LAS TRES MISAS VESPERTINAS (Les trois messes basses) de Dom Balaguère |
En mi juventud, cuando residía en Francia desde el año 1.945 hasta el año 1.965, en donde estudié con los HH Maristas 13 años, recuerdo que para poder comulgar en la misa hacía falta un ayuno de 24 horas, luego se recortó a 3 horas, y ahora se pide solo una hora. Recuerdo las misas en latín que llegué - y aún soy capaz - a memorizar, y sé recitar el Pater, el Credo; y muchas oraciones de la Santa Misa.
Recuerdo también que en Navidad se decían a media noche 3 misas seguidas, que en Francia se denominaban "Les trois messes basses", que me dijo cierto Sacerdote joven que en España se llamaban misas vespertinas o misas menores.
Se me ha quedado grabado en la mente que la mayoría de la gente seguía con mucho fervor la misa en un misal, en donde estaban por una parte las oraciones de la misa en latín, y al lado su traducción en francés; al cabo del tiempo, ya no se necesitaba esa traducción porque ya se sabía su significado en latín. Eso lo digo para refutar la opinión de los que dicen que nadie entendía las oraciones. Ahora es cuando no se entiende, en España cuando se va a una región con su propio dialecto, o en el extranjero.
Se me quedó también grabado la comunión de rodillas; la genuflexión, cuando se recitaba el Credo y se llegaba al "Incarnatus est ex María Virgine", y tantos signos de respeto hacia el Santísimo, que desgraciadamente, hoy se han perdido.
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LES TROIS MESSES BASSES
(Cuentos desde mi Molino de Alphonse Daudet)
- ¿Dos pavos rellenos de trufas, Garrigoú?
- Sí, mi Reverendo, dos magníficos pavos forrados de trufas. Si lo sabré yo,
que fui el que ayudó a rellenarlos. Parecía que su piel se iba a rajar al
asarlos, de lo tensa que estaba...
- ¡Jesús - María! ¡A mí que me gustan tanto las trufas!... Dame de prisa mi
estola, Garrigoú...Y además de los pavos, ¿qué más has visto en las cocinas?...
-¡Oh! Toda clase de cosas suculentas...Desde medio día, no paramos de desplumar
faisanes, avefrías, patos, urogallos. Estaba todo el aire lleno de plumas
volando... Luego, del estanque trajeron anguilas, carpas doradas,
truchas, y...
- ¿Como de grandes las truchas, Garrigoú?
- Así de grandes, mi reverendo... ¡Enormes!...
- ¡Oh! ¡Dios mío! Me parece que las estoy viendo... ¿Has puesto ya el vino en
las vinajeras?
- Sí, mi Reverendo ya he puesto el vino en las vinajeras...Pero ¡Caray!, no tiene
nada que ver con el que va Vd a beber dentro de poco, al salir de la misa del
gallo. Si hubiera Ud. visto en el comedor del castillo, todas esas licoreras
resplandecientes llenas de vinos de todos los colores... ¡Y la vajilla de
plata, los centros de mesa labrados, las flores, los candelabros!...Nunca se
habrá visto un banquete igual. El Señor Marqués invitó a todos los nobles del
vecindario. Seréis por lo menos cuarenta comensales, sin contar el apoderado y
el maestresala...¡Ah! ¿Qué felicidad la suya, mi Reverendo por poder
participar!...¡Solo al haber olfateado esos hermosos pavos, el olor de las
trufas me persigue por todos partes...Beee!...
- Vamos, vamos, hijo mío. Guardémonos del pecado de gula, sobretodo esta noche
de Navidad...date prisa de ir a encender las velas y de tocar el primer aviso
de la misa; porque se acerca la media noche, y no tenemos que retrasarnos...
Esta conversación tenía lugar una noche de Navidad en el año de gracia de mil
seiscientos y pico, entre el reverendo Dom Balaguère, antiguo prior de los
Bernabitas, y a la presente capellán titulado de los Sires de Trinquelage, y su
pequeño monaguillo Garrigoú, o por lo menos lo que creía que era su monaguillo,
porque habéis de saber, que esa noche, el diablo había tomado la cara redonda y
los rasgos indecisos del joven sacristán, para así mejor inducir al reverendo
padre en la tentación y hacerle cometer un espantoso pecado de gula.
Luego, mientras el suso dicho Garrigoú (¡Jo! ¡jo!) hacía repicar las campanas
del castillo señorial a brazo partido, el Reverendo acababa de revestirse de su
casulla en la pequeña sacristía de su castillo; y, el espíritu turbado por
todas esas referencias gastronómicas, se decía a si mismo vistiéndose:
- ¡Pavos asados...carpas doradas...truchas así de grandes!...
Afuera, el viento de la noche soplaba esparciendo la música de las campanas, y
poco a poco las luces aparecían en la sombra en la falda del monte Ventoux, en
lo alto del cual se levantaban las torres del viejo castillo de Trinquelage.
Eran las familias de los aparceros que venían a oír la misa del gallo al
castillo. Subían la cuesta cantando por grupos de cinco o seis, el padre
delante, el candil en la mano, las mujeres arropadas en su gran manta oscura en
donde los niños se apretujaban y se abrigaban. A pesar de la hora y del frío,
toda esa buena gente caminaba alegremente, con la esperanza de que al terminar
la misa, habría, como todos los años, una mesa preparada para ellos, abajo en
las cocinas. De vez en cuanto en la dura cuesta, la carroza de un noble,
precedido por los porteadores de antorchas, hacía resplandecer sus cristales en
el claro de la luna, o bien una mula trotaba agitando sus cascabeles, y gracias
a la luz de las farolas envueltas en la bruma, los aparceros reconocían su
arrendatario y lo saludaban al pasar.
- ¡Buenas noches, buenas noches Maese Arnotón!
- ¡Buenas noches, buenas noches, hijos míos!
La noche era clara, las estrellas deslumbraban por el frío; el viento hería, y
una fina llovizna, que resbalaba en la ropa sin mojarla, guardaba fielmente la
tradición de las Navidades blancas de nieve. Arriba en la cuesta, el castillo
aparecía como la meta, con su enorme cantidad de torres, de almenas, el
campanario de su capilla alzándose en el cielo negro azulado, y una gran
cantidad de lucecitas que parpadeaban, iban, venían se agitaban en todas las
ventanas, y en el fondo sombrío del edificio se asemejaban a chispas que
corrían en las cenizas de un papel quemado..
.Una vez cruzado el puente levadizo y el portón, para ir a la capilla había que cruzar el primer patio, lleno de carrozas, de lacayos, de sillas de andadas, todo alumbrado por el fuego de las antorchas y del resplandor de las cocinas. Se oía el tintineo de los hierros de los asados, el retumbe de las cacerolas, el choque de la cristalería y de la vajilla de plata, que se aprestaban para preparar el banquete; por encima de todo flotaba un vapor tibio que dejaba un agradable olor a carnes asadas y a hierbas aromáticas para las complicadas salsas, lo que hacía decir tanto a los aparceros como al capellán, como al arrendador, como a todo el mundo:
.Una vez cruzado el puente levadizo y el portón, para ir a la capilla había que cruzar el primer patio, lleno de carrozas, de lacayos, de sillas de andadas, todo alumbrado por el fuego de las antorchas y del resplandor de las cocinas. Se oía el tintineo de los hierros de los asados, el retumbe de las cacerolas, el choque de la cristalería y de la vajilla de plata, que se aprestaban para preparar el banquete; por encima de todo flotaba un vapor tibio que dejaba un agradable olor a carnes asadas y a hierbas aromáticas para las complicadas salsas, lo que hacía decir tanto a los aparceros como al capellán, como al arrendador, como a todo el mundo:
- ¡Que buen banquete de Navidad tendremos después de la misa del gallo!
¡Drelindin din!...¡Drelindin din!...
Es la misa del gallo que comienza. En la capilla del castillo, una catedral en
miniatura, con los arcos entrecruzados, con las paredes forradas de madera de
roble, hasta la altura de los muros, en donde se colgaban los tapices, estando
todos los cirios encendidos. ¡Y cuanta gente! ¡Cuantos tocados! He aquí
primero, sentado en los sitiales labrados que rodean el coro, el Sire de Trinquelage,
en hábito de tafetán color salmón, y cerca de él, toda la nobleza que ha sido
invitada.
De frente, en los reclinatorios tapizados de terciopelo, tomaron sitio la vieja marquesa madre, en su vestido de brocarte de color fuego y la joven dama de Trinquelage, tocada con una alta torre de encaje acanalada a la última moda de la corte francesa. Más abajo, vestidos de negro, y con grandes peluquines puntiagudos, con la cara afeitada, se pueden ver el arrendador Thomas Arnotón y el maestre sala Ambroy, dos notas graves en medio de las vistosas sedas y las damas enjoyadas. Luego vienen los grasos mayordomos, los pajes, los picadores, los intendentes, dama Barba, con todas sus llaves colgadas en el costado en un llavero de plata fina.
Allá en el fondo, en los bancos, están los bajos oficios, las criadas, los aparceros con sus familias; y por fin, allá, cerca de la puerta que entreabren y cierran discretamente, los señores pinches que vienen entre dos salsas, para tomar un poco de aire de la misa y para traer un olorcito de banquete en la iglesia toda de fiesta y tibia con tantos cirios encendidos.
De frente, en los reclinatorios tapizados de terciopelo, tomaron sitio la vieja marquesa madre, en su vestido de brocarte de color fuego y la joven dama de Trinquelage, tocada con una alta torre de encaje acanalada a la última moda de la corte francesa. Más abajo, vestidos de negro, y con grandes peluquines puntiagudos, con la cara afeitada, se pueden ver el arrendador Thomas Arnotón y el maestre sala Ambroy, dos notas graves en medio de las vistosas sedas y las damas enjoyadas. Luego vienen los grasos mayordomos, los pajes, los picadores, los intendentes, dama Barba, con todas sus llaves colgadas en el costado en un llavero de plata fina.
Allá en el fondo, en los bancos, están los bajos oficios, las criadas, los aparceros con sus familias; y por fin, allá, cerca de la puerta que entreabren y cierran discretamente, los señores pinches que vienen entre dos salsas, para tomar un poco de aire de la misa y para traer un olorcito de banquete en la iglesia toda de fiesta y tibia con tantos cirios encendidos.
¿Será
la vista de esos pequeños gorros blancos lo que distrae el oficiante? O no será
más bien la campanilla de Garrigoú, esta rabiosa campanilla que se agita al pie
del altar con una precipitación infernal y parece siempre decir:
-
De prisa, de prisa ...más pronto terminaremos, más pronto estaremos sentados en
la mesa.
De hecho cada vez que toca, esta campanilla del diablo, el capellán se olvida
de su misa y solo piensa en el banquete. Se imagina a los cocineros atareados,
los hornos en donde arde un fuego de herrería, el vapor que sale de las tapas
entreabiertas, y en este vapor dos magníficos pavos, rellenos, tensos, forrados
de trufas...
O bien aún, ve pasar hileras de pajes llevando platos envueltos en vapores
tentadores, y con ellos entra en la sala ya preparada para el festín. ¡Oh
delicias! He aquí la inmensa mesa toda llena y reluciente, los pavos reales con
sus vistosas plumas, los faisanes abriendo sus alas irisadas, las licoreras de
color rubí, las pirámides de frutos, esplendorosos entre ramas verdes y esos
maravillosos pescados que decía Garrigoú (¡ah! ¡claro que sí, Garrigoú!)
Tendidos en un lecho de hinojo, la escama anacarada, como recién salidos del
agua, con un ramo de hierbas aromáticas en sus narices de monstruos.
Es tan veraz la visión de todas esas maravillas, que le parece a Dom Balaguère que todos esos platos están delante de el en los bordados de su mantel del altar, y dos o tres veces en vez del ¡Dominus vobiscum! Se pone a recitar el Benedicite. A parte de esos pequeños descuidos, con dignidad, el hombre dice su oficio muy concienzudamente, sin saltarse ni una línea, sin omitir una genuflexión; y todo se desarrolla bastante bien hasta el final de la primera misa; porque Vds. ya saben que el día de Navidad el mismo oficiante tiene que celebrar tres misas seguidas.
Es tan veraz la visión de todas esas maravillas, que le parece a Dom Balaguère que todos esos platos están delante de el en los bordados de su mantel del altar, y dos o tres veces en vez del ¡Dominus vobiscum! Se pone a recitar el Benedicite. A parte de esos pequeños descuidos, con dignidad, el hombre dice su oficio muy concienzudamente, sin saltarse ni una línea, sin omitir una genuflexión; y todo se desarrolla bastante bien hasta el final de la primera misa; porque Vds. ya saben que el día de Navidad el mismo oficiante tiene que celebrar tres misas seguidas.
- ¡Y de una! dice el capellán con un suspiro de alivio; y sin perder ni un
minuto, avisa a su sacristán o al que cree ser su sacristán, y...
¡Drelindin din!...¡Drelindin din!
Es la segunda misa que comienza, y con ella, comienza también el pecado de Dom
Balaguére.
- De prisa, de prisa, aligerémonos, le grita de su alegre tintineo la campana
de Garrigoú, y esta vez el desgraciado oficiante, abandonado por completo al
demonio de la gula, se precipita sobre el misal y devora las páginas con la
avidez se su apetito sobreexcitado.
De una manera frenética, se baja, se alza otra vez, recorta las señales de la
cruz, las genuflexiones, recorta todos sus gestos para acabar antes. A
dura pena extiende sus brazos en el Evangelio, o se golpea el pecho en el Confiteor.
Entre el sacristán y el, están para ver quien murmurará más deprisa. Versículos
y responsos se precipitan, se empujan. Las palabras a medio pronunciar, sin
abrir la boca, lo que alargaría demasiado el tiempo, se terminan en murmullos
incomprensibles.
Oremusps...ps...ps...
Mea culpa...pa...pa...
Mea culpa...pa...pa...
Semejantes a
vendimiadores pisando rápidamente los racimos del lagar, ambos barbotean en el
latín de la misa, salpicando a todos los lados.
¡Dom...scum!...dice
Balaguère.
...¡Stutuo!... contesta Garrigoú; y siempre la maldita campanilla está ahí, tintineando a
sus oídos como esos cascabeles que se ponen a las caballerías de correos para
que galopen a toda velocidad. Imagínense con qué rapidez se dice así una misa
vespertina.
-
¡Ya van dos!, dice el capellán resoplando, y sin darse tiempo para respirar,
colorado, sudando, se derrumba por los escalones del altar y...
¡Drelindin din!...¡Drelindin din!...
Es la tercera misa que comienza. Solo quedan unos pasos para alcanzar el comedor;
¡Pero qué pena! A medida que se acerca el festín, el desgraciado Balaguère se
siente preso de una loca impaciencia de gula. Su visión se agranda, las carpas
doradas, los pavos asados, están aquí, aquí...los está tocando;...los
está...¡Valgame Dios!...los platos están humeando, los vinos embriagan; y
sacudiendo su rabioso cascabel, la campanilla le grita:
- ¡De prisa, de prisa, aun mas deprisa!
¿Pero cómo poder ir más deprisa si apenas mueve los labios? Ya no pronuncia ni
siquiera las palabras...tendría que estafar completamente al buen Dios y
robarle la misa... ¡Y eso es lo que hace, el desgraciado!...De tentación en tentación,
empieza por saltar un versículo, luego dos. Luego la Epístola es demasiado
larga, no la termina, acaricia el Evangelio, pasa al lado del Credo sin entrar
en él, se salta el Páter, saluda desde lejos el Prefacio, y por saltos y con
carrerilla, así se precipita en la condenación eterna, siempre seguido por el
infame Garrigoú (¡vade retro Satanás!) que lo segunda con una
maravillosa conjunción, alzándole la casulla, pasa las hojas a pares, tropieza
con los pupitres, tira las vinajeras, y sin parar, sacude la campanilla cada
vez con más fuerza, y más deprisa.
¡Hay que ver la cara asombrada de todos los asistentes! Obligados a seguir esa
misa que no llegan a entender para nada, con los gestos del sacerdote, unos se
levantan mientras otros se arrodillan, otros se sientan cuando los otros están de
pie; y todas las fases de ese oficio singular se reflejan en los bancos en una
variedad de actitudes varias. La estrella de Navidad, surcando por los cielos,
allá, hacia el pequeño establo, palidece de espanto al ver esa confusión...
- El Padre va demasiado de prisa...no se le puede seguir, murmura la vieja
marquesa madre, perdida, agitando su copete.
Maese Arnotón, con sus grandes anteojos de acero en la nariz, rebusca en su
misal, en donde diantre se encuentra la misa. Pero en el fondo, toda esa buena
gente, ya que ellos también se acuerdan del banquete, no están incomodados por
el hecho de que esta misa valla a todo tren; y cuando Dom Balaguère, la
cara radiante, se vuelve hacia los asistentes, gritando con todas sus fuerzas: Ite
missa est, solo se oye al unísono en la capilla contestar un Deo
gratias tan alegre, tan atrayente, que parece que se está ya en la mesa
para el primer brindis del banquete.
Cinco minutos después, toda la muchedumbre de los nobles se sentaba en la gran
sala, el capellán en medio de ellos. El castillo iluminado de arriba
abajo, retumbaba de cantos, gritos, risas, rumores; y el venerable Dom Balaguère
clavaba su tenedor en un ala de pato, ahogando el remordimiento de su pecado en
los ríos del famoso “vino del Papa” y los sabrosos jugos de viandas. Tanto
bebió y comió, el pobre santo hombre, que murió esa misma noche de un terrible
ataque, sin haber tenido ni siquiera el tiempo de arrepentirse; Y por la mañana
llegó al Cielo que estaba aún en fiestas de la noche, y, os dejo imaginar de
qué manera fue recibido.
- ¡Retírate de Mí vista, pésimo Cristiano! Le dijo el soberano Juez, de todos
nosotros, nuestro dueño. Tu falta es lo bastante grave como para borrar toda
una vida de virtud... ¡Ah! Me has robado una misa del gallo... ¡Pues muy bien!
me pagarás trescientas en su lugar, y solo entrarás en el Paraíso cuando hayas
dicho en tu propia capilla, esas trescientas misas del gallo, en presencia de
todos los que han pecado por tu culpa y contigo...
- Y esta es la verdadera leyenda de Dom Balaguère como se cuenta en el país de
los olivos. Hoy ya no existe el castillo de Trinquelage, pero aún se yergue
derecha la capilla en la cumbre del monte Ventoux, en un bosquecillo de
alcornoques. El viento mueve su puerta desencajada, la hierba crece en su
entrada; Se ven nidos en las esquinas del altar y en el hueco de las grandes
ventanas, cuyas cristaleras de color han desaparecido desde hace tiempo. Sin
embargo, dicen que todos los años por Navidad, una luz sobrenatural se
mueve entre las ruinas, y que al ir a misa y a la cena de Navidad, los aldeanos
perciben ese espectro de capilla alumbrado por cirios invisibles que arden al
aire libre, incluso bajo la nieve y el viento.
Uds. Se reirán si lo quieren, pero un viñador lugareño, apellidado
Garrigue, sin duda alguna un descendiente de Garrigoú, me aseguró que una tarde
navideña, encontrándose algo mareado se perdió en el monte por el paraje de
Trinquelage; y me relató lo que vio...Hasta las once nada anormal. Todo estaba
silencioso, apagado, inanimado. De pronto, hacia media noche, se oyó el sonido
de una campana arriba en el campanario, una vieja, vieja campana que parecía
tocar a diez leguas de ahí. Enseguida, en la cuesta, Garrigue vio luces
temblorosas, sombras inciertas agitarse, bajo el porche de la Iglesia, andaban,
susurraban:
- ¡Buenas noches Maese Arnotón!
- ¡Buenas noches, buenas noches hijos míos!...
Cuando todos entraron, nuestro viñador, que era muy valiente, se acercó muy
despacio, y al mirar por la puerta desencajada, observó un espectáculo
singular. Toda esa gente que vio pasar, estaba alineada alrededor del coro, en
la nave en ruinas, como si los antiguos bancos aún existieran. Hermosas damas
con bordados, con tocados de encaje, nobles enjaezados de arriba abajo,
aldeanos con chaquetas floreadas como las de nuestros abuelos, todos con pintas
de viejos, ajados, polvorientos, cansados. De vez en cuanto, aves
nocturnas, huéspedes habituales de la capilla, despertados por tantas luces,
venían a merodear alrededor de los cirios, cuya llama recta e indecisa parecía
arder detrás de una tela de gasa; y lo que divertía mucho a Garrigue era cierto
personaje con gafas de acero, que sacudía de vez en cuanto su gran peluquín
negro, encima del cuál, se encontraba uno de esos pájaros, que se mantenía
erguido enredado y aleteando silenciosamente.
Allá en el fondo un viejecito, con la estatura de un niño, de rodillas en medio
del coro, agitaba desesperadamente una campanilla, muda, sin voz alguna,
mientras que un Sacerdote, vestido de oro viejo, iba y venía delante del altar,
recitando oraciones que no se podían oír... Era sin duda alguna Dom Balaguère,
que estaba diciendo su tercera misa vespertina.
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