Judas, cobrando el dinero de la traición |
En este relato
del “Poema del Hombre-Dios” de María Valtorta, se ve la
verdadera cara del Apóstol traidor, que algunos se empeñan en describir como un
hombre normal y corriente, sin pecado grave alguno, por la moda de nuestros
días, de querer demostrar que todo el mundo es bueno, y que no hay diferencia
alguna entre el vicio y la virtud, es la nueva Teología de la Relatividad, que
hoy día tiene cada vez más adeptos, desgraciadamente, incluso entre ciertos
Pastores, que predican incansablemente, como un mantra “Dios te quiere como
eres”, y no saben ver que el Amor que
daba Jesús a Judas, era con la intención de que cambie de conducta, mientras
aún estaba a tiempo en este mundo, para así evitarle el horror de la segunda
muerte, que es la Muerte Eterna.
Jesús explica como el pecado es comparable a la enfermedad del cuerpo, y como un padre o un amigo, cuando el ser querido cae enfermo, intentan por todos los medios a su alcance, devolverle la salud, y como cuanto más grave es la enfermedad, más se desvelan para sanarlo.
Jesús explica como el pecado es comparable a la enfermedad del cuerpo, y como un padre o un amigo, cuando el ser querido cae enfermo, intentan por todos los medios a su alcance, devolverle la salud, y como cuanto más grave es la enfermedad, más se desvelan para sanarlo.
Es de destacar
la infinita paciencia de Jesús, que conociendo los pecados tan graves de Judas,
como son la Lujuria y la necromancia, lo trató siempre con cariño, intentando
por todos los medios convertirlo, para mostrarnos también como debemos comportando
ante los individuos de esa calaña.
LA VERDADERA CARA DE JUDAS ISCARIOTE
(Del Poema del Hombre-Dios de María Valtorta, 11-12-1.945)
Las magníficas estrellas de una
serena noche de marzo resplandecen en el cielo de Oriente, tan amplias y
vivaces, que parece que el firmamento haya descendido, como un baldaquino,
hacia la terraza de la casa que ha acogido a Jesús: una casa muy alta, y
edificada en uno de los puntos más altos de la ciudad, de modo que el horizonte
infinito se abre delante y alrededor de quien mira, desde cualquier ángulo. Y,
si la tierra, - no alegrada todavía por
la luna, que está en su fase menguante – se anula en la oscuridad de la noche, el cielo resplandece con un sinfín
de luces.
Es verdaderamente la revancha del firmamento, que expone victoriosamente sus pensiles de astros, las praderas de Galatea, sus gigantes planetarios, sus bosques de constelaciones contra la efímera vegetación de la Tierra, que, aunque sea secular, es en todo caso de una hora respeto a estas, que existen desde cuando el Creador hizo el firmamento. Y, perdiéndose mirando arriba, paseando la mirada por esas esplendorosas avenidas, en que las estrellas son los árboles, uno tiene la impresión de percibir las voces, los cantos de aquellas florestas de esplendores, de ese enorme órgano de la más sublime de las catedrales, en que gustosamente imagino que hacen de fuelles y registros los vientos de las carreras astrales, y de voces las estrellas lanzadas en sus trayectorias.
Y parece percibirse mucho más, dado que el silencio nocturno de esta Gadara durmiente es absoluto. No canta ni una fuente, no canta un pájaro. El mundo duerme, duermen las criaturas. Duermen los hombres – menos inocentes que las otras criaturas - sus sueños más o menos tranquilos, en las casas oscuras.
Es verdaderamente la revancha del firmamento, que expone victoriosamente sus pensiles de astros, las praderas de Galatea, sus gigantes planetarios, sus bosques de constelaciones contra la efímera vegetación de la Tierra, que, aunque sea secular, es en todo caso de una hora respeto a estas, que existen desde cuando el Creador hizo el firmamento. Y, perdiéndose mirando arriba, paseando la mirada por esas esplendorosas avenidas, en que las estrellas son los árboles, uno tiene la impresión de percibir las voces, los cantos de aquellas florestas de esplendores, de ese enorme órgano de la más sublime de las catedrales, en que gustosamente imagino que hacen de fuelles y registros los vientos de las carreras astrales, y de voces las estrellas lanzadas en sus trayectorias.
Y parece percibirse mucho más, dado que el silencio nocturno de esta Gadara durmiente es absoluto. No canta ni una fuente, no canta un pájaro. El mundo duerme, duermen las criaturas. Duermen los hombres – menos inocentes que las otras criaturas - sus sueños más o menos tranquilos, en las casas oscuras.
(…) Jesús y el Apóstol Juan suben a la terraza
superior Se toman de la mano y van así, a sentarse en un banco que
está adosado a todo lo largo del antepecho, muy alto, que circunda la terraza
(…) la ciudad está escondida toda, y con ella las sombras más oscuras de los
montes cercanos en la oscuridad de la noche. Solamente se les muestra el cielo
con sus constelaciones de primavera y las magníficas estrellas de Orión (Rigel
y Betelgeuse), Aldebarán, Perseo y Andrómeda y Casiopea, y las Pleyadas unidas
como hermanas. Y Venus (zafíreo y diamantino), Marte de pálido rubí) y el
topacio de Júpiter son los reyes del pueblo astral, y tililan, tililan como
saludando al Señor, acelerando sus latidos de luz para la Luz del mundo.
Jesús levanta la cabeza, apoyándola
sobre el alto pretil, para mirarlas; Juan hace lo mismo, perdiéndose mirando
arriba, donde se puede ignorar al mundo… Luego, Jesús dice: “Y ahora que nos
hemos limpiado en las estrellas, vamos a orar”.
Se pone en pié, Juan también. Una
larga oración, silenciosa, apremiante, toda alma, con los brazos abiertos en
cruz, la cara alzada vuelta hacia oriente, donde se preludia un primer claros
de luna. Y luego el Pater dicho en
común, lentamente, no una vez, sino tres, y – lo manifiesta claramente la voz –
con un progresivo aumento de insistencia en la súplica; una súplica que es tan
ardiente, que separa de la carne el alma y deja a esta por los caminos del
infinito.
Luego silencio. Se sientan donde
estaban antes, mientras la luna blanquece cada vez más la tierra durmiente.
Jesús pasa los brazos por los hombros de Juan, le arrima hacia sí, y dice:
“Dime pues, lo que sientes que tienes que decirme. ¿Qué cosas son las que mi
Juan ha intuido, con la ayuda de la Luz espiritual, en el alma tenebrosa del
compañero?”.
“Maestro, estoy arrepentido de
haberte dicho eso. Cometeré dos pecados…”.
“¿Por qué?”
“Porque te voy a causar dolor
manifestándote incluso lo que no sabes, y… porque… Maestro, ¿es pecado
manifestar el mal que vemos en otro?” Si ¿no es verdad? ¿Y entonces, como puedo
decir eso si lesiono a la caridad?...” Juan está angustiado.
Jesús da luz a su alma: “Escucha,
Juan. ¿Para ti es más el Maestro o el condiscípulo?”.
“El Maestro, Señor, Tú estás por
encima de todos”.
“Y qué soy Yo para ti?”.
“El Principio y el fin. Eres el Todo”.
“¿Crees que Yo, siendo Todo, conozco
también todo lo que existe?”.
“Sí, Señor, por esto siento una gran
contrariedad dentro de mí. Porque siento que sabes y que sufres. Y porque
recuerdo que un día me dijiste que en ocasiones, Tú eres el Hombre, solo el
Hombre, y por tanto el Padre te hace conocer lo que es ser hombre que debe
conducirse según razón. Y pienso también que Dios, por compasión hacia Ti,
podría ocultarte estas feas verdades…”.
“Atente a este pensamiento, Juan y
habla. Con confidencia. Confíar lo que sabes a quien para ti es “Todo” no es
pecado. Porque el “Todo” no se escandaliza, ni murmura, ni faltará a la
caridad, ni siquiera con el pensamiento, hacia el desdichado.
Sería pecado si dijeras lo que sabes a
quien no puede ser todo amor, a tus compañeros por ejemplo, que murmurarían e
incluso agrederían sin misericordia al culpable, dañándole a él y a sí mismos.
Porque hay que tener misericordia, una misericordia que ha de ser mucho mayor
en la medida en que tengamos ante nosotros a una pobre alma enferma de todas
las enfermedades: un médico, un enfermero compasivo o una madre si es poco el
mal que sufre el enfermo, se impresionan poco, y poco luchan por curarle; pero
si el hijo, o el hombre, está muy enfermo, en peligro de muerte, ya gangrenoso
y paralizado, ¡como luchan, venciendo repugnancias y fatigas, para curarle! ¿No
es así?”.
“Así es, Maestro” dice Juan, que
ahora está en esa postura suya del brazo en torno al cuello del Maestro y la
cabeza apoyada en su hombro.
“Pues Bien, no todos saben tener
misericordia con las almas enfermas: Por eso hay que ser prudentes en dar a
conocer sus males, para que el mundo no las rehuya y no las deje con el
desprecio. Un enfermo, que se ve menospreciado se entristece, y empeora. Si por
el contrario le asisten con alegre esperanza, puede sanar; porque la alegría
esperanzada del que le asiste, entra en él y ayuda a la acción de la medicina.
Pero tú sabes que Yo soy la Misericordia y que no humillaré a Judas. Habla
pues, sin escrúpulos. No eres un espía. Eres un hijo que confía a su padre, con
amorosa solicitud, el mal que ha descubierto en su hermano, para que el padre
le asista. ¡Ánimo, pues…!”.
Juan
emite un fuerte suspiro, luego inclina aún más la cabeza, dejándola caer sobre
el pecho de Jesús, y dice: “¡Cuán penoso es hablar de cosas corrompidas!...
Señor… Judas es un impuro… y me tienta a la impureza. No me importan sus
escarnios hacia mí, lo que me duele es que se acerque a Ti, manchado de sus
amores. Desde que ha vuelto, me ha tentado varias veces. Cuando las
circunstancias nos dejan solos - cosa
que él provoca en todos modos – no hace otra cosa que hablar de mujeres… y yo
siento la repulsa que sentiría si me sumergieran en materias fétidas que
trataran de introducirme en la boca….”.
“¿Pero en lo profundo, te sientes
turbado?”.
“¿En qué sentido turbado? Mi alma se
estremece. La razón grita contra estas tentaciones… No quiero ser corrompido…”.
“¿Y tu carne, que hace?”.
“Se retrae horrorizada”.
“¿Solamente esto?”.
“Esto, Maestro, y lloro entonces,
porque me parece que Judas no podría ofender más a quien se ha consagrado a
Dios. Dime, ¿Esto va a lesionar mi ofrenda?”.
“No. No más que un puñado de barro
arrojado a una lámina de diamante. No raya la lámina, no penetra en ella. Para
limpiarla basta echar en ella una copa de agua. Y queda más bonita que antes”.
“Límpiame entonces”.
“Tu caridad te limpia. Y tu ángel.
Nada queda en ti. Eres un altar limpio y Dios baja a él. ¿Qué más hace Judas?”.
“Señor, él… No es verdad que sea
dinero suyo el que te da para los pobres; es el dinero de los pobres que roba
para sí; para ser alabado por una falsa generosidad. Le enfureciste al quitarle
todo el dinero al regreso del Tabor. Y a mí me dijo: “Hay soplones entre
nosotros”. Yo dije: “¿Soplones de qué? ¿Acaso robas?. “No” me respondió, “pero
soy previsor y hago dos bolsas. Alguno se lo ha dicho al Maestro y Él me ha
impuesto que dé todo; tan enérgicamente lo ha impuesto, que me he visto
obligado a hacerlo”. Pero no es verdad, Señor, que haga eso por previsión. Lo hace
para tener dinero. Podría declararlo con la casi certeza de decir la verdad”.
“¡Casi
certeza! Esta duda sí que es breve culpa. No puedes acusar de ser ladrón si no
estás absolutamente seguro de ello. Las acciones de los hombres a veces tienen
apariencia mala y son buenas”.
“Es verdad, Maestro. No lo volveré a
acusar, ni siquiera con el pensamiento. De todas formas, eso de que tiene dos
bolsas, y la que dice que es suya, y te da es tuya y que lo hace buscando
alabanza, eso es verdad. Y yo eso no lo haría. Siento que no está bien hacerlo”.
“Tienes
razón. ¿Qué más debes decir?”.
Juan alza la cara asustada, abre la
boca para hablar, pero la cierra. Se desliza hasta caer de rodillas. Esconde la
cara en la túnica de Jesús. Él le mane una mano sobre sus cabellos.
“¡Ánimo! Quizás has juzgado equivocadamente. Yo te ayudaré a juzgar bien.
Me debes decir también lo que piensas acerca de las posibles causas de que
Judas peque”. Señor, Judas se siente sin la fuerza que querría para hacer
milagros… Tú sabes que siempre lo ha deseado fogosamente… ¿Te acuerdas de Endor?
Y, sin embargo, es el que hace menos milagros. Y …bueno… desde que ha
regresado, ya no consigue nada… y por la noche se queja de ello incluso en
sueños, como si fuera una pesadilla, y…¡Maestro, Maestro mío!”.
“Venga. Habla. Todo”.
“Impreca… y practica la magia. Esto
no es una mentira ni una duda. Le he visto. Me elige como compañero porque
tengo un sueño profundo. Es más, lo tenía. Ahora lo confieso, le vigilo, y mi
sueño es menos profundo porque en cuanto se mueve lo oigo… Quizás he hecho mal.
Pero he fingido dormir para ver lo que hacía. Y dos veces le he visto y oído
hacer cosas feas. No es que yo entienda la magia, pero eso es magia”.
“¿Solo?”.
“No y sí. En Tiberiades lo seguí. Fue
a una casa. Después pregunté quien vivía allí. Uno que practica la necromancia
con otros. Y, cuando Judas salió, casi de mañana, por las palabras que dijeron,
comprendí que se conocen y que son muchos… y no todos extranjeros. Pide al demonio
la fuerza que Tú no le das. Por eso sacrifico yo mi fuerza al Padre, para que
se la pase a él, y él deje de ser pecador”.
“Haría falta que le dieras tu alma. Pero
eso no lo permitiríamos ni el Padre ni Yo”.
Un largo silencio, luego Jesús dice
con voz cansada: “Vamos, Juan. Vamos a bajar a descansar en espera del alba”.
“¡Estás más triste que antes, Señor!
¡No debía haber hablado!”.
“No. Yo ya lo sabía. Pero tú al
menos, estás más tranquilo… y eso es lo que importa…”.
“Señor, ¿debo evitarle?”.
“No, no temas. Satanás no perjudica a los
Juanes. Los aterroriza, pero no puede quitarle la gracia que Dios continuamente
les otorga. Ven, por la mañana voy a hablar. Luego iremos a Pel.la. No
podemos demorarnos, porque el río está crecido, por la fusión de las nieves y
el agua de los días pasados. Pronto estará colmo, y mucho más teniendo en
cuenta que la luna aureolada predice lluvias abundantes…”.
Bajan
y deja de vérselos en la habitación de debajo de la terraza.
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