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La Resurrección del Hijo de la Viuda de Naím |
Maravilloso relato sobre uno de los más grandes milagros de Jesús; descripción de la conversación de Jesús con los Fariseos y Doctores de la Ley, los cuales representan a todos los detractores actuales sobre la divinidad de Cristo Jesús. Vemos la gran paciencia de Jesús con sus detractores, y asistimos a un enfrentamiento abierto, cuando al final, quieren demostrar que todo es un complot entre el Pueblo de Naím; el resucitado y su familia para hacer creer un falso milagro. Jesús se llama Él mismo el Perseguido por los Escribas y Fariseos, a los cuales los compara con las hienas, que se regocijan en el olor de la carroña.
Todos estas descripciones y palabras de Jesús están descritas en los Evangelios, y son fieles a todo lo que allí está escrito. Maravillosas descripciones de María Valtorta, que es una grandísima escritora, porque nos transporta de una manera increíble a todos los acontecimientos relatados con más brevedad en los Evangelios.
Del Poema del Hombre-Dios de Mª Valtorta.
Hay gran
ambiente festivo en la ciudad de Naím: recibe a Jesús por primera vez después
del milagro del joven Daniel resucitado de la muerte.
Precedido y
seguido por un buen número de personas, Jesús atraviesa la ciudad bendiciendo.
Además de los de Naím, hay personas de otros lugares, que vienen de Cafarnaúm
adonde habían ido a buscarle y de donde los habían mandado a Caná, y de esta
ciudad a Naím. (…)
Entre estas
personas que han venido de otros lugares buscándole, no faltan fariseos y
escribas, aparentemente respetuosos….
Jesús se
hospeda en casa del joven resucitado, en la que han concurrido también las
personas importantes de la ciudad; y la madre de Daniel, al ver a los escribas
y fariseos – siete como los pecados capitales - , toda humilde, los invita
disculpándose de no poder ofrecerles una morada más digna.
Está el
Maestro, está el Maestro, mujer. Ello daría valor incluso a una cueva. Tu casa
es mucho más que una cueva. Así que entramos y decimos: “Paz a ti y a tu casa”.
(…) Felices ellas
(las que se cuidan del servicio). Felicísima la que, con la dueña de la casa
ofrece las jofainas de las abluciones a los invitados importantes. Es una
jovencita oscura de ojos y cabellos, pero de tez tenuamente sonrosada; más
rosa cuando la dueña de la casa explica a Jesús que es la prometida de su hijo
y que pronto se celebrarán las bodas. “Hemos esperado a que vinieras para
celebrarlas, para que toda la casa quedara por Ti santificada. Ahora, bendícela
para que sea una buena esposa en esta casa”.
Jesús la mira,
y, dado que ella se inclina, le impone las manos diciendo: “Florezcan en ti las
virtudes de Sara, Rebeca y Raquel; de ti nazcan verdaderos hijos de Dios, para
su gloria y para alegría de esta morada”.
Ya Jesús y las
personas importantes se han purificado y entran en la sala del banquete con el
joven, dueño de la casa, mientras los Apóstoles, con otros hombres de Naím
menos influyentes, entran en la habitación de enfrente. El banquete comienza.
Comprendo por
lo que hablan que, antes de que empezase la visión, Jesús había predicado y
curado en Naím. Pero los Fariseos y Escribas, poco se detienen en eso. En
cambio llenan de preguntas a los de Naím para saber detalles sobre la
enfermedad de que había muerto Daniel, sobre las horas que habían transcurrido
entre la muerte y la resurrección, y sobre si había sido embalsamado
completamente o no, etc, etc…
Jesús se
abstrae de todas esas indagaciones hablando con el resucitado, que está
magníficamente, y come con un apetito formidable. Pero un Fariseo llama a Jesús
para preguntarle si había sabido antes sobre la enfermedad de Daniel.
“Venía de
Endor por pura coincidencia, porqué había querido complacer a Judas de Keriot,
como también había complacido a Juan de Zebedeo. Ni siquiera sabía que había de
pasar por Naím cuando empecé el camino para el peregrinaje Pascual” responde
Jesús.
“¡Ah!, ¿No
habías ido premeditadamente a Endor?” pregunta asombrado un escriba.
“No. No tenía
entonces, ni la más mínima intención de ir a Endor”.
“¿Y entonces,
como es que fuiste?”.
“Lo acabo de
decir: porqué Judas de Simón quería ir”.
“¿Y porqué ese
capricho?”.
“Para ver la
gruta de la maga”.
“Quizá es que
Tú, habías hablado de eso…”.
“¡Jamás! No
tenía motivo de hablar de eso…”.
“Lo que quiero
decir es que… quizás habías explicado con ese episodio otros sortilegios, para
incitar a tus discípulos en…”.
“¿En qué? Para
iniciar en la santidad no se necesitan peregrinajes. Una celda o una landa
desierta, un pico de montaña o una casa solitaria van bien igualmente. Basta,
en quien enseña, autoridad y santidad, y, en quien escucha, voluntad de
santificarse. Yo enseño esto, y no otras cosas”.
“Pero los
milagros que hacen ellos, los discípulos, que son sino prodigios y…”
“Y voluntad de
Dios. Solo eso. Y cuanto más santos vayan siendo, más harán. Con la oración,
con el sacrificio y con su obediencia a Dios. No con otras cosas”.
“¿Estás seguro
de eso?” pregunta un escriba, con la mano en el mentón y mirando de reojo, y de
abajo arriba a Jesús, con tono discretamente irónico y no sin un sentido de
conmiseración.
“Son las armas
y la doctrina que les he dado. Si luego, alguno de ellos, y son muchos, se
corrompe con innobles prácticas, por soberbia o por otra cosa, el consejo no
habrá provenido de Mí. Puedo orar para tratar de redimir al culpable. Puedo
imponerme duras penitencias expiatorias para obtener que Dios le ayude
especialmente con luces de su sabiduría para que vean el error. Puedo arrojarme
a sus pies para suplicarle que abandone el pecado, con todo mi amor de Hermano,
Maestro y Amigo.
Y no pensaría que me estaría rebajando al hacer eso, porque el
precio de un alma es tal, que merece la pena sufrir cualquier humillación para
ganarla. Pero no puedo hacer más. Si, a pesar de eso, continua el pecado,
llanto y sangre rezumarán de los ojos y el corazón del traicionado e
incomprendido Maestro y Amigo”. ¡Qué dulzura y qué tristeza en la voz y en la
expresión de Jesús!
Los escribas y
Fariseos se miran entre sí. Es todo un juego de miradas. Pero no hacen ningún
comentario al respecto.
En cambio, eso
si, hacen preguntas al joven Daniel: ¿se acuerda de qué es la muerte?; ¿qué
sintió al volver a la vida?; ¿Qué vio en el espacio entre la muerte y la vida?
“Yo sé que
estaba enfermo y que sufrí la agonía. ¡Oh, qué cosa tan tremenda!, ¡no me
hagáis recordarlo!... Y, no obstante, llegará el día en que volveré a sufrirla.
¡Oh, Maestro!...”. Le mira aterrorizado, y empalidece ante el pensamiento que
tendrá que volver a morir otra vez.
Jesús le consuela
dulcemente diciendo: “La muerte es de por sí expiación. Tú, muriendo dos veces,
quedarás purificado de toda mancha y gozarás enseguida del Cielo. Pero que este
pensamiento te haga vivir una vida santa, de forma que solo haya en ti
involuntarias y veniales culpas”.
Más los
fariseos vuelven al ataque: “¿Pero que experimentaste al volver a la vida?”.
“Nada. Me he
encontrado vivo y sano como si me hubiera despertado de un largo y pesado
sueño”.
“¿Pero te
acordabas de haber muerto?”.
“Me acordaba
de que había estado muy mal, hasta la agonía y nada más”.
“¿Y que
recuerdas del otro mundo?”.
“Nada, no hay
nada. Un agujero negro, un espacio vacío en mi vida… Nada”.
“Entonces,
¿para ti, no hay Limbo, ni Purgatorio, ni Infierno?”.
“¿Quién ha
dicho que no existen? Claro que existen. Pero yo no los recuerdo”.
“¿Pero estás
seguro de haber estado muerto?”.
Reaccionan
todos los que hay de Naím: “¿Qué si estaba muerto? ¿Qué más queréis? Cuando lo
pusimos en la lechiga estaba casi empezando a oler. ¡Y además!... con todos
esos bálsamos y vendas, habría muerto hasta un coloso”.
“¿Pero tú no
te acuerdas de haber muerto?”.
“Os he dicho
que no”. El joven se impacienta y añade: “¿Pero qué es lo que queréis
establecer con estas lúgubres argumentaciones?: ¿Que un entero pueblo
aparentara que me tenía muerto a mí, incluida mi madre, incluida mi mujer, que
estaba en la cama muriendo de dolor, incluido yo, atado y embalsamado, y que no
era verdad? ¿Qué estáis diciendo?: ¿Qué en Naím éramos todos niños o imbéciles
con ganas de bromas? Mi madre se puso blanca en pocas horas, mi mujer tuvo que
ser asistida porqué el dolor y la subsiguiente alegría la habían como
enloquecido. ¿Y vosotros dudáis? ¿Y por qué lo íbamos a haber hecho?”.
“¿Por qué? ¡Es
verdad! ¿Por qué lo íbamos a haber hecho?” dicen los de Naím.
Jesús no
habla. Se entretiene con el mantel como si estuviera ausente. Los fariseos no
saben que decir…
Pero Jesús, al
improviso, cuando la conversación y el asunto parecían concluidos, abre su boca
y dice: “El por qué es el siguiente. Ellos (y señala a los fariseos y escribas)
quieren establecer que tu resurrección no fue sino una artimaña bien montada
para aumentar mi estima ante las multitudes: Yo, el que la ideó; vosotros,
cómplices para traicionar a Dios y al prójimo. No. Yo dejo las fullerías a los
innobles. No necesito hechicerías, ni estratagemas, ni artimañas o
complicidades, para ser lo que soy. ¿Por qué queréis negar a Dios el poder de
devolver el alma a una carne? Si Él la da cuando la carne se forma, y crea una
a una las almas, ¿no podrá restablecerla cuando, volviendo a la carne por la
oración de su Mesías, puede ser incentivo para qué multitud de gente se acerca
a la Verdad? ¿Podéis negar a Dios el poder del milagro? ¿Por qué lo queréis
negar?
“¿Eres Tú
Dios?”.
“Yo soy quien
soy. Mis milagros y mis doctrinas dicen quién soy”.
“¿Y entonces
por qué este no recuerda, mientras que los espíritus invocados saben decir lo
que es el más allá?”.
“Porque esta
alma, ya santificada por la penitencia de una primera muerte, habla la verdad;
mientras que lo que sale de los labios de los nigromantes no es verdad”.
“Pero Samuel…”.
“Pero Samuel
fue, por mandato de Dios y no de la maga, a llevar al desleal para con la Ley
el veredicto del Señor cuyas disposiciones no se hacen objeto de burla”.
“¿Y entonces, por
qué tus discípulos lo hacen?”:
La voz
arrogante de un fariseo, que ha alzado el tono porqué se ha sentido tocado en
la herida, llama la atención de los Apóstoles, que están en la habitación de
enfrente, separados por un pasillo de poco más de un metro de ancho y sin
separación de puertas o cortinas gruesas. Sintiendo que es algo que los atañe,
se levantan y van al pasillo sin hacer ruido, y se ponen a escuchar.
“¿En qué lo
hacen? Explícate. Si tu acusación es verdadera, les advertiré de que no vuelvan
a obrar contra la Ley”.
“Yo sé en qué,
y como yo otros muchos: Pero descúbrelo Tú por ti mismo. Tú, que resucitas a
los muertos y te dices más que profeta. Nosotros, puedes estar seguro, no te lo
vamos a decir. Además, tienes ojos para ver también muchas otras cosas
cometidas por tus discípulos, hechas cuando no se debe o no hechas cuando se
deben hacer. Y Tú no le das importancia a esto”.
“¿Queréis
indicarme algunas de estas cosas?”.
“¿Por qué tus
discípulos violan las tradiciones de los antepasados? Hoy los hemos observado.
¡Hoy otra vez! ¡No hace más de una hora! ¡Han entrado en su sala para comer y
antes no se han purificado las manos!” (si los fariseos hubieran dicho: “Y
antes han degollado a unos cuantos de la ciudad” no hubieran expresado un tono
tan profundamente lleno de horror).
“Si, los habéis observado. Hay muchas cosas
que ver. Cosas hermosas y buenas, cosas que mueven a bendecir al Señor por
habernos dado la vida para que pudiéramos verlas, y por haberlas creado o
consentido. Ésas no las veis. Y, como vosotros, otros muchos. Y la verdad,
es que perdéis el tiempo y la paz yendo detrás de las cosas no buenas.
Parecéis chacales, o mejor, hienas que
corren tras la estela de una pestilencia
y no se cuidan de la afluencia de perfumes que vienen en el viento desde
jardines llenos de aromas. A las hienas, no les gustan las azucenas ni las
rosas, jazmines ni alcanfores, cinamomos ni claveles. Para ellos, significan
olores desagradables. Pero el hedor de un cuerpo en putrefacción en el fondo de
un barranco, o en un camino, sepultado bajo los espinos a que le ha arrojado un
asesino, o lanzado a una playa desierta por la tempestad, hinchado, cárdeno,
agrietado, horrendo, ¡ah, ese hedor es perfume agradable para las hienas!
Olisquean el viento vespertino, que condensa y transporta consigo todos los
olores que el sol destila de las cosas que ha calentado para sentir este vago,
sugestivo olor; y, una vez descubierto, una vez captada su dirección, empiezan
a correr, con el hocico alzado, los dientes descubiertos por la vibración –
semejante a una risa histérica – de las mandíbulas, para ir al lugar de la
podredumbre. Y, ya sea cadáver de hombre o de cuadrúpedo, o de culebra
quebrantada por el campesino o garduña muerta a manos del ama de casa, o aunque
fuera una simple rata… les gusta, sí, les gusta, les gusta. Y en ese hedor en
fermentación hunden sus patas, comen, se relamen…
¿Qué hay hombres que día tras día se
santifican¿ ¡Eso no les interesa! Pero basta con que uno sólo haga algún mal,
basta con que algunos descuiden no ya un precepto divino sino una práctica
humana – llamada tradición, precepto o como queráis… al fin y al cabo una cosa
humana -, basta eso para ir allí, y acusar; aunque se trate solamente de una
sospecha… cuando menos para darse la satisfacción de ver que la sospecha es una
realidad.
Pues bien, responded ahora vosotros,
vosotros que habéis venido aquí no por amor, sino con maligna intención,
responded: ¿Por qué violáis el precepto de Dios por una tradición vuestra? ¡No
me diréis ahora que una tradición es más que un mandamiento! Pues bien, Dios
dijo: “Honra a tu padre y a tu madre”, y también: “Quien maldijere a su padre o
a su madre, será reo de muerte”. Pero vosotros decís: “Aquel que dijere a su
padre y a su madre. “Lo que debíais recibir de mí es korbán” no está obligado
de usarlo para su padre o para su madre”. Por tanto, con vuestra tradición,
habéis anulado el precepto de Dios.
¡Hipócritas! Bien profetizó de vosotros
Isaías diciendo: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está
lejos de Mí; en vano me honran pues, enseñando doctrinas y preceptos de
hombre”.
Estáis atentos a las tradiciones de los
hombres, al lavado de ánforas y copas, de platos y manos, y otras cosas
semejantes; pero, eso sí, descuidáis los preceptos de Dios. Os escandalizáis
porque uno no se lave las manos; pero, eso sí, justificáis la ingratitud y la
avaricia de un hijo ofreciéndole la escapatoria de la ofrenda sacrificial para
no dar un pan a quien le engendró y ahora necesita ayuda, y él tiene la obligación
de honrarle porqué es padre suyo. Alteráis y violáis la palabra de Dios por
obedecer a palabras vuestras, elevadas por vosotros a precepto. Así, os
proclamáis más justos que Dios. Os arrogáis el derecho de legisladores, siendo
así que sólo Dios es Legislador en su pueblo. Vosotros…”.
Y seguiría, pero el grupo enemigo abandona
la sala bajo la granizada de acusaciones, chocándose con los Apóstoles y con
todas las otras personas que estaban en la casa, los cuales, atraídos por el
tañido de la Voz de Jesús, se habían agrupado en el pasillo.
Jesús, que se había puesto de pié, se
sienta de nuevo, e indica a todos los presentes que entren donde está Él. Les
dice: “Escuchad todos, y comprended esta verdad. No hay nada, fuera del hombre,
que entrando en él le pueda contaminar. Lo que sale del hombre, es lo que
contamina. Quien tenga oídos para oír, que oiga y use la razón para comprender,
y la voluntad para obrar. Y ahora, salgamos, vosotros, los de Naím, perseverad
en el bien, y esté con vosotros siempre mi Paz”.
Se levanta,
saluda en particular a los dueños de la casa y se encamina por el pasillo.
Pero ve a las
mujeres amigas, que, recogidas en un ángulo lo miran embelesadas, y se dirige a
ellas para decirles: “Paz a vosotras también. Que el Cielo os pague el haberme
socorrido con un amor que no ha permitido echar de menos la mesa materna. He
sentido vuestro amor de madres en cada miga de pan, en cada una de las viandas
guisadas o asadas, en el dulce de miel, en el vino fresco y aromático. Amadme
siempre así, buenas mujeres de Naím. Y la próxima vez, no trabajéis tanto para
Mí. Es suficiente un pan, y un puñado de aceitunas condimentadas con vuestra
sonrisa materna y vuestra mirada honesta y buena. Sed felices en vuestras
casas, porqué tenéis el agradecimiento del Perseguido, que se pone en camino,
consolado por vuestro amor”.
Las mujeres,
todas, felices a pesar de estar llorando, se han arrodillado; y Él, al pasar,
roza apenas, una a una, sus cabellos blancos o negros, como para bendecirlas.
Luego sale, y reanuda su camino…
Las primeras
sombras de la noche descienden y celan la palidez de Jesús, entristecido por
demasiadas cosas.