EL ARMISTICIO DEL 8 DE NOVIEMBRE
El final de una tragedia
(Del historiador francés André Castelot)
Relato detallado de la Rendición alemana de la primera guerra mundial,
que fue de parte de los franceses que representaban a los aliados, una tremenda
humillación para los vencidos, lo que provocó la venganza de los alemanes, 20
años más tarde, con la ascensión de Hitler al poder.
El Mariscal francés Foch generalísimo, trató de una manera
humillante a su interlocutor alemán Erzberger este, obligado por de las fuerzas
aliadas, y las revueltas internas de su País, que obligaron al Kaiser a abdicar, dijo: “¡Esto no es un tratado
de paz, es un intermedio de 20 años!”
Al final de 1.939, terminada la guerra civil española, estando ya mi
padre, oficial de la Armada Republicana, exiliado en Francia, año de mi venida
al mundo, comenzó la 2ª guerra mundial, como así lo predijo la Santísima Virgen
en Fátima a los pastorcillos: Hablando de la primera guerra mundial dijo: “Esta
guerra se está terminando, si el mundo no se arrepiente y deja de ofender a
Dios, vendrá otra peor, pero por fin mi Inmaculado Corazón triunfará, y Rusia
se convertirá, profecías que se cumplieron a raja tabla.
Al
alba del 7 de Noviembre de 1.918 – una
mañana fría y húmeda – el médico-capitán Artaud fue a buscar al capitán
Lhuilier, comandante de un batallón del 171 R.I. cuyo puesto de mando estaba
instalado en primera línea de fuego, no lejos de la carretera de la Capelle a Chimay. Venía a comunicarle que
ya no quedaban camilleros: todos habían muerto, estaban heridos, o hechos
prisioneros. Ambos se miraron angustiados.
En
ese preciso momento llegó un sobre del Estado Mayor Lhuilier lo abrió y leyó:
-“Los
parlamentarios que vienen a pedir el armisticio se presentarán por la carretera
de la Capelle a partir de las ocho. Tomen inmediatamente todas las
disposiciones para facilitar su entrada en las líneas francesas.”
Lhuilier levantó la cabeza, sus ojos brillaban, su corazón latía con
fuerza. Por fin, la voz quebrada por la emoción, expresó:
-“Artaud, de ahora en adelante ya no necesitaréis más camilleros.”
Esa
misma noche, a la una y veinticinco de la madrugada, el comandante Riedinger –
nombrado poco después general – ordena mandar el telegrama siguiente:
El
mariscal Foch al alto mando alemán: Si los apoderados alemanes desean
encontrarse con el mariscal Foch para solicitar un armisticio, tendrán que
presentarse en la primera línea francesa por la carretera Chimay, Fourmies, La
Capelle. Se darán las órdenes para recibirlos y conducirlos al lugar fijado
para el encuentro.”
El
cuartel general alemán - entonces situado en Spa – capta a las dos y treinta el
mensaje de la torre Eiffel. Por la mañana, Hindenburg se lo remite al
secretario de Estado Mathias Erzberger que acaba de llegar en tren de Berlin.
El que han escogido para presidir la delegación alemana para las conversaciones
del armisticio es un hombrecillo
rechoncho, de cara redonda, cuya nariz estaba cabalgada por unos anteojos, era de
presencia mediocre. Diputado del Reichstag, ministro de Hacienda del Imperio,
fogoso beligerante, es el hombre de esta declaración, que le perseguirá hasta
ese día de 1.921 en que será asesinado:
“No
tenemos que preocuparnos por atentar en contra del derecho de los pueblos, ni
de violar las leyes de la hospitalidad.”
Se
quedó pasmado, el día 6 al mediodía, cuando se enteró de que lo habían escogido
por el gobierno Imperial para entregar la suerte de su País en las manos de los
vencedores. Antes, como sus colegas del ministerio, oyó al general Groener
“primer Comandante general”, describir la situación en estos términos:
-En
resumen, hay que reconocer que la situación militar se ha deteriorado. Si
nuestro ejército no está aún derrotado, es debido a la valentía y a la
fidelidad al deber que impera aún en la masa de las tropas.
La
opinión del mariscal Hindenburg, como la mía también, es esta: el peor enemigo
contra el cual el ejército tiene que luchar es la falta de ánimo debida a la
influencia del interior, es el bolchevismo amenazante. La resistencia que el
ejército puede oponer a nuestros enemigos exteriores solo puede ser muy limitada,
debido a su superioridad numérica y la amenaza de parte de Austria-Hungría. No
podemos indicar de una manera precisa cuanto puede durar esta resistencia, ya
que depende solo, de la presión interior, y de otra parte de las medidas
tomadas en el ejército, así como del estado moral y material de nuestras
tropas.
Este
estado moral, empezaba a ser seriamente conmovido. Desde un mes, desde el 6 de
Octubre, día en el cual el canciller Max de Bade había solicitado a Wilson la
firma de un armisticio, las tropas alemanas habían sido hostigadas por la
contra ofensiva aliada. Los ejércitos del mariscal Hindenburg retrocedían sin
cesar. El final era aún más evidente debido a un vendaval de revueltas que
soplaba contra todo el imperio alemán.
En Kiel,
los marinos – este mismo 5 de noviembre – se habían amotinado. La revolución
que iba a obligar al Kaiser, cuatro días más tarde, a abdicar, había comenzado.
“Nadie la detendrá, escribió Hindenburg. Solo será por casualidad si el general
Groener, cuando vuelva al Cuartel General, pueda escapar de las manos de los
revolucionarios. La fiebre empezaba a sacudir a todo el cuerpo de nuestro
pueblo.”
Solo
el consejo de Estado, presidido por el príncipe de Bade, no siente subir esa
fiebre. El día 7, se le ve discutir acaladoramente – e interminablemente –
sobre la oportunidad del voto de las mujeres, mientras que el Imperio Alemán se
encuentra en plena descomposición…
Ese
mismo día en Spa, el mariscal Hindenburg recibe a Herzberger, y le declara:
-¡Es
la primera vez en toda la Historia que los políticos y no los militares pactan
un armisticio!
Esta
anomalía parece sorprenderle más que el desastre de su ejército, pero se somete
“ya que el Cuartel General no puede dar directivas políticas.”
-Id
con Dios, añadió, ¡Y tratad de conseguir lo máximo que se pueda para nuestra
Patria!
Al
mediodía, el secretario de Estado sube en el primero de los cinco coches
puestos a su disposición. Va con él el Teniente-General von Winterfeld, antiguo
agregado militar en Paris, el embajador conde Oberndorf, un intérprete, el
capitán von Heldorff y un dactilógrafo, el doctor Blauert.
“
Acabábamos de dejar Spa, contará el ministro, cuando tuvimos un accidente con
mi vehículo. Al tomar una curva, se precipitó contra una casa. El auto que nos
seguía, colisionó con el mío. A pesar
del choque, no ocurrió nada grave, proseguimos el viaje en los coches que
quedaban. El viaje fue muy lento, debido a la presencia de las tropas alemanas
que se batían en retirada. Al atardecer, llegamos hacia las seis a Chimay en
donde el general alemán me mandó decir que era imposible proseguir por ese
camino.
- “Para asegurar la retirada del ejército alemán, las
carreteras han sido cortadas por árboles.”
“Insistí para seguir con el viaje. Un destacamento de pontoneros limpió
el terreno de árboles y de minas… “
En
el mismo momento una escena análoga tenía lugar en las líneas francesas. El
comandante de Bourbon-Busset escogido para recibir a los parlamentarios, se
apresura él también para llegar a la cita de La Capelle. Los alemanes,
relatará, al batirse en retirada, habían dinamitado los cruces de carretera
para tratar de contener nuestro avance. Mi vehículo con los faros encendidos se detuvo ante un enorme
socavón que cortaba el camino. Hay que parar para taparlo, me dijo
riendo:
“Mi
comandante, supongo que no intentará seguir adelante, necesitamos aún varias
horas de trabajo.
“Pero tengo que pasar adelante, ahora verá Ud. como lo consigo.
“Llamé entonces a los pontoneros, y enseñándoles la orden recibida:
“Tengo que ir a buscar a los parlamentarios alemanes que tienen que
firmar el armisticio; si no puedo pasar, eso retrasará el final de la guerra.
¡Apañarosla! "
Dos
grandes traviesas se colocaron con entusiasma debajo del chasis del coche,
veinte pontoneros levantaron el coche, el cual en esa camilla improvisada,
cruzó sin dificultad el embudo.
Hacia las 17 horas, aparece un oficial alemán a caballo, llevando una
bandera blanca y precedido de un corneta: es un teniente del Estado Mayor,
en un caballo ajetreado como para una ceremonia y cuya grupa está adornada con
un magnífico damero que deja atónicos a los soldados embarrados… Viene para
advertir del retraso de los apoderados que solo llegarán por la noche. Es
efectivamente hacia las ocho que se oye a lo lejos la llamada de alto el fuego. Enseguida, renqueando
sobre la carretera hundida, aparece el convoy alemán con los faros encendidos,
atravesando la noche lluviosa y la niebla, se detiene en la prime línea del
frente. Cada coche enarbola una bandera blanca, confeccionada con las sábanas
de la Señora Keller, una residente de Fourmies. El capitán Lhuillier, se
adelanta, sube en el primer vehículo, el cabo-corneta Sellier ocupa el lugar
del corneta alemán y al toque de firmes,
y del refrán del regimiento, el convoy se aleja despacio hacia La Capelle. Las
calles, escribirá Erzberger, llevaban aún indicaciones en alemán. Se podía leer
en grandes letras en un imponente monumento: Kaiserliche Kreis. La bandera tricolor francesa ondeaba encima.”
El
convoy se detiene delante de un chalet en donde está esperando el comandante de
Bourbon-Busset. El general von Winterfeld, muy abierto, presenta sus compañeros
a los oficiales. Erzberger deja estupefactos a todos los asistentes por su
aspecto desenvuelto: “Parece un viajero que por una pequeña avería, aprovecha
para estirar las piernas.” Varios automóviles franceses acuden. Acompañados por
oficiales, los Alemanes se colocan y el convoy arranca despacio hacia San
Quintín.
En
el presbiterio de Homblieres, se sirve un frugal almuerzo. “Después de una hora
de parada, relata Erzberger, continuamos nuestro viaje por Chauny que estaba
completamente destruido. No había ni una casa en pie. Era una colección de
ruinas. Bajo la luna, paredes derruidas tomaban
formas espectrales. No había ningún ser
viviente alrededor.”
El convoy arranca otra vez y de pronto, se
para en campo raso.
¿En
dónde estamos?, pregunta Erzberger.
En
Ternier, contesta el comandante de Bourbon-Busset.
¡Pero si no hay ninguna casa!
Efectivamente, había aquí una ciudad. Ha sido sistemáticamente destruida
por los soldados alemanes en el repliegue de 1.917, y como lo puede comprobar,
no hay ni rastro de casa alguna.
Erzberger se queda mudo. Unos minutos más tarde, - en la estación o mejor dicho en su antiguo emplazamiento
- se sube en el antiguo coche-salón de Napoleón III, y se repone de sus
emociones tomando una copa de coñac. El tren arranca. ¿A dónde nos dirigimos?
Se niegan a indicárselo.
El
8 de Noviembre a las siete de la mañana, en una de las ramas de la espiga
ferroviaria de selección de vagones, en el medio del bosque de Compiegne, en el
cruce de Rethondes, el general Weygand esperaba la llegada del tren alemán.
Estaba situado en la ventana del vagón-oficina del Estado Mayor del mariscal
Foch, un vagón-restaurante de la compañía de los Wagons-lits. De pronto – me lo
contó en ese mismo lugar, cuando lo entrevisté un día entero para un reportaje
con Alain Decaux para la televisión – el general vio, moviéndose a través de
los árboles, una pequeña luz roja. Es el tren de los apoderados, el cual,
lentamente dirigido en marcha atrás, entra en la otra rama de la espiga.
Emocionado, se dirigió al coche contiguo
en donde estaba el alojamiento de Foch.
Señor Mariscal, le dije despertándole: “aquí está Alemania y su fortuna.”
La
cita se fijó para las nueve
Los
estaba esperando delante de la puerta del vagón, añade el general Weygand, y
los vi llegar en fila india sobre el camino empedrado entre los dos trenes. Los
precedí hasta la habitación que utilizábamos como oficina.
“En
el salón, escribirá por su parte Erzberger, se había instalado una gran mesa,
con cuatro sitios de cada lado. Un poco más tarde apareció el mariscal Foch;
era un hombre pequeño, con rasgos enérgicos, y que a primera vista delataba que
estaba acostumbrado a mandar. ”
De
un lado de la mesa se colocan el generalísimo, con el general Weygand a su izquierda, el almirante sir Rosslyn
Wemyss a su derecha, luego el almirante Hope. A los pequeños lados de la mesa
se colocan dos intérpretes el oficial-intérprete Leperche y el capitán von
Helidorff. La voz de Foch resuena:
¿Cuál es el objeto de su visita?
La
delegación, responde Erzberger, ha venido para recibir las proposiciones de las
potencias aliadas con el fin de lograr un armisticio.
No
tengo ninguna proposición para ofrecer.
El conde Oberndorff interviene
entonces proponiendo:
La palabra “condición” convendría quizás mejor…
No tengo ninguna condición para ofrecer, contesta el mariscal con
impaciencia.
Hemos venido, replica Erzberger, con referencia a la última nota del
presidente Wilson que informa que el
mariscal Foch está “autorizado para dar a conocer las condiciones del
armisticio”.
Estoy efectivamente autorizado a daros a conocer las condiciones si
pedís un armisticio. ¿Solicitáis un armisticio?
Es de un tono brusco que Foch
pronunció esas últimas palabras. Con unámina voz y “rapídamente”, Erzbeterger y Oberndorff contestan:
Sí, pedimos la conclusión de un armisticio.
A
la orden de Foch el general Weygand se levanta, y con voz tranquila, lee
tranquilamente las condiciones que obligan a los Alemanes a retroceder hasta la
línea derecha del Rhin, a entregar toda su flota y un importante material militar.
Caballeros, concluye Foch al terminar la lectura, os dejo el texto
tenéis setenta y dos horas para contestar…
La entrega de gran número de cañones y de ametralladoras aterroriza a
Erzberger:
“Pero entonces, ¡estamos perdido ¿Cómo entonces vamos a poder
defendernos del bolchevismo?
El mariscal hace un gesto evasivo, eso no es de su incumbencia.
Pero, dice Erzberger con insistencia, no se dan cuenta de que anulándonos
todos los medios de defensa contra el bolchevismo, nos destruyen y se destruyen
también a sí mismos; les ocurrirá a vosotros también.
Winterfeld interviene entonces:
Las condiciones del armisticio que acabamos de conocer necesitan por
nuestra parte un examen exhaustivo. Dado que queremos llegar a un acuerdo, ese
examen se hará lo más rápidamente posible. Sin embargo, tomará cierto tiempo,
sobre todo porque será indispensable considerar la opinión de nuestro
gobierno y del alto mando militar. En esas condiciones, pedimos que el mariscal
Foch tenga a bien de consentir, que se fije inmediatamente y en todo el frente
una suspensión provisional de alto el fuego.
El alto el fuego, contesta Foch, solo se puede ordenar después de la
firma del armisticio.
La última solicitud de Erzberger – que los plazos se amplíen de 72 a 82
horas – es igualmente rechazada. Si el 11 de noviembre a las once, los Alemanes
no han firmado el acuerdo, la guerra continuará hasta la capitulación del
Reich.
La entrevista ha terminado.
El capitán von Helldorff debe marcharse inmediatamente para llevar esas
condiciones al gobierno alemán. “Se le hizo entrega de algunos bocadillos, me
relató el general Riedinger – que era entonces comandante del 11º despacho del
estado mayor de Foch. Pero su coche tardaba en llegar, y el capitán desayunó en
el tren con sus compañeros. Cuando partió, me pidió si podía “a pesar de todo”
llevarse su comida fría. Naturalmente, accedí a ello…
Y
von Helldorff, con sus bocadillos en una mano; el texto de las condiciones del
armisticio en la otra, vuelve a dirigirse a La Capelle. Le cuesta mucho
atravesar la línea de combate, ya que el duelo de artillería se reanudó y sus
compatriotas lo acogen con tiros de fusil. Se toca la corneta, un avión con una
bandera blanca sobrevuela las líneas, harán falta varias horas para que los alemanes
tengan a bien interrumpir sus cañonazos…
Von Helldorf llega a Alemania en plena anarquía. A las ocho de la tarde,
ese 8 de noviembre, el príncipe de Bade telefoneó al Kaiser:
“Tu
abdicación se ha vuelto imprescindible para cumplir hasta el final tu misión de
emperador de la paz… Puede tener un efecto decisivo para las negociaciones y
quitará argumentos a los que desean el Acuerdo… Las tropas ya no son seguras.
En colonia, el consejo de obreros y soldados ha tomado el poder. A Brunswick,
la bandera roja ondea en el castillo. En Munich, se proclamó la República. En
Schwerin tiene su sede un consejo de obreros y de soldados. Vamos derechos a la
guerra civil. La situación es insostenible. Si no se lleva a cabo la abdicación
hoy mismo, mi colaboración se hace imposible… La hora extrema ha llegado. Te
aconsejo como pariente y como príncipe alemán.”
Paro, el “emperador de la paz” trató de retrasar el asunto, sin embargo
estará obligado a ello por “el pariente y príncipe alemán” el cual “dimisiona”
a su primo, el día 9, a las once y treinta. Guillermo II, solo le queda partir
al exilio.
El
día 10, los diarios de Paris aparecen en toda la portada con ese titular: El
Kaiser ha abdicado.
Erzberger y Oberndorff que se pasean delante de su vagón – El señor
Augusto Petit, maquinista del tren del mariscal, me ha contado este hecho
pintoresco – ven uno de los empleados leyendo el diario y le piden que se lo
venda.
Es
mío, contestó el ferroviario con orgullo, rechazando la oferta…
Ese
mismo día, como cada tarde, ambos trenes van cada uno a por agua a la pequeña
estación de Rethondes.
Estábamos cenando en el andén, me contó el general de Mierry – entonces
capitán – cuando se acercó el jefe de la estación vino para pedir a un oficial
que vaya al teléfono. Paris llamaba al estado mayor del mariscal. Fui, y me dictaron el texto que acababa de recibir
la torre Eiffel:
“El gobierno alemán acepta las condiciones del armisticio que le han
impuesto el 8 de noviembre. Firmado: El canciller del Imperio.”
La
sesión empezó a las dos y cuarto de la mañana, relata Erzberger. Traté de
obtener nuevos atenuantes a cada artículo. Insistí para que se disminuyan los
efectivos de las fuerzas de ocupación, ya que Foch me había dicho que colocaría
cincuenta divisiones en la ladera
izquierda del Rhin. Fue el artículo 26, que se refería a la continuación del
bloqueo, lo que provocó los debates más acalorados. La lucha duró más de una
hora. Expliqué como este artículo era continuar una de las acciones
primordiales de la guerra, una política que había consistido para Inglaterra a
llevar la hambruna a Alemania. Indiqué que eran las mujeres y los niños que
eran los que más sufrirían en el bloqueo.
“¡Ese procedimiento no es nada fair!” terminó diciendo el ministro.
Al almirante Wemyss, le sienta muy mal el asunto:
“¿Nada fair? ¡Recuerde que habéis hundido nuestros barcos, sin hacer
ninguna distinción!
Al final, Erzberger tiene, en parte, alguna concesión. Los Aliados se
comprometen a abastecer a Alemania mientras dure el armisticio. Por otra parte,
se le dejan a Alemania cinco mil ametralladoras, además de las permitidas.
Son las cinco y cuarto cuando se puede firmar el acuerdo. Sin embargo se decide admitir las cinco como
hora oficial. De esa manera la llamada para el alto el fuego podrá oírse a las
once de la mañana – el texto decía, efectivamente, que los combates tenían que
terminar “seis horas después de la firma”, “Para ganar un tiempo muy
importante, añade el general MIerry, se empezará a redactar el texto por el
final.”
La prisa hizo que el papel carbón para la copia de la máquina de
escribir, se colocó al revés, lo que hizo que la copia se reproducía en el
dorso del original.
A
las cinco y veinte los apoderados pudieron firmar su firma sobre la última hoja
que se refería al armisticio y de su nulidad si las clausulas no se cumplían.”
Todos se levantan.
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