confirme con milagros, sino Penitencia y más Penitencia, y desasimiento de todas las cosas, y jamás, si quiere seguir a Cristo, lo busque sin la Cruz".

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martes, 17 de abril de 2018

II / EL BEATO TRÁNSITO DE MARÍA SANTÍSIMA A LOS CIELOS



Por su beato tránsito, María va a pasar de ser Madre de Dios y además a ser Madre de toda la Humanidad.



 EL BEATO TRÁNSITO DE LA VIRGEN MARÍA


La inmensa importancia del Amor del alma, que cuando es perfecto, es atraído por Dios, como un poderoso imán, ya que el Amor es unitivo, por eso el Espíritu de María es raptado antes que su Cuerpo incorrupto. 

MARÍA VA A PASAR DE SER MADRE DE DIOS, Y DEL APÓSTOL JUAN, A SER ADEMÁS LA MADRE DE TODA LA HUMANIDAD. COMO JESÚS TIENE UNA NATURALEZA HUMANA QUE SEGUIRÁ SUFRIENDO POR SUS HIJOS TERRENALES, Y UNA NATURALEZA DIVINA POR ADOPCIÓN, QUE ESTÁ EN PERFECTA GLORIA DE DIOS. POR ESO, PUEDE SER MEDIANERA DE TODAS LAS GRACIAS DE DIOS.



DEL EVANGELIO COMO ME HA SIDO REVELADO DE MARÍA VALTORTA.


[…] “¡No sigas llorando!” exclama María, mirando a la cara desencajada, enteramente bañada en lágrimas del Apóstol. Y añade: “Si voy a conservarme como soy ahora, no me perderás. ¡Así que no te angusties!”.
“Te perderé de todas formas. Aunque permanezcas incorrupta. Y me siento como atrapado en un huracán de dolor, un huracán que me quebranta y me abate.  Tú eras mi todo, especialmente desde la muerte de mis padres y desde que los otros hermanos, de sangre y de misión están lejos, incluido el queridísimo Margziam al que Pedro ha tomado consigo. ¡Ahora me quedaré solo, y en medio de la más fuerte tempestad!”, y Juan cae a sus pies, llorando aún más fuertemente.
María se agacha hacia él, le pone una mano sobre la cabeza, que se mueve por los sollozos y le dice: “No, así no. ¿Por qué me das dolor? Tan fuerte como fuiste al pie de la Cruz… ¡y era una escena de terror sin igual, por la intensidad del martirio y por el odio satánico del pueblo! ¡Tan fuerte, tan consolador para Él  y para mí, en aquel momento… ¿¡Y hoy, en el atardecer de un sábado tan sereno y sosegado. Y ante mí, que exulto por el inminente gozo que presiento, te turbas de esa manera!? Cálmate. Imita a todo lo que nos rodea, a todo lo que está cerca de mí: es más, únete a ello. Todo es paz. Ten paz tú también. Solo los olivos rompen, con su leve frufrú, la calma absoluta de esta hora. Pero, ¡es tan dulce este susurro, que parece un vuelo de ángeles en torno a la casa! Y quizás están realmente los ángeles, porque siempre los ángeles estuvieron cerca de mí, uno o muchos, cuando me encontraba en un momento especial de mi vida. Estuvieron  en Nazaret cuando el Espíritu de Dios hizo fecundo mi seno virgen. Y estuvieron con José cuando estuvo turbado y titubeante por mi estado y respeto a cómo comportarse conmigo. Y en Belén en dos ocasiones: cuando nació Jesús y cuando tuvimos que huir a Egipto. Y en Egipto cuando nos dieron la orden de volver a Palestina […]

También en este atardecer, siento, aunque no lo vea, a los ángeles en torno a mí. Y siento que crece en mí, dentro de mí, la Luz, una irresistible Luz, como la que recibí cuando concebí al Cristo, cuando lo di al mundo; Luz que viene de un impulso  de amor más poderoso que el habitual en mí. Por una potencia de amor similar a esta, arrebaté antes del tiempo, del Cielo, al Verbo, para que fuera el Hombre y Redentor. Por una potencia de amor como la que me acomete en este anochecer, espero ser raptada por el Cielo y que el Cielo me lleve a ese lugar donde quiero ir con mi espíritu para cantar eternamente, con el pueblo de los Santos y los coros de los ángeles, mi imperecedero “Magnificat” a Dios por las grandes cosas que ha hecho en mí, su sierva”.

“No sólo con el espíritu, probablemente, dice Juan. Y a ti te responderá la Tierra, la cual con sus pueblos y naciones te glorificará y te honrará mientras el mundo exista, como bien predijo, aunque veladamente de ti Tobit, porque la que verdaderamente ha llevado en sí al Señor eres tú, Tu has dado a Dios, tu sola tanto amor, como no le han dado todos los sumos sacerdotes y todos los otros del Templo en siglos y siglos. Un amor ardiente y purísimo. Por eso, Dios te hará beatísima”.

“Y cumplirá mi único deseo, mi única voluntad. Porque el amor, cuando es tan total, que es casi perfecto como el de mi Hijo y Dios, todo lo obtiene, incluso lo que para el juicio humano parecería imposible de obtener. Recuerda esto, Juan, Y di también esto a tus hermanos. ¡Seréis muy hostigados! Obstáculos de todo tipo os harán temer una derrota, matanzas por parte de los perseguidores, deserción por falta de cristianos de moral… iscariótica, deprimirán vuestro espíritu. No temáis. Amad y no temáis.

En la proporción de vuestra forma de amar Dios os ayudará y os hará triunfar sobre todo y sobre todos. Todo obtiene el que se hace serafín. Entonces el alma, esa admirable, eterna cosa que es el mismo soplo de Dios, por Él infundido en nosotros, se proyecta poderosamente hacia el Cielo, cae como llama a los pies del divino trono, habla con Dios, y es escuchada por Dios, y obtiene del Omnipotente lo que desea.

Si los hombres supieran amar como ordena la antigua Ley y como amó y enseñó amar a mi Hijo, todo lo obtendrían. Yo amo así. Por eso siento que dejaré de estar en la Tierra, yo por exceso de amor, como Él murió por exceso de dolor. La medida de mi capacidad de amar está colmada. ¡Mi alma y mi carne no pueden ya contenerla! El amor rebosa de ellas, me sumerge y al mismo tiempo me eleva hacia el Cielo, hacia Dios, mi Hijo. Y su voz me dice: “¡Ven! ¡Sal! ¡Sube a nuestro trono y a nuestro trino abrazo”. ¡La Tierra, todo lo que me rodea, desaparece en la gran Luz que del Cielo me viene! ¡Los sonidos quedan cubiertos  por esta voz celestial! ¡Ha llegado para mí la hora del abrazo divino. Juan mío!”.

Juan, que escuchando a María se había calmado un poco, aunque parecía turbado, y que en la última parte de sus palabras la miraba extático, casi arrobado también él, palidísimo su rostro como el de María, cuya palidez de todas formas se va lentamente transformando en luz blanquísima, acude a ella para sujetarla mientras exclama: “¡Tu aspecto es como el de Jesús cuando se transfiguró en el Tabor! ¡Tu carne resplandece como luna, tus vestidos relucen como lastra de diamante colocada frente a una llama blanquísima! ¡La pesantez y la opacidad de la carne han desaparecido! ¡Eres luz! Pero no eres Jesús. Él, siendo Dios además de Hombre, podía sostenerse por sí solo en el Tabor, como aquí en el monte de los olivos en su Ascensión. Tú no puedes. No te sostienes. Ven. Te ayudo a reclinar en tu lecho tu cuerpo rendido y bienaventurado. Descansa”. Y, amorosamente la lleva hasta el modesto lecho sobre el que María se extiende sin quitarse siquiera el manto.

Recogiendo los brazos sobre el pecho, celando sus dulces ojos, fúlgidos de amor, con sus párpados, dice a Juan, que está inclinado hacia ella: “Yo estoy en Dios, y Dios está en mí. Mientras le contemplo y siento su abrazo, di los salmos y todas las otras páginas de la Escritura que a mí se aplican especialmente en este momento. El Espíritu de Sabiduría te las indicará. Recita luego la oración de mi Hijo, repíteme las palabras del Arcángel anunciador y las que me dijo Isabel, y mi himno de alabanza… Yo te seguiré con todo lo que de mi tengo todavía en la Tierra…”.

Juan, luchando contra el llanto que le sube del corazón, esforzándose en dominar la emoción que le turba, con esa bellísima voz suya que con el paso de los años se ha hecho muy semejante a la de Cristo – Lo cual observa María con una sonrisa, diciendo: “¡Me parece que tengo a mi lado a mi Jesús!” – entona el salmo 118 (lo recita casi por entero), luego los tres versículos del 41, los ocho primeros del 38, el salmo 22 y el salmo 1. Dice luego el Padrenuestro, las palabras de Gabriel y de Isabel, el cántico de Tobit, el capítulo 24 del Eclesiástico, desde el 11 al 46; por último entona el Magnificat. Pero al llegar al noveno verso, se da cuenta de que María ya no respira, aun permaneciendo  con postura y aspecto naturales; sonriente, calma, como si no hubiera advertido el cese de la vida.

Juan, con un grito de desgarro, se arroja al suelo, contra la orilla del lecho; y llama, llama a María. No puede persuadirse de que Ella ya no puede responderle; de que su cuerpo ya no tiene el alma vital. ¡Pero claro, tiene que rendirse a la evidencia! Se inclina hacia su cara que ha quedado fija en una expresión de gozo sobrenatural, y copiosas lágrimas llueven de los ojos de Juan para caer sobre ese rostro delicado, sobre esas manos puras tan dulcemente cruzadas sobre el pecho. Es el único lavacro que recibe el cuerpo de María: el llanto del Apóstol del Amor, de su hijo adoptivo por voluntad de Jesús.

Pasado el primer ímputo de dolor, Juan, recordando el deseo de María, recoge los extremos del amplio manto de lino, que pendían de las orillas del lecho y los del velo, que penden de la almohada, y extiende los primeros sobre el cuerpo y los segundos sobre la cabeza. María ahora asemeja a una estatua de cándido mármol extendida sobre la tapa de un sarcófago. Juan la contempla durante largo tiempo, y, mirándola, nuevas lágrimas caen de sus ojos.
Luego dispone de otra manera la habitación, quitando los enseres superfluos. Deja solo, la cama; la pequeña mesa contra la pared, sobre la que deposita el arca que contiene las reliquias, un taburete que coloca entre la puerta que da a la terraza y el lecho donde yace  María; y una repisa sobre la que está una lamparita que Juan ha encendido (porque ya va llegando la noche).

Presuroso, baja al Getsemaní para recoger todas las flores  que puede encontrar, y ramas de olivo ya con olivas formadas. Vuelve a subir al pequeño cuarto y, a la luz de la lamparita, coloca las flores y las ramas alrededor del cuerpo de María; y el cuerpo queda como en el centro de una gran corona.
 Mientas realiza esto, habla con María  yacente, como si pudiera oírle. Dice: “Fuiste siempre lirio de los valles, rosa suave, oliva especiosa, viña fructífera, espiga santa. Nos has dado tus perfumes, el óleo de la Vida y el Vino de los fuertes y el Pan que preserva de la muerte al espíritu de quienes de él dignamente se nutren. Bien están en torno a ti estas flores, como tú, sencillas y puras, como tú, adornadas de espinas, como tú pacíficas. Ahora acercamos esta lamparita. Así, junto a tu lecho, para que te vele y me haga compañía mientras te velo, en espera de al menos uno de los milagros que espero, de los milagros por cuyo cumplimiento oro.

El primero es que, según su deseo, Pedro y los otros a los que mandaré avisar a través del servidor de Nicodemo, puedan verte todavía una vez. El segundo es que tú, de la misma forma que en todo seguiste la suerte de tu Hijo, como Él te despiertes el tercer día, para no hacer de mí el dos veces huérfano. El tercero es que Dios me de paz, si no se cumpliera lo que espero que en ti se cumpla, como se cumplió en Lázaro, que no era como tú. Pero, ¿y porque no iba a cumplirse? Regresaron a la vida la hija de Jairo, el joven de Naím, el hijo de Teófilo… Verdad es que entonces, obró el Maestro… Pero Él está contigo, aunque no en modo visible. Y tú no has muerto por enfermedad, como los resucitados por orden de Cristo. 

¿Pero tú, realmente has muerto? ¿Has muerto como todo hombre muere? No. Siento que no. Tu espíritu no está ya en ti, en tu cuerpo y en ese sentido esto tuyo podría llamarse muerte. Pero, por el modo que en tu tránsito ha sucedido. Pienso en que esto no es sino una transitoria separación de tu alma. Sin culpa y llena de gracia, de tu purísimo y virginal cuerpo. ¡Debe de ser así! ¡Es así! Cómo y cuando tendrá lugar de nuevo la unión y la vida volverá a ti, no lo se. Pero estoy tan seguro de ello, que me quedaré aquí, a tu lado, hasta que Dios, o sea con su palabra o con su acción, me muestre la verdad sobre tu destino”.
Juan, que ha terminado de colocar todas las cosas, se sienta en el taburete, poniendo en el suelo, junto al lecho, la lamparita; y contempla orando a María yacente....








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