LOS ÚLTIMOS MOMENTOS DE LUIS XVI
La última Navidad del rey Louis XVI, traducida del libro del celebre historiador francés André Castelot, (Dramas y tragedias de la Historia de Francia), relata los últimos momentos del rey antes de su ejecución por los
revolucionarios, con la célebre guillotina, se trata de un análisis muy
profundo y sincero de la mentalidad del rey, de su carácter y de las causas que
han desembocado en esa tragedia. Descubrimos a un rey de una inteligencia
mediocre, pero de una bondad e inocencia angelicales. Los últimos momentos son
un ejemplo de valentía, sacando a relucir los valores cristianos dignos de un
mártir. Por esa razón, se comprende porqué, algunos quieren que se inicie su proceso
de canonización.
Su último
testamento dirigido a su hijo, el heredero, es de una belleza estremecedora,
sobre todo, para los creyentes. Como
dice el autor del relato, parece que al escribir ese documento, estuvo tocado
por el ala de un ángel.
Parece
mentira, conociendo el carácter del rey, el cual se va revelando de una manera
tan singular y tan precisa, debido a las preguntas procesales y a las
respuestas dadas por el rey a través de su defensa que, un personaje de esa
mentalidad, haya llegado a escribir un testamento, digno de la pluma de un gran
místico católico. Se ve aquí como, por un verdadero milagro, el sufrimiento es
capaz de transformar a un individuo de un carácter anónimo y mediocre, en un Santo
de una espiritualidad tan profunda.
LA ÚLTIMA NAVIDAD DE LUIS XVI
Pocos días antes de la
vuelta de Louis XVIII a Paris, una mujer enjuta, con ademanes severos, vestida
de luto, accede a la calle del Templo, al antiguo palacio del Gran Prior, lo
atraviesa y baja al jardín. Se detiene de golpe, al no reconocer el lugar. Todo
ha cambiado. Antaño se levantaba ahí un alto torreón cuadrado, abrazado de
cuatro pequeñas torres con tejados cónicos recubiertos de pizarra.
Se trata de la torre del Templo.
Entre sus lágrimas que deja caer, la mujer
observa… y recuerda. Es ahí donde había vivido, cuando niña, de tez anacarada,
tan rubia, tan frágil que su madre la había apodado Mousseline… Ahí había sido inmersa en un drama atroz del cual hoy
era la única superviviente, arruinada por el dolor, envejecida por sus
recuerdos.
Se arrodilla.
Era Madame Royale, hija de Marie-Antoinette y
de Louis XVI, que volvía al emplazamiento, en donde se levantaba su oscura
cárcel medieval.
Hace solo unos días le han entregado
el testamento de su padre, escrito una mañana de Navidad, la mañana de Navidad
de 1.792.
Madame Royale recuerda… Cuantas veces, un
nudo en la garganta, había vuelto a leer esas líneas:
“Confío mis hijos a mi mujer; nunca he
puesto en duda su ternura maternal para con ellos; le recomiendo antes de todo,
de hacerlos buenos cristianos y hombres honrados, y de hacerles ver que las
grandezas de este mundo (si están condenados a probarlas) solo son bienes peligrosos
y perecederos, y de dirigir sus miradas hacia la única gloria sólida y duradera
de la eternidad…”
Una mañana de Navidad…
Eran las seis.
La mañana del martes 25 de
diciembre de 1.792 – la primera Navidad republicana – aún no había comenzado.
Se madrugaba muy temprano entonces en Paris, pero las calles se hallaban
desiertas. Eran en efecto numerosos los parisinos que habían oído la misa del
gallo. Claro que, la víspera, el procurador de la comuna, Chaumette, había ordenado
que no se celebrara la misa del gallo, pero los comisarios enviados por el
Ayuntamiento, no habían logrado cerrar las puertas de las iglesias. En
Saint-Eustache, el empleado municipal Beugnon, de oficio, albañil, había sido
tan fuertemente zarandeado por los vecinos del mercado, que dentro de poco
subirá a la torre del Templo como guarda, la cara marcada por las uñas de las
ciudadanas que estimaban que la libertad, recientemente adquirida, debía
permitir celebrar como se quería el nacimiento del Niño Dios. ¿Acaso no se
vivía en República desde hace más de dos meses?
Eran las seis.
En el segundo piso de la siniestra
Torre del Templo, Clery, el mayordomo de Louis XVI, se levantó y, seguido del
guardia municipal que había pasado la noche en un camastro atravesado en la
puerta, entró en presencia del rey.
El comisario que, según era
costumbre, había entrado de servicio la víspera, a las 10 de la tarde, no había
visto aún a Louis XVI, pero durante toda la noche, los ronquidos del prisionero
– “un ronquido continuo y de los más extraordinarios”, según contará uno de
ellos – lo había tranquilizado acerca de la presencia del detenido. El rey
apartó las cortinas de su cama, miró hacia el comisario, de pié en la penumbra
y se preguntó si lo había visto antes.
Clery encendió el fuego, mientras
que el rey se colocaba su bata. Parecía haber envejecido, una barba de varios días
tapaba sus mejillas hundidas. La piel le ardía y como lo hacía varias veces al
día, se echó agua fresca en el rostro. La Comuna le había quitado sus afeitadoras y solo se
las devolverá a la mañana siguiente, 26 de Diciembre, para su segunda comparecencia
ante la Convención ,
transformada en tribunal.
Luis se retiró en su despacho,
situado en una de las torrecillas adosadas al torreón. La puerta que había
permanecido abierta, permitía al guarda municipal, vigilar al prisionero. Había
en esa diminuta habitación, una pequeña estufa de porcelana, que Clery venía de
encender, una mesa y tres sillas de cuero. En un breviario que había mandado
comprar, Louis, arrodillado comenzó a leer el oficio de Navidad, luego como
todas las mañanas, el de los caballeros del Espíritu Santo.
Se levantó.
La torre, tan ruidosa de día estaba
aún silenciosa. En el piso superior, Marie-Antoinette. Madame Elizabeth, Madame
Royale y el pequeño delfín – le habían separado de su padre desde hace quince
días – no se habían aún despertado: “No había aún amanecido en las estancias
de la reina”, según la bonita expresión de aquel tiempo, en uso en Versalles y
en las Tuileries.
Desde el comienzo del proceso, el
rey había sido apartado de su familia, pero gracias a los jóvenes camareros –
venían del comedor de las Tuileries – los prisioneros lograban comunicarse. Aún
mejor, desde hace unos días, Clery había enseñado al rey, como enviar mensajes
desde la ventana de su habitación, con la ayuda de un ovillo de bramante, del
cual en el piso superior, Madame Elisabeth tenía sujeta una de las extremidades.
Las persianas de madera que en parte ocultaban las ventanas ayudaban a la
operación, que tenía lugar por la noche.
El rey se sentó delante de su
pequeña mesa. La Comuna le había concedido unos días antes, plumas, tinta y
papel. Con su fina escritura, empezó a escribir:
“En
el nombre de la Santísima Trinidad, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Hoy, veinticincoavo día de Diciembre, yo, de nombre Louis XVIº, rey de Francia,
estando desde hace cuatro meses encerrado con mi familia en la torre del Templo,
por los que eran mis súbditos… además, estando implicado en un proceso, cuyo desenlace es
incierto, debido a lo apasionado de la gente y del cual no se halla ningún
antecedente ni procedimientos en ninguna ley existente; teniendo solo a Dios
por testigo de mis pensamientos y con el cual pueda dirigirme, declaro aquí en
presencia suya, mis últimas voluntades y mis sentimientos…”
¡Su proceso!
La primera vista había tenido lugar hace
apenas quince días… y en esa mañana de Navidad, al escribir sus últimas
voluntades, Louis volvía a revivir con el recuerdo, esa terrible jornada del 11
de diciembre.
Era un martes, un martes como hoy
día de Navidad. Esa mañana había jugado al Siam
– una especie de juego de bolos – con su hijo. El niño no había logrado
sobrepasar dieciséis puntos.
-¡Siempre que tengo dieciséis, se
había lamentado el niño, no gano nunca!
El rey recordaba su entrada en la
sala de la Convención. Ante
todas esas miradas que lo contemplaban, se había sentido algo molesto.
-Estaba muy lejos de imaginarme
todas las preguntas que iban a hacerme, había confesado a Cléry, al volver al
Templo.
Esas preguntas lo habían hecho
tambalearse y a cada una de ellas, solo había podido contestar:
No recuerdo nada de lo que había
ocurrido en esa época… No tengo ninguna constancia de ello…
Esa última frase, volvía siempre como
un leit motiv a lo largo de esa penosa jornada.
-¡No tengo ninguna constancia de
ello… ninguna!
Es la palabra celebre: Nada, que encontramos repetido tantas
veces en cada hoja del diario íntimo del rey, los días que no iba de caza. Al
día siguiente, 26 de Diciembre, día dedicado a la defensa, sus abogados podían
decir a los miembros de la
Convención , estupefactos:
“¿Queréis saber, señores, a que labor
se dedicaba en junio de 1.792, el acusado que comparece aquí? Mientras que
había agitación en toda la capital, mientras que el pueblo de Paris se
preparaba para asaltar las Tuileries, mientras que las jornadas febriles se
añadían a las jornadas febriles, con su serena escritura de contable, los
anteojos en su nariz, el dueño del reino de Francia volvía a copiar un largo
informe que le había tenido ocupado varios días. He aquí ese informe:
“Desde 1.775 hasta 1.791, salí 2.636
veces de mi morada.”
“Si, señores, ¡Esa era entonces la
ocupación del rey! ¿No os basta eso? Entonces, abramos su diario al azar:
1.789
Julio, 10: Nada, contestación a la diputación de los Estados
Julio, 11: Nada, partida de M. Necker
Julio, 12: Vísperas y saludo, partida de los Srs. Montmorin, Saint-Prist y La Luzerne.
Julio, 13: Nada
Julio, 14: Nada
Julio, 11: Nada, partida de M. Necker
Julio, 12: Vísperas y saludo, partida de los Srs. Montmorin, Saint-Prist y La Luzerne.
Julio, 13: Nada
Julio, 14: Nada
…………………………………………………………………………
Julio, 28:
El mal tiempo me impidió salir.
Julio, 29:
Nada, vuelta de M. Necker
Julio, 31:
La lluvia me impidió salir.
¡Pobrecito! Como decía Marie-Antoinette a sus amigos, adelantando
el péndulo del salón, para que el aguafiestas fuera a acostarse antes.
Un día, su hijo le preguntó:
-Quería deciros algo. ¿Porqué
vuestro pueblo que os quería tanto, está ahora de repente, enfadado con Vos?
¿Qué habéis hecho para que se encolerice tanto?
¿Qué que había hecho? ¡Nada, naturalmente! Quizás por exceso de
bondad, había abdicado demasiado de su autoridad… Esa autoridad, que le había
asustado tanto cuando Louis XV, el cuerpo ennegrecido, hinchado, se pudría en
su lecho de agonía. Sin tregua, en este comienzo del año de mayo de 1.774, en
esa víspera de su reino, se le había oído repetir:
-Me parece que
el Universo se me va a caer encima…
Luego, cuando la vela, colocada
en la ventana de su abuelo se había apagado, había estallado en lágrimas y se
había refugiado en los brazos de su mujer. Y ese día, los que habían entrado
primero en la habitación, habían podido ver, a ese rey de diecinueve años, y
esta joven reina de dieciocho, llorar de rodillas a lágrima partida.
-¡Dios mío, murmuraban, abrazados,
Dios mío, protegednos, somos demasiado jóvenes para reinar!
Dios no los había protegido. Los
había dejado solos en la tormenta. Marie- Antoinette había “conspirado”, pero
Louis habría querido ser, con toda sinceridad, el rey de la Revolución , pero una
metamorfosis tal, hubiera exigido una mente adelantada a su tiempo. Su emotiva
sencillez, su buen corazón, su sorprendente buena voluntad, no habían podido
prosperar debido a una inteligencia demasiado pobre, a una sempiterna indecisión,
una eterna debilidad, una manera de “escabullirse” según la expresión de un
testigo. Su interlocutor tenía la impresión – la imagen es de su hermano
Provence – que quería agarrar una inaprensible bola de billar untada de aceite…
¡Su debilidad! Quizás, hoy se daba
cuenta de ello, de una manera vedada: era la causante de toda la desgracia!
¿Qué habéis hecho para que se
encolerice tanto?
En ese amanecer de la Natividad , en la
estrecha torre de su cárcel, le va a contestar al hombrecillo de siete años,
que levantaba hacia él sus ojos azules.
“Recomiendo
a mi hijo, si tuviera la desgracia de ser algún día rey, de pensar que se debe
por entero a la felicidad de sus conciudadanos: que debe olvidar cualquier odio
o resentimiento, en lo referente a lo que concierne las desgracias y las penas
que tengo; que solo puede dar felicidad a su pueblo reinando según las leyes:
pero que al mismo tiempo, tenga en cuenta que, un rey solo las puede hacer
cumplir, y hacer el bien que tiene en su corazón, cuando dispone de la
autoridad necesaria: y que de otra manera, estando sumido en unas obligaciones
y no inspirando ningún respeto, es más perjudicial que útil.”
Se detuvo un momento… Si, quizás al abdicar
de toda autoridad, al escuchar solo todo el bien “que tenía en su corazón”, si,
al lo mejor, ¡Había sido más perjudicial que útil! ¿Pero sus subordinados
podían acaso habérselo tenido en cuenta? Había accedido a todas sus
solicitudes. Salvo, cuando se habían enfrentado a su conciencia de creyente.
¿Podían acaso echárselo en cara, hasta el punto de considerarlo culpable,
merecer ser destronado, ser encarcelado
y, ahora hasta querer ser arrastrado a la guillotina?
Desde hace dos días, le dirá dentro
de poco a su defensor:
"estoy ocupado buscando si, en el curso de mi reinado, he podido merecer el mas leve reproche de parte de mis súbditos. Pues bien, Monsieur de Malesherbes, os lo juro, con toda la sinceridad de mi corazón, como hombre que va a comparecer ante Dios, ¡Siempre he deseado la felicidad del Pueblo, y nunca he deseado nada que le sea adverso!"
"estoy ocupado buscando si, en el curso de mi reinado, he podido merecer el mas leve reproche de parte de mis súbditos. Pues bien, Monsieur de Malesherbes, os lo juro, con toda la sinceridad de mi corazón, como hombre que va a comparecer ante Dios, ¡Siempre he deseado la felicidad del Pueblo, y nunca he deseado nada que le sea adverso!"
Amaba con todas sus fuerzas a su
pueblo, cuyos representantes iban a votar su muerte. Amaba a la gente humilde,
que tenía sus mismos gustos, se encontraba a gusto con ellos. Tenía un
verdadero cariño para el torno de su pequeña cerrajería, le gustaba trabajar el
yeso, hasta tal punto, que no podía haber un obrero en el castillo, sin ver acudir
el rey, echar una mano y volver a sus aposentos sucio y agotado.
Incluso en la cárcel del Templo,
hace unos días, al ver a un albañil ocupado haciendo unos agujeros, para
colocar enormes cerrojos, había sentido el deseo de cogerle el martillo y el
cincel de las manos para enseñarle a su hijo la manera de trabajar.
-Cuando salgáis de esta torre, le
dijo el obrero, podréis decir que habéis trabajado personalmente para vuestra
cárcel.
-Maria Antoinette había padecido,
por esos gustos de obrero. Joven desposada – ¡una desposada de catorce años! –
“fastidios en exceso”, había tratado de curar a su marido, ¡Pero había sido en
vano! Sufría por las bobadas y por “la falta de finura en sus modales” de su
esposo: su risa era pesada, sus bromas espesas.
¿No es acaso cierto, que tenía la
ocurrencia de colocarse sobre las rodillas del joven y gordo Narbonne, imitando
un bebé que había que acunar? “con la buena intención de ser atento para
alguno, nos dirá Madame de Boigne, se acercaba hacia él hasta hacerlo
retroceder hasta la pared; si no argumentaba nada, y eso le ocurría a menudo,
estallaba de risa, daba media vuelta y se iba.”
Sin embargo, los latidos de ese
corazón, la grandeza de su alma y las cualidades de ese gran creyente que era
su marido, habían acabado por tocar los sentimientos de Marie-Antoinette. La caida
de la desgracia, poco a poco, a falta de pasión, había provocado en ella una
ternura inmensa. Ese bueno de hombre – ese honrado hombre, decía Fersen – había
conseguido emocionarla, gracias a todas sus virtudes “sinceras e inertes”,
según la expresión de Mirabeau.
Y hoy, esa tranquilidad ante la
muerte, esa valentía de mártir la emocionaba hasta lo más profundo de su alma. ¿Al
lo mejor, en ese día de Navidad, creía que lo amaba?
En cuanto a él, siempre la ha
adorado. ¡Ha sido la única mujer de su vida! La amaba a su manera, claro que
sí, una manera burda, tosca, torpe, pero la amaba desde esa mañana de mayo de
1.774 cuando, en la orilla del bosque de Compiègne, había visto por primera vez
esos grandes ojos azules de porcelana y su sonrisa algo burlona.
Era al lo mejor, su bonita manera de
amar y atender a sus hijos, lo que más había agradado al rey. ¡Sus hijos! ¡La
rubia pequeñita Mousseline con su
fresca y alegre sonrisa y el pequeño Chou
d´amour, que tenía el alma tan limpia!... Tenía para con ellos una ternura
maternal ¡Tan rara en los príncipes!
Ruego
a mi mujer que me perdone todas las incomodidades que tiene que soportar por mi
culpa, y las penas que he podido infligirle en el transcurso de nuestra unión;
también puede estar segura que no le guardo ningún rencor, si ella creyera que
tiene alguna culpa que reprocharse… “
Ya ha amanecido. La
escalera de la torre empieza a resonar con el ruido del martilleo de los pasos,
del chirrido de las puertas, que los carceleros abren con estruendo – hay doce
de ellas, cerrando la escalera, entre la planta baja y el tercer piso – de los
batidos de los cerrojos, que los encargados de las llaves corren y dejan
abatirse con pesadez y siendo la torre tan sonora como el tubo de un órgano,
repite el ruido con gran amplitud. Encima, en la morada de la reina, Louis oye
el ruido de los pasos. El pequeño delfín, que corre por todo el piso, los
encargados de la leña, que guarnecen las hogueras, los aguadores que llenan las
palanganas, el encargado de la luz que viene para apagar las farolas. Louis lo
adivina. Las tres princesas vestidas con ropa de mañana, con vestimenta blanca,
se disponen a tomar asiento en el pequeño comedor…
Afuera, Paris guarda silencio. Los
campanarios de esta mañana festiva enmudecen. No se oye ninguna campana, ni el
menor tintineo. Por primera vez desde hace siglos, Paris no festeja la Navidad.
Louis, siempre tan sereno, está recopilando
su testamento… y, esa mañana, parece que “el pobre hombre”, el hombre de las Nadas, el hombre que daba risa, el
hombre del cual se burlaban un poco, solo sea un recuerdo. En ese día de
Navidad, Louis XVI ha sido rozado por el ala de un ángel. Lo que escribe, con
su trazo tan fino, es de una sorprendente belleza. Un soplo divino anima esos
renglones, escritos en una cárcel, esa mañana de Navidad, esos renglones, que
tienen la emocionante grandeza de una oración:
“Entrego
mi alma a Dios, Creador mío; le ruego que la reciba en su misericordia, de no
juzgarla de acuerdo con sus méritos, pero sí por los de Nuestro Señor
Jesucristo, que se ofreció en sacrificio a Dios, su Padre para nosotros los
hombres, por muy indignos que fueran, y yo el primero…Ruego a Dios que me
perdone todos mis pecados; he querido conocerlos detenidamente, odiarlos,
humillarme en su presencia…
“Ruego a todos los que
he podido ofender sin quererlo (ya que no recuerdo haber ofendido a nadie a
sabiendas), o a los que haya podido
dar mal ejemplo o causar escándalo, de perdonarme el mal que creen que le he
podido hacer; ruego a todos los que tienen la caridad de unir sus oraciones con
las mías para obtener de Dios el perdón de mis pecados…
Perdono además de todo
corazón a mis guardianes, los malos tratos y las molestias, que han creído
tener que usar conmigo…”
Por la tarde, sus defensores –
Malesherbes, Tronchet y de Sèze – llegan al Temple y son llevados a presencia de
su cliente después de haberles desvestido y haber sido “registrados desnudos
hasta en los sitios más secretos”.
El rey termina su testamento, luego,
pálido, el corazón en un puño, entra en la habitación en donde le esperaban los
tres hombres.
-He arreglado mis pequeños asuntos; ahora pueden hacer de mí lo que
quieran.
De Sèze le pide permiso para leerle
el discurso que va a pronunciar mañana a la Convention , en el
transcurso de la segunda y última jornada del proceso. En la habitación
abovedada, se alza la voz del joven abogado:
“Louis había subido al trono con
veinte años, y con veinte años, dio desde el trono ejemplo de moralidad; no
tuvo ninguna debilidad culpable ni ninguna pasión corrupta… fue ahorrador,
justo, severo, siempre se portó con el pueblo constantemente como su amigo. El
pueblo deseó la abrogación de un impuesto desastroso que le oprimía, lo abrogó.
El pueblo pedía la abolición de los siervos, comenzó a abolirla él mismo en sus
dominios… es en nombre de ese mismo pueblo que hoy se pide…
“Ciudadanos, no termino… me detengo
ante la Historia. Pensad
que ella será el juez de vuestro fallo y que el suyo será el de los siglos
venideros.”
De Sèze había preparado un final más
vibrante, pero el rey le pidió que lo suprimiera.
-No quiero parecer que quiero
enternecerlos.
Después de que se marcharan, Louis
abrió su Tacito y antes de anochecer, volvió a copiar otra vez su testamento:
“Termino declarando ante Dios, y
preparado para comparecer ante Él, que no me acuso de ninguno de los crímenes
que se me reprochan.
“Hecho en dos copias en la torre del
Templo, el 25 de diciembre de 1.792”
Louis
Transcurrió menos de un mes.
Es la mañana del lunes 21 de Enero
de 1.793
Louis tiembla un poco, pero es
debido al frío. De repente se abre la puerta; el general Santerre seguido de comisarios y de
gendarmes, que ordena en dos filas, entra ruidosamente en la habitación.
-¿Venís a buscarme? Pregunta el
rey.
-Si
-Os pido solo un minuto.
Se dirige con rapidez hacia la
pequeña torre, hacia la pequeña habitación en donde había escrito su
testamento. Su confesor, el padre Edgeworth de Firmont está ahí. Louis cierra
la puerta y se pone de rodillas:
-Todo está cumplido, Monsieur;
dadme vuestra última bendición y pedid a Dios que me de fuerzas hasta el final.
El condenado coge su testamento de
encima de al mesa – su mensaje de Navidad – sale de la habitación y lo entrega
a uno de los representantes municipales.
- "Os ruego que se lo entreguéis a la reina,
a mi mujer".
- "No hemos venido para hacernos
cargo de vuestros recados, truena el hombre – uno apellidado Roux, un sacerdote
juramentado – pero si para conduciros al cadalso.
El Rey lo observa un momento, y
luego contesta con dulzura:
-"Es verdad."
Otro agente municipal coge el
mensaje, mientras que Louis XVI, da el primer paso hacia el suplicio, empezando
a bajar la escalera de piedra. Bajo el retumbar de los tambores, atraviesa el
jardín erizado de lanzas y por dos veces se vuelve hacia el siniestro torreón en
donde, en el tercer piso, detrás de las persianas de madera dos mujeres y dos
niños lloran, acechan y escuchan angustiados.
Madame Royale, aun arrodillada en
el jardín del Templo, recordaba…
La mañana del 21 de enero de 1.793,
encima de la chimenea, el reloj de Marie Antoinette, que representaba a la Fortuna y su rueda, había marcado las nueve.
A las diez y media, los prisioneros
habían oído a lo lejos las descargas de artillería. Enseguida, los tambores de
la guardia del Temple empezaron a sonar. La reina que lloraba en su cama se
levantó y vino a arrodillarse a los pies de su hijo, saludándole a título de
rey.
Madame Royale comprendió…
La cabeza de su padre, acababa de
rodar en el cadalso de la plaza de la Revolución.
3 comentarios:
se merece la canonización este hombre,no sólo por lo que fué,sino por lo que es. ya han pasado más de doscientos años de su muerte,así es que los curitas de Roma tienen una deuda de justicia con este hombre.
L,a Iglesia Ortodoxa ha canonizado el Zar masacrado por los marxistas, aquí como tu dices, ciertos miembros de la Iglesia, influidos por el odio a la Monarquía no se atreven a canonizar a ese Rey, que pagó las orgías de Luis XIV.
y los gastos de Luis XV y de madame de Pompadour,quién hizo,en última instancia,este matrimonio.
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