DRAMAS Y TRAGEDIAS DE LA HISTORIA DE FRANCIA
EL SUICIDIO DE HENRI IV
Por André Castelot
En ese comienzo del mes de Mayo de 1.610,
Henri IV se había refugiado en el Arsenal, en casa de su querido Sully. El Rey
hallaba inhabitable el Louvre, lleno de tapiceros que estaban preparando la
ceremonia para la consagración de la Reina. La morada sombría estaba además
recorrida en todos los sentidos por los sastres y las peluqueras. En todas las
conversaciones solo se trataba de las
eternas peleas por las normas de la etiqueta. Pero en el Arsenal, Henri IV
estaba lleno de ansiedad, oprimido y angustiado. Cayendo en sueños mórbidos, el
Bearnés solo salía de su sopor para exclamar:
¡Válgame Dios! Moriré en esta ciudad,
nunca saldré de esta, ¡Me matarán!, ¡Me doy cuenta de que están empleando todos
los medios para lograr mi muerte!
Henri sentía subir contra él una marea
de odios, pero hará falta el cuchillo de Ravaillac, para que el pueblo se diera
cuenta de que, sin saberlo Francia amaba a su rey, con su sombrero adornado con
el penacho blanco, que quería para su pueblo la legendaria cena con la gallina
en la olla.
El “Paris bien vale una misa” no
había podido apagar un solo altercado, que existía en Francia desde hace más de
medio siglo, desde la masacre de Vassy. Aún estaba vivo, como las brasas bajo la
ceniza. Para convencerse de ello, solo basta recordar esta frase del padre
Gonthier el cual, estando en el púlpito y al ver al Rey entrar con una escolta
más femenina que militar, detuvo su sermón para exclamar:
-¡Es que no os cansareis de venir a
oír la palabra de Dios, acompañado de todo un harén!
Los católicos recelaban del
excomulgado de la víspera, al cual los obispos apodaban el dragón rojo del Apocalipsis y que los predicadores llamaban en
plena iglesia, de bastardo hijo de puta.
Los papistas desconfiaban plenamente de este hombre cuyas abjuraciones y
conversiones sucesivas habían permitido a Pierre de l´Estoile constatar
alegremente:
“Decían que era católico y hugonote
conjuntamente y por eso tenía más religión que todos sus predecesores.”
En ciertas moradas, algunos se
atrevían – según el ritual de los hechizos – a clavar agujas en muñecos de cera
que representaban al Rey. Se le echaba también en cara al Bearnés, su gran
amistad con Sully. ¿Porque no tenía la valentía de “talar ese árbol demasiado
frondoso, a cuya sombra de cobijaba el poder real”? Para terminar, los terribles impuestos que se
habían levantado sobre el pueblo, habían permitido al Mariscal de Ornano cabalgar
desde la Guyenne
para venir a decirle a Henri IV:
¡Nunca se había hablado tanto del
difunto rey (Henri III) como de vos! Vuestro pueblo no os quiere. El pueblo
sufre mucho y no puede más. ¡Antes se protestaba por sesenta mil escudos para
los Mignons, y Vd. impone millones!
Había otra cosa más: la mañana del 29 de
Noviembre de 1.609, el príncipe de Condé había resuelto huir de Paris y llevarse
con él a su esposa – la bella y jovencísima Charlotte de Montmorency – para
sustraerla a las pretensiones del rey Henri. El incorregible galante y viejo
verde, había, efectivamente, caído locamente enamorado de ella, y para
completar una carrera tan completa, ¡Había decidido con cincuenta y cinco años,
seducir a una rubia princesa que solo tenía dieciséis!...La corte se reía de
ver al rey “ataviado y enamorado”, pero el principito de Condé – Charlotte
había mudado el gusto que este tenía para los varones – no había tomado en
broma los sentimientos del viejo barbudo y había efectivamente raptado a su
mujer. Al enterarse de la noticia de la desaparición de su enamorada, al Rey le
faltó poco para desmayarse.
¡Estoy desahuciado, confesó a su
amigo Sully. ¡Ese hombre oculta a su mujer en un bosque!, ¡No sé si es para matarla
o para llevarla fuera de Francia!
¿Qué hacer?, ¡Nada! contestó Sully.
Pero esa no era la opinión del Rey, que mandó perseguir a los fugitivos con
orden de traer la bella a Paris. Pero a pesar de los diluvios y de los caminos
transformados en ríos, Condé consiguió, después de múltiples aventuras llegar a
Bruselas, en donde el Archiduque Alberto y la Archiduquesa Isabel
no tuvieron más remedio que hospedarlos.
¡Eso no iba a solucionar los asuntos
entre los Paises Bajos españoles y Francia! Europa, como consecuencia del
tratado de sucesión de Clèves estaba entonces en vísperas de un conflicto. El Rey, que no se atrevía a desencadenarlo, ¿Se decidiría a declarar la guerra y a
poner Europa a fuego, por una nueva Helena?
Al lo mejor, contestó Henri, pero
que recuerden que precisamente se destruyó a Troya porque no se devolvió a
Helena.
Si el archiduque solo quería una
cosa: la paz, los representantes españoles que estaban a su lado, le empujaban
para que enredara el asunto. Sin embargo, el austriaco tuvo miedo del ejército
del rey Henri y conminó a Condé de abandonar los Paises Bajos. Fue a refugiarse
en Colonia, mientras que Charlotte quedaba cautiva en Bruselas. Cautiverio
dorado, que no impedía de ninguna manera que el Rey y la princesa – enternecida
por el amor de su viejo pretendiente - se intercambiaran cartas apasionadas. El
viejo verde galante, pensaba incluso en divorciarse y casarse con la que
llamaba “mi Bello Ángel”. Para mantener la paz, ¿No permitiría el papa deshacer
los dos matrimonios? El Rey, por lo menos lo creía posible.
Esperando la vuelta de la futura
reina de Francia, Henri lloraba y suspiraba con los versos de Malherbe:
El furor me atenaza, agarro las armas;
Pero mi destino me detiene, y solo darle
lágrimas
Eso es todo
lo que está en mi poder.
Entretanto, Condé recibió el permiso del
Archiduque para volver a Bruselas, en donde tuvo una acogida muy fría por parte
de su mujer. Estando el marido a su lado, el “Bello Ángel” se volvía aún más
inaccesible para los emisarios de su enamorado cincuentón, que estaba dispuesto
para hacer cualquier locura.
El mismo lo declaraba:
“Estoy tan decaído por mis angustias,
que solo me quedan la piel y los huesos. Todo me disgusta, huyo de las
compañías y, si para ocuparme del bien del pueblo, me dejo llevar a cualquier
asamblea, en vez de regocijarme, acaban de matarme.”
Solo quedaba una solución: la guerra
con España, ese conflicto con el cual
hace tiempo que pensaba el Rey, pero que hoy, se volvía indispensable. ¡Era la
única solución que le permitiría al “viejo fauno”, el ir a conquistar a su
“cazadora” de quince años!
Henri IV había reunido ya a
doscientos ochenta y tres mil hombres – cifra nunca aún alcanzada en Europa
desde las cruzadas – que se aprestaban a invadir los Países Bajos y a franquear
la frontera imperial para ir a apoyar más allá del Rin a los aliados
protestantes del rey.
Toda Francia hablaba de esa guerra
que los católicos repudiaban. ¿Acaso los hugonotes alemanes, no saldrían
victoriosos gracias al ejército del rey Henri?
En ese conflicto que se preparaba,
el Rey tenía a todo el mundo en su contra. Empujada por los Epernon y los
Concini, la Reina – ya conocemos los sentimientos a favor de España de Maria de
Medicis – parecía ponerse a la cabeza de los descontentos.
Un hombre que había venido de
Angoulême – un gigante con la barba pelirroja y de verde vestido – deambulaba
entonces por la ciudad. Se encontraba entonces en una posada cerca de los
Quinze-Vingts, escuchando en las mesas vecinas los “se está diciendo que”, que
se oían por todo Paris. De pronto, sus ojos brillaron, un cuchillo estaba ahí,
abandonado encima de una mesa. Lo observó con avidez. Era una “señal”, puesta
en su camino por el Todopoderoso. He aquí lo que le permitiría, a el, que se creía
el depositario “de los secretos de la Divina Providencia ”,
llevar a cabo el proyecto que le atenazaba desde hace años, ese negro designo
que lo embrujaba y que lo que había oído en contra del rey hugonote, venía a
confirmarle.
Nadie le miraba. Había alargado la
mano y se había apoderado del cuchillo, luego, deprisa se había marchado…
Se llamaba Jean-François Ravaillac.
En esos primeros días de mayo de
1.610, estaba aún pendiente la ceremonia de consagración de María de Medicis,
esa ceremonia, cuyos preparativos habían echado a Henri del Louvre, esa
consagración que espantaba a Henri.
¡Ah! ¡Maldita consagración!
Clamaba. ¡Serás la causante de mi muerte!
Y como Sully se extrañaba, Henri
IV apuntó:
- Amigo mío, no quiero ocultaros
que se me ha dicho, que me matarán en el primer acto solemne que haré y que
moriré subido en una carroza. Es la razón por la cual estoy tan asustado.
- ¡Dios mío!, en su lugar, Sire, yo
me marcharía mañana mismo, dejaría que se celebrara la consagración sin mí, o
la trasladaría a otra fecha, y por mucho tiempo, no volvería ni a Paris, ni a
subirme en una carroza. ¿Desea su Majestad que envíe enseguida a Notre-Dame y a
Saint-Denis, la orden de dejarlo todo y de despedir a los obreros?
-Ya me gustaría, pero ¿Qué dirá mi
mujer? Esa consagración la tiene fascinada.
Sully, cuyo respeto por Marie de
Medicis no le reprimía, exclamó:
-Dirá lo que quiera, pero no
puedo creer que, cuando se entere de lo persuadido que os encontráis de que os
va a acarrear tanto mal, se oponga más aún.
Pero Maria de Medicis quería su
consagración, y el resultado de la gestión hecha por Sully, solo fue el de
retrasar la ceremonia tres días. Se fijó para el 10 de mayo, luego para el 13.
El 12, Henri apareció aún más
extraño.
-Amiga mía dijo a la Reina , confiésese por vos y
por mí.
Delante de una puerta, se
escurrió delante de su mujer:
-¡Pase Vd. Señora Regente!
Por fin, cuando se hacía alusión
a la entrada de María en Paris que iba a tener lugar el domingo siguiente, el
Bearnés suspiró:
-Esto no es
para mí, no lo veré.
Parece que presentía la presencia
de Ravaillac, deambulando siempre por las calles de la capital, un cuchillo en
su corazón y llevando en su pobre cabeza de iluminado - como así lo relata
Philippe Erlanger en su obra: La extraña muerte de Henri IV – “cosas de las
cuales se asustaba: sueños y enfados de María de Medicis, designos tenebrosos
de los Concini, ambiciones y rencores de Epernon y Henriette, equilibrio de
Europa entre católicos y protestantes, entre los Habsburgos y los Borbones”. Un
Ravaillac que estaba sugestionado a pesar suyo, un autómata que era conducido
sin que sea conciente de ello -, como así lo ha demostrado fehacientemente
Philippe Erlanger. Michelet tenía razón cuando escribía:” En lo que se refiere
a la muerte del rey, todos se entendían con medias palabras, sin comprometerse
daban campo libre al iluminado”.
El crimen no llegaba a tramarse en
la sombra. En cada encrucijada, se repetía en Paris:
-Ha llegado el asesino del Rey. Es
un gran diablo de hombre, poderoso y fuerte de miembros, tirando a pelirrojo,
vestido de verde a la moda flamenca.
Toda Francia y toda Europa creían
incluso que el asesinato se había llevado a cabo. El vicealmirante de Holanda,
que se encontraba entonces en Paris, recibía esta carta de Amberes: “hemos
tenido noticias de que habrían matado el Rey de una puñalada”. En Bruselas, en
donde solo se hablaba de la próxima guerra, se paraban a los correos que venían
de Francia, para preguntarles si “traían la noticia de la muerte del Rey”. Aún
más, el 3 de mayo, un correo que venía de Cambrai decía que el Rey acababa de
ser asesinado “de dos puñaladas”.
En Dieppe, una monja dice a su
abadesa:
-Madame, mandad decir oraciones a
Dios, para el Rey, porque lo están matando.
Y el rey no ignoraba nada de eso.
El viernes día 14 amaneció, ese viernes
que los horóscopos habían señalado con una cruz negra…El rey que volvía de la
misa que había oído calle Saint-Honoré, en les Feuillants, dice a Bassompierre
y al duque de Guise:
Vosotros no me conocéis ahora; pero
moriré un día de estos y, cuando ya no
esté, os enterareis de mi valía y de la gran diferencia que hay entre mi
persona y los demás.
Bassompierre, trataba de demostrarle de
que “no había felicidad” como la suya, como su existencia, “colmada de bienes,
de dinero, de bellos palacios, hermosa mujer, amantes hermosas, hermosos niños
que están creciendo”.
-¿Qué más queréis, Sire?
Henri suspiró:
-Amigo mío, hay que dejar todo eso.
El Rey parecía agitado, inquieto,
nervioso; se hablaba en su presencia del manto con flores de lirios de la Reina…
-Quisiera una casaca semejante, la
llevaré encima de mi armadura…pero creo que no me será útil. ¡Los príncipes
están enterrados en el manto de su consagración!
El Rey no cabía en sí.
-¿Qué hora es?
-Son las tres, Sire, le contesta el
jefe de los guardias. Pero veo a su Majestad triste y pensativa. Tendría que
respirar aire fresco. Esto os llenaría de alegría.
Esperando el coche, Henri confía a
Castelnau:
-¡Ah, amigo mío, como me gustaría hoy
cambiar de condición! Es en la soledad, que encontraría la verdadera
tranquilidad para mi espíritu… pero esa vida no está hecha para los príncipes,
se deben a sus Estados. En ese tempestuoso mar, el único descanso es la tumba.
Un poco más tarde, el bearnés sentía
como la cabeza le daba vueltas. Se acercó a una ventana, sujetándose el rostro
con ambas manos:
¡Dios mío tengo algo ahí adentro que
me tiene preocupado! ¡No se lo que es, no puedo salir de aquí!
En su habitación, encontró un pliego
de papel lacrado. Lo abrió y leyó estas palabras:”¡ Sire, no salgáis esta tarde!”. Pero al contrario, la advertencia
pareció darle el ánimo que le faltaba para enfrentarse con la muerte. Sin duda
preguntará dos o tres veces a su mujer:
- Amiga, mía ¿iré, o no iré?
Pero era como un juego. Bajo le
escalinata de su habitación y subió a la carroza, preguntando:
-¿A cuanto del mes estamos?
-El trece, Sire.
-No, el catorce, precisó Epernon
-Es verdad, conoce Vd. mejor que yo su
almanaque
Se le oyó entonces murmurar:
-Entre el trece y el catorce…
Eran las mismas palabras de una
profecía, que determinaban la fecha de la muerte del rey…de su muerte en
carroza, se decía.
-¿En donde tengo que llevar al rey?,
pregunta Liancourt.
-¡Llevadme fuera de aquí!
Henri se presignó entonces
solemnemente, mientras que el pesado carruaje arrancaba.
Y el hombre pelirrojo, vestido de
verde, que estaba apostado ahí en la entrada, empezó a correr detrás del
carruaje…
Hace buen tiempo. Queriendo ver los
arcos de triunfo levantados por la ciudad para festejar la entrada de la Reina,
el Rey pide que se alcen las cortinas de cuero de la carroza, que no estaba
acristalada y abierta a todo viento. Después de haber entrado por el camino de la Croix-du -Trahoir y tomado
la calle Saint-Honoré, se accede muy pronto en la estrecha calle de la Ferronerie que está
paralela al cementerio Saint-Innocent. Dos pesados carros – uno cargado de
vino, el otro de forraje – bloquean el paso. El conductor pone los caballos al
paso. Los criados de a pié que acompañan el coche, atraviesan el cementerio
para volverse a encontrar con la comitiva del otro lado de la calle.
En la carroza, están distraídos. Todos
escuchan a Epernon. El rey, habiéndose olvidado de sus gafas, pide al duque de
leerle una carta escrita por el conde de Soissons.
El coche se detiene delante de una
posada en donde cuelga un cartel: Al
corazón coronado traspasado por una flecha. Repentinamente, el hombre
pelirrojo se abalanza, poniendo el pié en el eje del coche, se echa encima de
Henri y le asesta dos puñaladas “como si fuera en una paca de heno”, dos golpes
tan violentos que la hoja penetra hasta el mango.
"Estoy
herido…no es nada", murmura el rey.
Pero un río de
sangre sale de su boca…
La arteria
aorta ha sido cortada.
¿Oyó acaso el
duque de la Force
inclinado sobre él?
Que le
gritaba:
"¡Sire, acordaros
de Dios!"
Ravaillac permanecía clavado en su
lugar, el cuchillo en la mano. Parecía tener una calma extraña, como extasiado
“Como para que lo vean y para glorificarse del más grande de los asesinatos”.
-No lo matéis, clamó Epernon; o responderéis con vuestra vida.
-Mientras que gritaban: “¡Traer vino!
¡Llamar a un cirujano!”, la carroza volvía a regresar al Louvre, al trote
ligero. Se extendió su cuerpo en la salita contigua a la habitación. Maria de
Medicis entró, “clamando alaridos extraordinarios”:
-¡El Rey ha muerto! ¡El Rey ha muerto!
El canciller de Sillery le lanzó:
-Su Majestad
me perdonará, los Reyes no mueren en Francia.
Y señalando al
Delfín, con la boca abierta, que estaba mirando a la Reina, añadió:
- He aquí el
rey vivo, Madame.
María se calló.
Según Philippe Erlanger, Ravaillac fue
el instrumento del duque de Epernon, el antiguo favorito de Henri III, que no
le perdonaba al Bearnés, de reinar en el lugar del de Valois, y que estaba
coaligado con España, también de la marquesa de Verneuil, esta ávida favorita
del galante Viejo Verde, la cual, decepcionada en sus ambiciones, conspiraba
desde hace diez años en contra de su amante; uno y la otro tuvieron la
complicidad de la gran imbécil de Maria de Medicis que quería ser regente.
Los jueces de Ravaillac, estuvieron
enseguida aclarados. El primer presidente exclamó, cuando alguno le pedía las
pruebas:
-¡Las hay más que de sobra!, ¡las hay
más que de sobra!
Maria de Medicis les pidió su parecer en
lo referente al proceso, contestó:
-Le diréis a la Reina, que Dios me ha
permitido vivir en este siglo, para ver y oír cosas tan extrañas, que nunca me hubiera
imaginado poder ver u oír, en toda mi vida.
Pero ¿Qué podían hacer los magistrados,
aunque fueran íntegros, cuando la muerte del Rey había hecho de Maria de
Medicis y del duque de Epernon – como así estos lo deseaban – la regente y el
casi amo del reino?
Y se guardó silencio.
Philippe Erlanger, descubrió este
documento de capital importancia del embajador Foscarini: ”la Señorita du Tillet reconoció
conocer al asesino del rey, a quien varias veces le dio lo necesario para vivir,
circunstancia que los jueces consideraron importante…” Estamos pues
convencidos, como así lo estuvieron los magistrados, que el duque de Epernon,
gobernador de Angoulême, había contactado con Ravaillac y que lo envió a casa
de su amante Charlotte du Tillet.
Quizás ambos no le pusieron el cuchillo en la mano, pero, aprovechándose de la ocasión, habían influido en el asesino y seguramente le habían aconsejado cometer el crimen después de la consagración de Maria de Medicis. Ravaillac – y esto fue una de sus raras afirmaciones – reconoció que había tenido bien cuidado de no atacar antes de la consagración.
Quizás ambos no le pusieron el cuchillo en la mano, pero, aprovechándose de la ocasión, habían influido en el asesino y seguramente le habían aconsejado cometer el crimen después de la consagración de Maria de Medicis. Ravaillac – y esto fue una de sus raras afirmaciones – reconoció que había tenido bien cuidado de no atacar antes de la consagración.
“Durante tres siglos, nos dice aún
Philippe Erlanger, se va a repetir que Ravaillac no consultaba, no escuchaba a
nadie, obedeciendo solo a sus voces interiores. Sin embargo este hombre que
delira, actúa como el político más avisado. Ningún boletín publicaba entonces
el empleo del tiempo de las personas reales. ¿Como puede ser entonces que un
pobre diablo, perdido entre la muchedumbre, haya podido conocer el del
soberano, sino visitado algún lugar en donde le hayan informado? Los jueces
evitarán cuidadosamente de preguntarselo.”
Estaban horrorizados y, el 5 de
marzo siguiente, el parlamento emitía un fallo espeluznante: Se daba carpetazo
al asunto, “en vista de la importancia
de los acusados”
Quedamos tan estupefactos como los
jueces.
Y quedamos pensando…
Pensamos que una guerra casi
ideológica, una guerra concebida y querida por el Rey iba a comenzar y
enfrentar en contra de Henri IV
conjuntamente, el partido español y el partido ultra católico…La Iglesia , en efecto, veía
con preocupación acercarse el conflicto que, seguramente podría facilitar el
triunfo de la revolución protestante.
Pensamos también hasta que punto
la ventripotente María de Medicis deseaba la regencia. ¡Naturalmente, no tenía
que tomar decisión alguna! Epernon, Concini, Entragues, los tres amigos e
incluso agentes de España, obraban para el mejor de sus intereses y los del
partido hispano-ultramontano – sin olvidarse de sus propios intereses…
Pensamos también en todos esos
jesuitas, esos monjes cordeleros o jacobinos, esos confesores a quien Ravaillac
“incluso sin ampararse bajo el secreto de confesión”, confesaba su intención de
matar al antiguo Rey herético. Nunca denunciaron a ese iluminado, ¡Ese autómata sonámbulo que no dejaba de alzar su cuchillo! Se habían limitado a decirle,
como el padre d´Aubigny, el más célebre de los casuisticos jesuitas:
Quítese todo esto de su mente.
Rezad el rosario, comed buenos potajes y oradle a Dios.
¡Buenos potajes!, ¿Acaso era para
darle más fuerza, para asestar mejor el golpe?
Pensamos también en las últimas
palabras de Ravaillac sobre el patíbulo, cuando iba a ser descuartizado por
cuatro caballos:
¡Que bien me han engañado, cuando
me dijeron que el golpe sería bien recibido por el pueblo, ya que es el que
entrega los caballos para desmembrarme!.
¡Que bien me han engañado!
La puñalada de Ravaillac
cumplió todos los deseos de los
conspiradores. El “partido español” gobernaba; la Reina ocupaba la regencia;
Epernon y Concini, a pesar de ser cómplices enemigos, se encontraban por cierto
tiempo amos del Reino. En cuanto a Henriette de Verneuil, volvió a la corte, muy
bien acogida por María de Medicis. Y las dos antiguas rivales, “que se habían
disputado un Rey, antes de contribuir a su pérdida”, se volvieron amigas
inseparables. Por fin – hecho único – el Nuncio y el Embajador de España,
tuvieron derecho a ocupar un sitio en el consejo de la Regente.
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