Del historiador francés André Castelot
En el mes de
Junio de 1.559, los vecinos de la Calle
Saint Antoine, que moraban entre la calle Saint Paul y en la
entrada de la Bastille ,
suspiraron profundamente: su calle bajo el pretexto de que era, de la Bastille a la calle Saint
Paul, la más grande avenida de todo Paris, iba una vez más y durante varias
semanas, a servir de marco a los torneos de la corte que moraba a dos pasos de
ahí: En el castillo de La Tournelle. Hasta
ahora, para los vecinos de la calle Saint-Antoine, los asuntos no se habían
torcido demasiado. Sin duda alguna, en el transcurso de los alegres
recibimientos, solo se habían contentado de colgar en la fachada de sus casas
tapicerías y telas, pero algunas ventanas quedaban libres, y es así como –
espectáculo poco corriente – habían podido asistir, en el mes de Enero de 1.540, a la entrada del Emperador Carlos V, al cual, el rey François había autorizado a atravesar por Francia.
Sin embargo, esta vez, se tomaban demasiadas
libertades: se quitaban los adoquines de las calles, se transformaba la calzada
en pista de arena, se tapiaba la salida de las calles, se quitaba la cruz
delante de la iglesia, se arrancaba el viejo olmo que tenía más de doscientos años,
y por fin se levantaban adosadas a las casas, las altas tribunas que taponaban
el aire y la luz: La calle Saint-Antoine iba a servir durante varias semanas de
marco, para los torneos reales.
Ya antes, se
había producido la misma operación, al comienzo del año para una kazozelle, fiesta dada en honor de la
pequeña María Stuart que se había desposado con el delfín François. ¡Que
pesadilla de murga! El kazozelle que estaba
censado representar un combate entre turcos y moros, otorgaba la facultad de
tocar los tambores "¡a la moda otomana!", Las tribunas habían impedido a los
vecinos ver cualquier acontecimiento…¡El barrio carecía de agrado!
Entre ellos y el río Sena, se encontraba el cementerio de Saint-Paul en donde se enterraba desde el año 632 y, las tardes de verano, una densa niebla malsana se levantaba del recinto y venía a juntarse con los vapores pestilentes que subían del alcantarillado. Este ultimo drenaba en la calle Saint-Antoine, hasta la iglesia, todas las aguas del barrio, y naturalmente al descubierto, transcurría, - es una manera de decir - cruzando la cultura Sainte-Catherine hacia los fosos del recinto de Carlos V.
Entre ellos y el río Sena, se encontraba el cementerio de Saint-Paul en donde se enterraba desde el año 632 y, las tardes de verano, una densa niebla malsana se levantaba del recinto y venía a juntarse con los vapores pestilentes que subían del alcantarillado. Este ultimo drenaba en la calle Saint-Antoine, hasta la iglesia, todas las aguas del barrio, y naturalmente al descubierto, transcurría, - es una manera de decir - cruzando la cultura Sainte-Catherine hacia los fosos del recinto de Carlos V.
Y hoy, en ese cálido mes de Junio de 1.559,
las tribunas volvían a ocultar - y para un largo periodo - las ventanas de las
casas. Había un único consuelo: las fiestas que iban a celebrarse, festejaban
la paz con los Españoles.
“Por orden del Rey, habían proclamado los
heraldos de la ciudad a cada encrucijada, después de una larga y cruenta
guerra, donde hablaron las armas con gran efusión de sangre humana, obedece a
razón que cada uno tenga a bien de alabar y celebrar un bien tan grande con
grandísima muestra de gozo, placer y alegría.”
A decir
verdad, los parisinos estimaban que se pagaba muy caro un “bien tan grande” a
cambio de pocas compensaciones. Francia perdía la Saboya , el Piemonte y el
Milanés, Córcega, Bresse y Bugey. Como lo decía un cronista, “en una hora y de
un plumazo, se tuvo que devolver todo, y
ensuciar y ennegrecer todas nuestras hermosas victorias pasadas, con tres o
cuatro gotas de tinta”. Las “tres o cuatro gotas de tinta”, habían también
previsto las bodas de Felipe II con Elisabeth de Francia, hija de Enrique II y
que tenía trece años, y también el matrimonio de Marguerite, hermana del rey,
con el duque de Saboya, Felipe-Emmanuel. El Saboyardo se había personado para
la ceremonia, pero el español había enviado para sustituirle, al duque de Alba.
Una mañana de Junio de 1.559, entró en la alcoba de su futura reina y con su
pierna izquierda desnuda, tocó la pierna desnuda de la jovencita. El matrimonio se declaró entonces “consumado”, Y el duque de Alba se retiró de la cama no sin
algún pesar. Es lo que los franceses llamaban:
“Un asunto que
cojeaba de una pierna…”
A la mañana
siguiente, comenzaban los torneos, “y mostraron bien los franceses a los españoles, que son más diestros que ellos en lo que se refiere a la
caballería”. Nuestros invitados “mostráronse tan torpes, e hicieron carreras
tan renqueantes, que parecía a todo momento que iban a descabalgarse”.
Antes de la
boda con el de Saboya, las lides vuelven a comenzar. El rey Henri está entre
los concursantes y el martes 28, así como el miércoles 29, y se clasifica entre
los vencedores.
Catherine de Medecis |
Es Jueves 30
de Junio de 1.559. Desde las nueve de la mañana, los invitados ocupan las tribunas. La reina Catherine se
acomoda en su logia situada a la altura del actual 62, de la calle
Saint-Antoine. Cerca de ella se coloca Diane de Poitiers, duquesa de
Valentinois, amante del rey. Henri la ama con locura…A pesar de que Diane tenía
entonces sesenta años. Presentaba además un caso sorprendente de eterna
juventud. “He visto a la duquesa de Valentinois con la edad de setenta años,
escribirá Brantôme, tan hermosa de cara, tan fresca y tan amable como si
tuviera treinta años.”
El rey, como
siempre, lleva sus colores: el negro y el blanco, ya que esos son los colores de su amante, que lleva el
luto de Monsieur de Brézé…es con esos colores que había combatido en la guerra
y bajo los cuales hoy, va a encontrarse con la muerte. Firmaba sus cartas con
un H en donde se apoyaba una doble
luna creciente: la luna creciente que era, sin duda alguna el emblema personal
de Henri, pero que personificaba sobre todo – en la mente de todos – el astro
que la bella Diana encarnaba. Este H
y sus dos lunas crecientes formaban dos D
que se entrelazaban. Se las encuentra en todas las armaduras, encima de las
chimeneas y de las puertas de todos los castillos. ¡Hasta en el vestido de la
consagración del rey! Así en la mismísima catedral de Reims, lugar de la consagración,
declaraba su adulterio.
Catherine odia
a su rival, pero la soporta, porque le debe ciertos favores. Dio a luz a diez hijos – de los cuales
tres serán reyes de Francia – y debe ese resultado a Diane que había obligado a
su amante a retomar la alcoba de su mujer. Henri tenía por ello algún mérito,
porque se decía que Catherine era el vivo retrato del papa León X que tenía dos
grandes ojos blancos muy poco atractivos.
Me portaba muy bien con Madame de
Valentinois, reconocía un día la reina…
Pero añadía:
Pero además,
le daba a entender que era muy a pesar mío, ya que ninguna mujer que amó a su
marido, pudo también amar a su puta.
Ruego a mis lectores que me
perdonen esa palabrota. Estamos en el siglo XVI, y el famoso escritor Rabelais
acaba de ser enterrado a dos pasos, en el cementerio de Saint-Paul. Su cadáver
– digámoslo de paso – se encuentra quizás bajo la acera de la calle
Neuve-Saint-Pierre, cerca de los restos del hombre de la máscara de hierro y de
Jean Nicot, de los cuales, tampoco se encontraron sus tumbas.
Al otro lado de Catherine de
Medicis, toman asiento Maria Estuardo y el Delfín. La pequeña reina de escocia
solo tiene catorce años, pero su belleza “empieza a deslumbrar como la luz del
medio día”. Parece cansada y de desmaya al más mínimo de los pretextos. Los
cronistas llaman a la enfermedad de la pequeña infanta “el pálido color”. ¿De
donde le viene ese mal? Algunos afirman que François – solo tiene quince años –
aún no logró hacer mujer a su esposa. Ese adolescente, craso y lleno de granos
es solo un pobre enfermo. “Tiene las partes genitales estreñidas”, nos dice con
crudeza un cronista.
Los clarines resuenan alto y
claro. El torneo va a dar comienzo. Catherine alza los ojos al cielo. Tiembla,
porque un astrólogo avisó al rey “de evitar un combate singular en campo
cerrado, sobre todo en los alrededores de su cuarenta y un años”…
Justo en el medio de la rue
Saint-Antoine, una barrera larga, de una altura de la grupa de un caballo, separa a los contendientes.
Estos, en un pasillo bastante estrecho, tienen que abalanzarse el uno hacia el
otro, con toda la velocidad de sus caballos. Sujetan con sus manos una gran
lanza de madera con la punta de hierro, con la cual tratarán de derribar a su
adversario, apuntando la armadura. El duque de Saboya es el primero en estar
armado y en un gran crujido de hierros, se dirige pesadamente hacia el rey a
quien Monsieur de Vieilleville le está colocando “el yelmo en la cabeza”.
-Apretad bien las rodillas, dice
el rey riendo, dirigiéndose a su futuro cuñado, porqué quiero derribaros muy
bien, sin reparar ni en la alianza ni en la fraternidad.
- Ayudados por sus escuderos,
ambos suben en sus caballos pertrechados. Henri lleva en su casco – y su corcel
en la cabeza – un pesado penacho de plumas negras y blancas, que son los
colores de Diana. Los contendientes se lanzan el uno contra el otro. El duque
de Saboya está alcanzado por la lanza. A pesar de apretar las rodillas, está
obligado, para no caer, a agarrarse de una manera poco elegante al estribo de
su silla…Ahora le toca al duque de Guise. Es gigantesco. En las batallas,
“hiendo siempre a guerrear a cara descubierta”, recibió una tremenda herida que
le valió el sobrenombre de “el Balafré”. Henri no logra derribarlo: no hay
vencedor.
El tercer combate va a comenzar.
El rey monta un caballo que pertenece a Filiberto de Saboya. Está encantado con
“el alegre vigor” que le muestra su montura y se lo hace saber a su futuro
cuñado, que le contesta, suplicándole en nombre de la reina “de dejar la
tarea”, estando ya “la hora avanzada, y el tiempo caluroso en extremo”. En
efecto, medio día acaba ya de sonar, pero Henri contesta que es el retador y, que según lo piden las leyes de la
caballería, tiene que sortear tres carreras. Su adversario está ya ensillado.
Es el comandante de la guardia escocesa: Gabriel de Montgomery, conde de Lorges.
“Cornetas y clarines tocan y suenan a todo tren, ensordeciendo los oídos” Ambos
contendientes toman carrera y embisten,
el encontronazo es terrible, ambas lanzas se parten, pero los
combatientes no caen a tierra. El rey podía detenerse pero quiere romper otra
lanza.
Gabriel de Montgomery |
- Sire, implora Vieilleville, juro
por el Dios vivo, que hace más de tres noches que no paro de soñar que os tiene
que ocurrir hoy alguna desgracia, y que este último mes de Junio os va a ser
fatal. ¡Hacer lo que os plazca! Montgomery insiste, él también,
para detener el combate, pero el rey quiere proseguir. El retador y el
asaltante embisten el uno contra el otro. Otra vez, el choque es terrible,
ambas lanzan se parten, jinetes y monturas tienen dificultades en volver a
encontrar el equilibrio. Al llegar al final del pasillo ambos contendientes se
dan la vuelta. Henri II coge una nueva lanza, pero Montgomery se olvida de
tirar el trozo que tiene en la mano. Contraviniendo la regla y no se sabe el
motivo, las trompetas se han callado. Los jinetes revestidos de hierro vuelven
a arrancar al galope, y solo se oye un gran crujido de hierro y el martilleo de
las pezuñas en la arena de la calzada. Los espectadores dejan de respirar:
todos se dan cuenta de que el comandante de la guardia escocesa ha olvidado de
tirar su arma quebrada, la sigue alardeando ante él. Ambos contendientes chocan
otra vez, el pedazo de lanza de Montgomery resbala sobre la armadura, levanta
la visera del yelmo y penetra en la cabeza del rey. Un gran clamor se eleva de
la asamblea. Catherine y Diane se han levantado. Henri se tambalea, se abraza
al cuello de su caballo, las plumas negras y blancas se mezclan con las de su
corcel, pero aún tiene fuerzas para perseguir su carrera hasta el final del
pasillo. Ahí se deja caer en los brazos de sus escuderos que se dan prisa para
quitarle su armadura.
Se lleva el rey a las Tournelles.
La herida es espantosa. La lanza penetró por el ojo derecho y salió por la
oreja. Montgomery llorizquea al pié del lecho. En el castillo solo se oyen
lloros y lamentos. Catherine y Diane están con las lágrimas. Francisco - muy pronto el rey Francisco II – está de pié,
aterrido al lado de la hermosa María. ¡Van a reinar y solo tienen quince años!
Los otros hijos – los futuros Charles IX y Henri III, la pequeña Margot que se desposará
con Henri IV, el pequeño Alençon – deambulan por el castillo, abandonados…
Ambroise Paré acude a la cabecera del
herido. Se queda paralizado, no atreviéndose a obrar como lo hizo con el
Balafré: Se había entonces apoderado de las tenazas de un herrero, y apoyándose
con un pié sobre la cabeza del paciente, había arrancado el pedazo de lanza de
la herida. Esta vez, tiene miedo y se contenta de tratar de sacar por la nariz
unos fragmentos del arma de Montgomery. Ya se derrama pus… se decapitan algunos
condenados del Chatelet y se llevan las cabezas a casa de Ambroise Paré, que
hunde por cada ojo derecho un “tronzón” de lanza partido. Pero esas espantosas
autopsias no aportan ninguna aclaración.
El rey sabe que está perdido.
Exige, el 9 de Julio, que se celebre la boda de su hermana, que “parecía más un
desfile fúnebre y funerales que cualquier otra cosa, ya que en vez de oboes y
violines, solo había llantos, suspiros, tristeza y pesares; y para mejor
representar un entierro, se desposaron poco después de media noche, en la
iglesia de Saint-Paul, con antorchas y velones…”
Mientras que Henri II estaba
agonizando, Diane estaba enclaustrada en su casa. Catherine había prohibido la
entrada en la cámara real a su rival y la tarde del 8 de Julio, le había
enviado un mensajero:
-Madame, me envía Madame Catherine.
La Reina desea
que devolváis las joyas de la corona.
Muy noblemente, Diane preguntó:
-¿Ha muerto el rey?
-No, Madame, pero se cree que Su
Majestad no pasará de esta noche.
-¡Pues aún no tengo amo!
Tendrá un nuevo amo el 10 de Julio.
Esa mañana, el rey murió. Diana observó el cortejo que llevaba el cuerpo de su
amante a Saint-Denis. Sobre el carro fúnebre, el H de Henri II seguía abrazado por las medias lunas crecientes…
Tuvo que devolver las alhajas.
Tuvo que devolver fuertes sumas de dinero, y sobre todo tuvo que devolver su
querido castillo de Chenonceaux.
¡Cuánto echará de menos Diane, el no
poder oír de su cama el dulce murmullo del río Cher envolviendo las pilas del
puente nuevo!
Por no tener que pasar por la rue
Saint-Antoine, la regente Catherine ordenará un día arrasar les Tournelles. Más
tarde en su lugar, se edificará una plaza franqueada de edificios azules por
sus pizarras, rojos por los ladrillos, blancos por las piedras.
Como así lo escribirá un día
Victor Hugo: “Fue la lanzada de Montgomery la que ha creado la Plaza des Vosges.”
Gabriel de Montgomery, tomó el partido de los protestantes, fué derrotado por los católicos, y murió decapitado.
Gabriel de Montgomery, tomó el partido de los protestantes, fué derrotado por los católicos, y murió decapitado.
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