EL MILAGRO DE JESÚS EN ASCALÓN, CIUDAD FILISTEA
La "Presunta" Santa María Valtorta |
Maravilloso e impresionante milagro de Jesús en la Ciudad filistea de Ascalón, que se queda solo, para realizar un prodigio hacia una familia destrozada, salvando a unos niños que se iban a quedar huérfanos. Aquí se ve como la fe en el Mesías prometido, es la que favorece el encuentro con el Salvador, y como esa fe produce el milagro de la sanación.
Ese milagro material hacia la mujer moribunda, es el símbolo del milagro espiritual que se produce en el alma que agoniza y que solo por la acción de Jesús, el Salvador, recobra toda su fuerza y vigor. El Hijo de Dios es el único que propicia esa salud del alma, ya que solo Él, el Creador del Universo visible e invisible, puede con la acción del Espíritu Santo, transmitir al alma la fuerza necesaria para devolverle la nueva vida, que es el renacer espiritual y así, poder alcanzar la Vida Eterna.
Esto es lo que está simbolizado por sus palabras, cuando dijo:"Yo os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida Eterna y yo lo resucitaré el último día. Mi Carne es verdadera comida y mi Sangre es verdadera bebida. El que come mi Carne y bebe mi Sangre vive en mí y yo en él. (Jn 6-51,56)
DEL EVANGELIO COMO ME HA SIDO REVELADO DE MARÍA VALTORTA
Jesús despide
a sus discípulos para que prediquen por la Ciudad.
[ ...] Jesús va solo
por la Ciudad, sin rumbo fijo, a lo largo y lo ancho, anónimo entre la atareada
gente. Ni siquiera se fijan en Él, salvo dos o tres niños que levantan,
curiosos, la cabeza, y una mujer provocadamente vestida, que viene
resueltamente hacia Él con una sonrisa llena de insinuaciones; pero Jesús la
mira tan severamente, que ella se pone roja como la púrpura, baja los ojos y
cambia de dirección; llegada a la esquina, se vuelve, pero, dado que uno del
lugar, que ha observado la escena, la hiere con una observación mordaz y
burlona por su derrota, se envuelve en su manto y huye.
Los niños, sin
embargo, se quedan un poco alrededor de Jesús, le miran, sonríen ante su
sonrisa. Uno de ellos, más audaz, pregunta:
“¿Quién
eres?”.
“Jesús”,
responde acariciándolo.
“¿Qué haces?”.
“Estoy
esperando a unos amigos”.
“¿De Ascalón?”.
“No. De mi
tierra, de Judea”.
“¿Eres rico?”
Yo sí. Mi padre tiene una casa bonita. Dentro trabaja alfombras. Ven a ver.
Está aquí cerca”.
Y Jesús va con
el niño, y entra en un largo atrio que forma como una calle cubierta. En el
fondo, resplandece, avivado por la penumbra del atrio, un retazo de mar, todo
encendido de sol.
Encuentran a
una niña demacrada que llora. “Es Dina. Es pobre, ¿sabes? Mi madre le da
comida. Su madre ya no está en condiciones de ganar. Su padre murió en el mar.
Fue una tormenta, mientra iba de Gaza al puerto del gran río a llevar y recoger
mercancías. Como la mercancía era de mi padre, y el padre de Dina era uno de
nuestros marineros, mi madre se ocupa ahora de ellos. Muchos se han quedado sin
padre así… ¿Tú que opinas? Debe ser duro ser huérfano y pobre. Ahí está mi
casa. No digas que estaba en la calle, porque tenía que estar en la escuela;
pero es que me han echado porqué hacía reír a los compañeros con esto…” y saca
de debajo del vestido un monigote tallado en madera, en una delgada tablilla de
madera, realmente muy cómico, con unas narices y una barbilla puntiaguda muy
caricaturescas.
A Jesús le
vibra una sonrisa entre los labios, pero se frena y dice. “¡No será el Maestro,
¿verdad?! Ni ningún pariente, ¿no? No estaría bien”.
“No. Es el
jefe de la sinagoga de los judíos. Es viejo y feo y siempre nos mofamos de él”.
“Eso tampoco
está bien. Fíjate que es mucho mayor que tú y…”.
“¡Bueno… es
muy viejo, medio cheposo y casi ciego; y tan feo…!
¡Yo no tengo
ninguna culpa de que él sea feo!”.
“No, pero si tienes culpa de burlarte de un
anciano. Tú también, de viejo, serás feo, porque te encorvarás; tendrás poco
pelo, estarás medio ciego, caminarás con bastones, tendrás esa cara así. ¿Y
entonces? ¿Te va a gustar que se burle de ti un niño irrespetuoso? Y, además,
por qué hacerle ponerse nervioso al maestro?, ¿por qué molestar a los
compañeros? No está bien hecho. Si tu padre viniera a saberlo te castigaría, y
tu madre se apenaría. Yo no les voy a decir nada, pero tú me das inmediatamente
dos cosas: la promesa de no volver a cometer esas faltas y el muñeco. ¿Quién lo
ha hecho?”.
“Yo, Señor…”
dice afligido el niño, consciente ya de la gravedad de sus… fechorías… Y añade:
“¡Me gusta mucho trabajar la madera! A veces reproduzco las flores o animales
de las alfombras. ¡Fíjate… dragones, esfinges… y más animales”.
“Esos
animales, si los puedes hacer. ¡Tantas cosas bonitas hay en la tierra!
Entonces, ¿prometes?, ¿me das ese fantoche? Si no, dejamos de ser amigos. Lo
guardaré como recuerdo tuyo y rezaré por ti. ¿Cómo te llamas?”.
“Alejandro. ¿Y
Tú qué me das?”.
Jesús se ve en
dificultad: ¡Tiene siempre tan pocas cosas!... Pero luego se acuerda de que
tiene una fíbula muy bonita prendida al cuello de uno de los indumentos. Busca
en el talego, la encuentra, la quita, se la da al niño. “Vamos. Pero ten en
cuenta que incluso cuando me haya marchado, sigo lo mismo sabiendo todo, y si
sé que eres malo vuelvo y lo digo todo a tu madre”. El pacto queda hecho.
Entran en la
casa. Al otro lado del vestíbulo hay un espacioso patio limitado en tres de sus
lados por unas naves en que están los telares.
La criada que
ha abierto, al ver al niño con un desconocido, se queda sorprendida y va a
avisar a la señora. Esta – una mujer alta y de dulce aspecto – viene inmediatamente
y pregunta: “¿Se ha sentido mal mi hijo?”.
“No, mujer; me
ha conducido aquí para mostrarme tus telares. Soy forastero”.
“¿Quieres
comprar?”.
“No. Yo no
tengo dinero, pero tengo amigos a los que les gustan las cosas estéticas, y que
tienen dinero”.
La mujer mira
sorprendida a este hombre que confiesa así, sin rodeos, que es pobre, y dice:
“Pues te creía un señor, tienes modos y aspecto de gran señor”.
“Pues mira,
soy simplemente un rabí galileo, Jesús, el Nazareno”.
“Somos
comerciantes. No tenemos prejuicios. Pasa y mira”. Y le acompaña a que vea sus
telares, donde trabajan muchachas bajo su dirección.
Las alfombras
son verdaderamente de valor en cuanto a dibujo y colores; espesas, blandas,
parecen pequeños cuadros de jardín llenos de flores, o una imagen calidoscópica
de gemas. Otras, mezcladas con las flores, tienen figuras alegóricas:
hipogrifos, sirenas, dragones o grifos heráldicos semejantes a los nuestros.
Jesús admira
estas obras: “Eres muy hábil. Me alegro de haber visto todo esto, como me
alegro de que seas buena".
“¿Cómo sabes
eso?”
“Se ve en la
cara. Además el niño me ha hablado de Dina. Dios te lo pague. Aunque no lo
creas, teniendo como tienes, en ti la caridad, estás muy cerca de la Verdad”.
“¿Qué
verdad?”.
“Muy cerca del
Señor Altísimo. El que ama al prójimo y ejercita la caridad con su familia, y
sus subordinados, y la extiende a los pobres, tiene ya en si la Religión.
“Aquella es Dina, ¿no?”.
“Si, su madre
se está muriendo. Después la tomaré yo conmigo, pero no para los telares; es
demasiado pequeña y débil para ello. Ven, Dina, acércate a este Señor”.
La niña, con
la carita triste propia de los niños infelices, se acerca tímidamente.
Jesús la
acaricia y dice: “¿Me llevas a ver a tu madre? Querrías que se pusiera buena,
¿verdad? Bueno, pues llévame a ella. Adiós, mujer. Adiós Alejandro; y sé
bueno”.
Sale, llevando
a la niña de la mano. “¿Tienes hermanos?” pregunta.
“Tengo tres
hermanos pequeños. El último no conoció a nuestro padre”.
“No llores.
¿Eres capaz de creer que Dios puede curar a tu madre? ¡¿Sabes, verdad, que hay
un solo Dios que quiere a los hombres que ha creado, y especialmente a los
niños buenos; y que lo puede todo!?”
“Sí, lo sé,
Señor. Antes iba a la escuela mi hermano Tolmé. Allí están mezclados con los
judíos y aprenden muchas cosas. Se que existe y que se llama Yeoveh, y que nos
castigó porqué los filisteos fueron malos con Él. Siempre nos lo echan en cara
los niños hebreos. Pero yo no vivía en aquella época, ni mi mamá, ni mi padre.
Entonces, ¿por qué…?” el llanto hace de barrera a la palabra.
“No llores.
Dios te quiere también a ti y me ha traído aquí por ti y tu mamá. ¿Sabes que
los israelitas esperan el Mesías, que debe venir para fundar el Reino de los
Cielos, el Reino de Jesús, Redentor y Salvador del mundo?”.
“Lo sé, Señor.
Nos amenazan diciendo: “¡Ay de vosotros cuando llegue!”.
“¿Sabes lo que
hará el Mesías?”.
“Hará grande a
Israel y a nosotros nos tratará muy mal”.
“No. Dará
redención al mundo, quitará el pecado, enseñará a no pecar; querrá a los pobres,
a los enfermos, a los afligidos; se acercará a ellos; enseñará a los ricos, a
los sanos y a los que viven felices, a quererlos; recomendará la bondad para
obtener la Vida Eterna y bienaventurada en el Cielo. Esto es lo que hará… Y no
será tirano con nadie”.
“¿Y como se
sabrá que es Él?”.
“Porqué querrá
a todos y curará a los enfermos que crean en Él, redimirá a los pecadores y
enseñará el amor”.
“¡Ah, si
viniera antes de que mi mamá muriese! ¡Como creería yo! ¡Como le suplicaría!
Iría a buscarle hasta encontrarle y le diría: “Soy una pobre niña sin padre. Mi
madre se está muriendo. Yo espero en Ti”. Estoy segura que, aunque siendo
Filistea, me escucharía”.
Toda una fe
sencilla y fuerte vibra en la voz de la niña. Jesús sonríe mirando a esta
pobrecita que camina a su lado, pero ella no ve esta fúlgida sonrisa, porque va
mirando hacia delante, hacia la casa que ya está cerca…
Llegan a una
casucha muy pobre que está al final de un callejón sin salida. “Es aquí, Señor,
pasa”… Una mezquina habitacioncita, un cuerpo agotado tendido sobre un costal,
tres pequeñuelos sentados al lado, de edad entre tres y diez años; todo deja
transparentar miseria y hambre.
“La paz sea
contigo, mujer. Tranquila. No te sientas incómoda ni hagas esfuerzos. He
conocido a tu hija y sé que estás enferma, y he venido. ¿Quieres recobrar la
salud?”.
La mujer, con
un hilo de voz, responde: “¡Oh, Señor!... pero para mí, todo ha terminado…” y
llora.
“Tu hija ha
sido capaz de creer que el Mesías podría curarte”. “¿Tú?”.
“Oh, yo
también lo creería! Pero… ¿Dónde está el Mesías?”.
“Es el que te está hablando”. Entonces
Jesús, que estaba curvado hacia el jergón susurrando sus palabras junto a la
cara de la enferma mortecina, se endereza y grita: “Lo quiero. Queda curada”.
Los niños
sienten casi miedo de la gravedad de Jesús, están – tres rostros de estupor –
haciendo de corona a la yacija materna.
Dina aprieta
las manos contra su pequeño pecho; una luz de esperanza, de beatitud, refulge
en su carita; de tanta emoción como siente, casi jadea; tiene la boca abierta,
preparada para una palabra que ya su corazón le susurra y, cuando ve que su
madre, antes cérea y completamente sin fuerzas, como atraída por una fuerza que
le hubiera sido trasvasada, se incorpora y se sienta, y luego, sin quitar ni un
momento los ojos de los del Salvador, se pone en pié, profiere un grito de
júbilo: “¡Mamá!”. Ha sido pronunciada la palabra que llenaba su corazón… Y
luego otra: “¡Jesús!”. Entonces, abrazando a su madre, la obliga a arrodillarse
mientras dice: “¡Adora, adora! Es el Salvador profetizado al que se refería el
maestro de Tolmé”.
“Adorad al verdadero Dios. Sed buenos.
Acordáis de Mí. Adiós”.
Y Jesús sale rápidamente, mientras las dos,
felices, siguen prosternadas.
En el siguiente relato, al volver los Apóstoles de predicar por el Pueblo, estos le relatan a Jesús que su predicación ha sido muy exitosa y le entregan mucho dinero que han recibido en limosnas, Jesús les ordena de ir a entregárselo a la pobre viuda.
En el siguiente relato, al volver los Apóstoles de predicar por el Pueblo, estos le relatan a Jesús que su predicación ha sido muy exitosa y le entregan mucho dinero que han recibido en limosnas, Jesús les ordena de ir a entregárselo a la pobre viuda.
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