MENSAJE DE LA VIRGEN MARÍA

DIJO LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA:

“QUIERO QUE ASÍ COMO MI NOMBRE ES CONOCIDO POR TODO EL MUNDO, ASÍ TAMBIÉN CONOZCAN LA LLAMA DE AMOR DE MI CORAZÓN INMACULADO QUE NO PUEDO POR MÁS TIEMPO CONTENER EN MÍ, QUE SE DERRAMA CON FUERZA INVENCIBLE HACIA VOSOTROS. CON LA LLAMA DE MI CORAZÓN CEGARÉ A SATANÁS. LA LLAMA DE AMOR, EN UNIÓN CON VOSOTROS, VA A ABRASAR EL PECADO".

DIJO SAN JUAN DE LA CRUZ:

"Más quiere Dios de ti el menor grado de pureza de Conciencia que todas esas obras que quieres hacer"


A un compañero que le reprochaba su Penitencia:

"Si en algún tiempo, hermano mío, alguno sea Prelado o no, le persuadiere de Doctrina de anchura y más alivio, no lo crea ni le abrace, aunque se lo confirme con milagros, sino Penitencia y más Penitencia, y desasimiento de todas las cosas, y jamás, si quiere seguir a Cristo, lo busque sin la Cruz".

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lunes, 6 de mayo de 2013

PARÁBOLA DE LA VID Y DEL OLMO DEL EVANGELIO COMO ME HA SIDO REVELADO DE MARÍA VALTORTA

Jesús es la viña, y nosotros los sarmientos

Esta parábola de Jesús, no relatada en los Evangelios de la Biblia, se aplica de una manera real a la situación actual de la Iglesia, y explica perfectamente las causas de la actual situación de crisis, y el remedio necesario para corregirla, es decir, cómo hay que extirpar y sacar hasta las raíces, todos los elementos que han servido para sustentarla, como son los supuestos “teólogos” progresistas, que quieren imponer su doctrina completamente ajena a las enseñanzas del Evangelio, y cierta jerarquía, como el caso del Cardenal romano que dialogó con el Padre Gabriele Amorth,  diciéndole: "¡Pero Ud sabe de sobra que el demonio no existe, es un simple símbolo!", a lo cual el famoso exorcista le dijo: "Eminencia, Ud tiene que leer un libro"; "Ah si, ¿que libro, Padre Amorth?", "¡El Evangelio, Eminencia!".

Es también el caso del Arzobispo que fui a ver por consejo de mi Párroco, para llevarle un libro del famoso exorcista español Padre Fortea, titulado "Summa Daemoniaca", me dijo que no se puede asustar a la gente con esos temas, y que además al ser todos hijos de Dios, un Padre no puede mandar un hijo suyo al Infierno, por eso está vacío. Le argumenté con la famosa parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro, me dijo que eran interpretaciones mías, borrando de un plumero todas las interpretaciones de todos los Santos desde el comienzo del Evangelio, las Palabras de Don Bosco, de San Juan de la Cruz, de Santa Teresa, y el mensaje de las apariciones de Fátima en donde la Stma. Virgen María enseñó el Infierno o unos niños que quedaron marcados para toda su vida.


Lo más grave de esta herejía es el hecho de que si por nuestra creación somos hijos de Dios, la Pasión y muerte de Jesús no tiene sentido, es sin duda por esa razón que el Presidente de la Confederación Episcopal alemana dijo que "¡Jesús no había venido para redimirnos, sino para enseñarnos a morir!"




Del Evangelio como me ha sido revelado de María Valtorta


[…]  Un agricultor tenía en sus campos muchos árboles y vides que daban mucho fruto; entre estas, una de la que se sentía muy orgulloso, de calidad selecta. Un año esta vid dio muchas hojas, pero pocos racimos. Un amigo le dijo al Agricultor: “Es porque la has podado demasiado poco”. Al día siguiente, el hombre la podó mucho: la vid dio pocos sarmientos y de racimos todavía menos. Otro amigo dijo: “es porque la has podado demasiado”. El tercer año el hombre no la tocó: la vid no dio ni un solo racimo, y muy pocas hojas, delgadas acartonadas, orinientas. Un tercer amigo sentenció: Muere porque la tierra no es buena. Quémala”. “Pero ¿por qué, si es la misma tierra de las otras y la cuido como a las demás? ¡Antes iba bien!”. El amigo se encogió de hombros y se fue.

Pasó un desconocido viandante y se detuvo a observar al agricultor que estaba apoyado con tristeza en el tronco de la pobre vid. “¿Qué te pasa?, le preguntó. “¿Algún difunto en tu casa?”
No, pero se me está muriendo esta vid. La apreciaba mucho. Se ha quedado sin savia para dar fruto. Un año, poco; al otro menos; este, nada. He hecho lo que me han aconsejado, pero no ha servido de nada”.
El desconocido entró en el campo y se acercó a la vid. Tocó las hojas, cogió un terrón del suelo, lo olió, lo desmenuzó con sus dedos, alzó la mirada para el tronco del árbol que servía de apoyo a la vid… “Tienes que cortarlo. Esta vid está consumida por causa del tronco”.
“¡Pero si es su apoyo desde hace años!”.
“Respóndeme, hombre: cuando plantaste esta vid, ¿cómo era ella y como era el tronco?”.

“¡Oh, era un hermoso majuelo de tres años! Lo saqué de otra cepa mía. Para traerla aquí hice un agujero profundo, para no dañarle las raíces al sacarla de su terruño natal. También aquí, había hecho un agujero igual; más grande todavía, para que estuviera enseguida a sus anchas. Antes había excavado bien con la azada toda la tierra de alrededor para que estuviera esponjosa, de forma que las raíces pudieran extenderse enseguida sin esfuerzo. Metí en el fondo grato abono y coloqué el majuelo con todo cuidado – como sabes las raíces se fortifican si encuentran inmediatamente algo que las nutra -. Del olmo me ocupé menos. Era un arbolito cuya única función era de servir de apoyo al majuelo. Por eso, le puse, casi superficialmente, al lado del majuelo, lo afiancé y me fui.

 Arraigaron ambos, porque la tierra era buena. De todas maneras, mientras que la viña crecía de un año para otro – estimada, podada, rejacada - , el olmo crecía con dificultad (¡para lo que servía!…)… pero luego se ha hecho recio. ¿Ves qué hermoso está ahora? Cuando vuelvo, de lejos veo destacar alta su copa como una torre, y me parece la enseña de mi pequeño reino. Al principio la vid la tapaba y no se veían sus hermosas frondas. ¡Ahora, mira que hermosa su copa allá arriba bajo el sol! ¡Y qué tronco! Derecho, fuerte. Podía sujetar esta vid durante años y años, aunque hubiera crecido como aquellas que cogieron los exploradores de Israel en el torrente del Racimo. Sin embargo…”.

“Sin embargo… te la ha matado. La ha rendido. Todo favorecía su vida: el terreno, la posición, la luz, el sol, tu forma de cuidarla. Pero este la ha matado. Se ha hecho demasiado fuerte. Ha atenazado sus raíces y las ha ahogado. Le ha quitado todo jugo proveniente del suelo, ha estrangulado su respiración, le ha vedado la luz que necesitaba. Tala inmediatamente este inútil y recio árbol, y tu vid renacerá.
Y renacerá mejor aún sí, con paciencia excavas la tierra para poner al desnudo las raíces del olmo y las siegas, para asegurarte que no echen rebrotes. Se pudrirán en el suelo con sus últimas ramificaciones: de muerte se transformarán en vida, porque se transformarán en substancia fertilizante. Digno castigo a su egoísmo. El tronco lo echarás al fuego, y así te será útil. Una planta inútil y nociva solo sirve para el fuego, y debe ser arrancada, para que todo el bien lo reciba la planta buena y útil. Ten fe en lo que te digo y te sentirás feliz”.
Pero, ¿Quién eres tú? Dímelo para que pueda tener fe”.
“Yo soy el Sapiente. Quien cree en Mí, estará seguro”. Y se marchó.

El hombre tuvo un momento de indecisión. Luego se decidió y echó mano a la sierra; es más, llamó a sus amigos para que le ayudaran.
“¡Qué sandez!, perderás viña y olmo”. Yo me limitaría a podarle la copa para dar aire a la vid. No más”. “En todo caso deberá tener un soporte. Es un trabajo inútil”. “¡Quién sabe quién era! Quizás uno que te odia y tú no lo sabes”. “O quizás es un loco”… y así sucesivamente.
“haré lo que me ha dicho. Tengo fe en él”. Y segó el olmo por la base; y, no contento con ello, en un amplio radio puso al desnudo las raíces de las dos plantas, y segó con paciencia las del olmo, teniendo cuidado de no dañar a las de la vid. Luego volvió a tapar el vasto agujero que había hecho. A la vid, que había quedado sin soporte, le puso al lado una fuerte barra de hierro; luego escribió en una tabla la palabra “Fe” y la ató a la parte alta de la barra.
Los otros se marcharon meneando la cabeza.

Pasó el otoño y el invierno. Vino la primavera, los sarmientos enroscados en el apoyo se adornaron de abundantes gemas (primero apiñadas como en un estuche de terciopelo plateado; luego entreabiertas, sobre la esmeralda de las nacientes hojitas; luego abiertas del todo. Y nuevos sarmientos fuertes a partir del tronco todos ellos un verdadero floreteo de florecillas… y luego todo un fructificar de granos de uva). Más racimos que hojas. Y estas, grandes, verdes, fuertes, tan fuertes como los conjuntos de dos, tres o más racimos. Cada racimo, una densa concentración de granos carnosos, jugosos, espléndidos.

“¿Y ahora qué decís? ¿Era o no el árbol la razón por la cual mi vid moría? ¿Era acertado o no lo que dijo el Sapiente? ¿Tuve o no razón cuando escribí en una tabla la palabra “Fe”? dijo el hombre a sus amigos incrédulos.
“Has tenido razón. ¡Dichoso tú que has sabido tener fe y has sido capaz de destruir el pasado y lo que de nocivo se te dijo”.
Esta es la parábola.
[...] Pasado este momento, Jesús continua:
"De todas formas, la parábola tiene un sentido más amplio del pequeño episodio de una fe premiada. El sentido es este:

Dios había plantado su vid, su pueblo, en un lugar apropiado, y le había procurado todo lo que necesitaba para crecer y dar frutos cada vez mayores; y había apoyado a su pueblo en los maestros, para que pudiera comprender más fácilmente la Ley y para que fueran su fuerza. Pero los maestros quisieron ser más que su Legislador, crecieron, crecieron, crecieron... hasta hacerse valer por encima de la eterna Palabra. Y así Israel ha quedado estéril. 

El Señor ha enviado entonces al Sapiente, para que los israelitas que, con recto corazón, sienten el dolor de esta infecundidad y prueban los remedios que les vienen de los dictámenes o consejos de los maestros - muy doctos humanamente, pero indoctos sobrenaturalmente y por tanto, lejanos del conocimiento de lo que se debe hacer para devolver la vida al espíritu de Israel - puedan disponer de un consejo verdaderamente beneficioso.


Ahora bien, ¿Qué sucede? ¿Porque no recupera las fuerzas Israel y vuelve a ser vigoroso como en los tiempos áureos de su felicidad al Señor? Porque el consejo es: eliminar todas las cosas parasitarias que han crecido en detrimento de la Cosa santa - la Ley del Decálogo - tal y como fue dada, eliminarlas para dejar aire, espacio, alimento a la Vid, al Pueblo de Dios, y darle un apoyo recio, derecho, que no pueda ser plegado, soporte único, de nombre luminoso: la Fe.


Pues bien, este consejo no se acepta. Por eso os digo que Israel caerá, siendo así que podría renacer y ganar el Reino de Dios, si supiera creer y generosamente corregirse y modificarse substancialmente.

Podéis marcharos en paz. Que el Señor esté con vosotros.

Explicación actual de la Parábola:

-La Vid: El Pueblo de Dios
-El Dueño de la Vid: Dios, el sublime Creador.
-El Sapiente: Jesús y su Doctrina.
-El Olmo: los teólogos progresistas y rebeldes como son todos los parásitos eclesiásticos, con sus abanderados tipo Massiá; Queiruga, Pagola, y tantos teólogos humanamente doctos y sobrenaturalmente necios.

-La destrucción del olmo y sus raíces: La eliminación de esta plaga, que quiere cambiar el Evangelio a su antojo.
-La barra de hierro: La nueva evangelización, basada en la auténtica Fe, transmitida por la Tradición y los Santos Padres, inmutable e imperecedera.






lunes, 29 de abril de 2013

MELQUISEDEC PROFETA E IMÁGEN DE JESÚS, SACERDOTE Y REY; ABRAHAM, IMAGEN DEL PUEBLO DE DIOS


 Melquisedec, Sacerdote y Rey, prefigura de Jesús 



Estas Palabras de Jesús en el Templo, solo pueden haber sido pronunciadas por Dios, es imposible para un humano, por Santo que sea, como San Pablo o San Juan de la Cruz, que estuvieron en contacto íntimo con la Divinidad, pronunciar unas palabras tan sublimes.

No llego a comprender, como hay gente que duda de la autenticidad de estas palabras, la única explicación que vislumbro, es que al no ser ovejas del rebaño de Jesús, no conocen su voz y son incapaces de saborear intelectualmente este discurso teológico, que nunca había escuchado aún ningún oído humano.

Este Discurso de Jesús, que no modifica en nada las Escrituras, confirma plenamente toda la Revelación, es como un zoom que permite observar de más cerca los Evangelios, nos permite admirar de cerca y con más detalles al Redentor, y confirmar todo lo que la Santa Iglesia Católica habí­a afirmado desde siempre, por enseñanzas de la Tradición y de la Doctrina de los Santos Padres.

Espiritualmente hablando, se explica de la gran diferencia que existe entre crear y engendrar: la creación es imperfecta porque es incompleta, y necesita una recreación, que es el volver a nacer otra vez, como lo dijo Jesús a Nicodemo, y el engendrar es crear sin la necesidad de esa nueva creación, ¿Acaso podemos decir que la Virgen María, el tabernáculo de Dios, fue “engendrada” ya que nació y vivió sin pecado?

"Tú eres mi Hijo, y Hoy te he engendrado", estas palabras del Padre, están intrínsecamente ligadas a la definición que hizo Dios a Moisés en la zarza ardiente: "Yo soy el que soy", teniendo tanto la palabra "Hoy", como la frase "Yo Soy el que soy", el mismo significado, que quiere decir: "YO SOY EL ETERNO".




DISCURSO DE JESÚS EN EL TEMPLO

SUBLIME EXPLICACIÓN DE SU DIVINIDAD

(DEL POEMA DEL HOMBRE-DIOS DE MARÍA VALTORTA)




Dice Jesús:

Los Ángeles, criaturas espirituales siervas del Altísimo y mensajeras suyos, han sido creados por Él como el hombre, como los animales, como todo lo que fue creado. Pero no han sido engendrados por Él. Porque Dios engendra únicamente a otro Sí­ mismo, pues no puede el Perfecto engendrar sino a un Perfecto, a otro Ser parecido a Sí­ mismo, para no rebajar su perfección engendrando a una criatura inferior a Él. Ahora bien, Dios no puede engendrar a los Ángeles, y ni siquiera elevarlos a la dignidad de Hijos suyos, ¿cómo será el Hijo al que dice: “Tú eres mi Hijo. Hoy te he engendrado? 

¿Y de que naturaleza será, si engendrándole, y señalándole a sus Ángeles, dice: “Y le adoren todos los Ángeles de Dios”? Y como será ese Hijo, para merecer oír que el Padre – Aquel a cuya gracia se debe a que los hombres le puedan nombrar con el corazón anonadado en adoración – le dice: “Siéntate a mi derecha hasta que haga de tus enemigos escabel de tus pies”? Ese Hijo no podrá ser sino Dios como el Padre, con quien comparte atributos y poderes y con quien goza de la Caridad que los letifica en los inefables e incognoscibles amores de la Perfección hacia sí­ misma.

Pero, si Dios no ha juzgado conveniente elevar al grado de Hijo a un Ángel, ¿habría podido decir a un hombre lo que al final de este hará tres años, dijo a quién os habla en el valle de Betabara? (y muchos de vosotros que os oponéis a Mí, estabais presentes cuando lo dijo). Vosotros lo oísteis y temblasteis. Porque la Voz de Dios es inconfundible, y sin una especial gracia suya abate a quien la oye, y estremece su corazón.

¿Quién es entonces el Hombre que os habla? ¿Es acaso uno que ha nacido de origen y de voluntad de hombre, como todos vosotros? ¿Habrá podido poner el Altí­simo a su Espí­ritu a vivir en una carne carente de Gracia, como es la de los hombres nacidos de por voluntad carnal? ¿Y podrá el Altí­simo, como satisfacción de la gran Culpa, aplacarse con el sacrificio de un hombre?

Pensad. ¿Podrá entonces designar a un hombre para serlo? ¿Y podrá el Redentor ser solo Hijo del Padre, sin asumir naturaleza humana; ser el Redentor con medios y poderes que superaran las humanas deducciones? ¿Y el Primogénito de Dios, podrá acaso tener padres, si es el Primogénito eterno? ¿No se os trastoca el soberbio pensamiento ante estos interrogantes, que suben hasta los reinos de la Verdad, acercándose cada vez más a ella, y que hayan solo respuestas en un corazón humilde y lleno de fe?

¿Quién debe ser el Cristo? ¿Un Ángel? Más que un Ángel. ¿Un hombre? Más que un hombre. ¿Un Dios? Si, un Dios, pero con una carne unida a Él, para que ésta pueda cumplir la expiación de la carne culpable. Todas las cosas pueden ser redimidas a través de la materia con que pecaron. Dios, por tanto habrí­a debido enviar a un Ángel para expiar la culpa de los Ángeles caí­dos, y que expiara por Lucifer y sus Ángeles caí­dos.

Porque ya sabéis que Lucifer también pecó. Pero Dios no envía a un espí­ritu angélico a redimir a los Ángeles tenebrosos. Ellos no han adorado al Hijo de Dios, y Dios no perdona el pecado contra su Verbo engendrado por su Amor. Pero Dios ama al hombre y enví­a al Hombre, al único Perfecto, a redimir al hombre y obtener Paz con Dios. Y es justo que solo un Hombre-Dios pueda cumplir la Redención del hombre y aplacar a Dios.

El Padre y el Hijo se han amado y se han comprendido. Y el Padre ha dicho: “Quiero”. Y el Hijo ha dicho: “Quiero”. Y luego el Hijo ha dicho: “Dame”. Y el Padre ha dicho: “Toma”, y el Verbo tuvo una Carne, cuya formación es misteriosa, y esta carne se llama Jesucristo, Mesí­as, aquel que debe redimir a los hombres, llevarlos al Reino, vencer al Demonio, quebrar las esclavitudes.

¡Vencer al Demonio! No podí­a un Ángel, no puede cumplir lo que el Hijo del hombre puede. Y por esto, Dios no llama a los Ángeles a la gran obra, sino al Hombre. Aquí tenéis el Hombre cuyo origen os parece incierto, o es negado por vosotros u os pone pensativos. 

Aquí­ tenéis al Hombre. Al Hombre aceptable para Dios. Al Hombre representante de todos sus hermanos. Al Hombre que es como vosotros en la semejanza; al Hombre superior y distinto de vosotros por la proveniencia; el cual – que no por un hombre sino por Dios ha sido engendrado y consagrado para su Ministerio – está ante el excelso altar para ser Sacerdote y Víctima por los pecados del Mundo, eterno y supremo Pontí­fice, sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec.

¡No temáis! No tiendo mis manos hacia la tiara pontifical. Otra corona me espera. ¡No temáis! No os voy a quitar el racional. Otro está ya preparado para Mí­. Temed solo, más bien, el que para vosotros no sirva al sacrificio del Hombre y la Misericordia de Cristo.

Os he amado tanto, tanto os amo, que he pedido asimilar todo el dolor del mundo para daros la salud eterna.

¿Por qué no me queréis creer? ¿No podéis creer todavía? ¿No está escrito de Cristo: “Tú eres Sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec”? ¿Y cuándo empezó el Sacerdocio? ¿Quizás en tiempo de Abraham? No. Y vosotros lo sabéis. El rey de Justicia y de Paz que viene a anunciarme, con figura profética, en la aurora de nuestro pueblo, ¿No os apercibe acerca de la existencia de un Sacerdocio más perfecto, que viene directamente de Dios?; como Melquisedec, de quien nadie pudo jamás señalar sus orí­genes y que es llamado “el Sacerdote” y Sacerdote será para siempre

¿No creéis ya en las palabras inspiradas? Y si creéis, ¿Cómo es que vosotros, doctores, no sabéis dar una explicación aceptable a las palabras que dicen – y de Mí­ hablan - : “Tú eres Sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec”? Hay pues, otro sacerdocio más allá, antes del de Aarón. Y de este está escrito: “eres”; no “fuiste” no “serás”. Eres Sacerdote para siempre. He aquí­ pues que esta frase anticipa que el eterno Sacerdote no será de la estirpe, conocida, de Aarón, no será de ninguna estirpe sacerdotal. No; será de proveniencia nueva, misteriosa, como Melquisedec. Es de esta proveniencia. Y si el Poder de Dios la manda, es señal de que quiere renovar el Sacerdocio y el rito para que sea provechoso.

¿Conocéis vosotros mi origen? No. ¿Conocéis mis obras? No. Intuí­s mis frutos? No. Nada sabéis de Mí­. Podéis ver, pues, que también en esto soy el “Cristo”, cuyo origen y naturaleza y misión deben permanecer desconocidos hasta que a Dios le plazca revelarlos a los hombres. Bienaventurados los que sepan, los que saben creer antes de que la tremenda Revelación de Dios los aplaste contra el suelo con su peso y ahí­ los clave y triture bajo la fulgurante, poderosa verdad pronunciada: como trueno desde los Cielos; como grito desde la Tierra: “Este era el Cristo de Dios”.

Vosotros decís “Es de Nazaret. Su padre era José. Su Madre es María”. No. Yo no tengo padre que me haya engendrado hombre; no tengo Madre que me haya engendrado Dios. Y, no obstante, tengo una carne, y la he asumido por misteriosa obra del Espíritu, y he venido a vosotros pasando por un tabernáculo Santo. Y os salvaré después de haberme formado a Mí mismo por voluntad de Dios; os salvaré haciendo salir a mi verdadero Yo mismo del tabernáculo de mi Cuerpo, para consumar el gran Sacrificio de un Dios que se inmola para la salvación del hombre ¡Padre! ¡Padre mío! Te lo dije al principio de los días: “Aquí­ estoy, para hacer tu voluntad”.

 Te lo dije en la hora de gracia antes de dejarte para revestirme de carne, y así­ padecer: “Aquí­ estoy, para hacer tu voluntad”. Te lo digo una vez más para santificar a aquellos por quien he venido: “Aquí­ estoy para hacer tu voluntad”. Te lo digo una vez más, para santificar a aquellos por quienes he venido: “Aquí­ estoy para hacer Tu voluntad”. 

Y volveré a decí­rtelo, siempre te lo diré, hasta que Tu voluntad sea cumplida…”

Jesús baja los brazos - los tenía levantados hasta el Cielo, orando - , los recoge en su pecho y agacha la cabeza, cierra los ojos y se sume en una oración secreta.

La gente bisbisea. No todos han comprendido, o no han querido comprender, sonriendo malévolamente dicen. "¡Este delira!”. Pero no se atreven a decir más y se apartan o se encaminan hacia las puertas meneando la cabeza. Tanta prudencia creo que es fruto de las dagas y las lanzas de los romanos que brillan al sol contra la muralla externa.



jueves, 25 de abril de 2013

EL SUICIDIO DEL REY HENRI IV DE FRANCIA





HENRI IV REY DE FRANCIA Y DE NAVARRA



Este Rey de Francia y de Navarra, que goza actualmente en Francia de una gran simpatía, porque decía que quería para cada francés "la poule au pot", es decir un guisado de pollo, era en realidad un individuo de una virtud más que desastrosa. Pasó varias veces de ser protestante convencido a católico, y para llegar a ser Rey de Francia, tuvo que doblegarse y hacerse definitivamente católico, pronunciando la célebre frase que ha quedado para la historia: "París bien vale una misa".

Francia vivía entonces en plena guerra de religión entre Católicos y Protestantes, que durante muchos años, provocaren grandes enfrentamientos como el famoso masacre de la Saint Barthelemy, en donde los combatientes decían: "¡Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos!"
En aquella época en España se evitaron esas desastrosas guerras gracias a la Inquisición, el Gran escritor y filósofo anticlerical francés Voltaire, que dijo que fue la Inquisición que evito esas horribles guerras en España.



Un hecho sorprendente, que ha quedado desapercibido para gran parte de los franceses, y que está aquí muy bien relatado por André Castelot, es su decisión de acometer una guerra contra España, que había dado asilo en Bruxelas a la que quería como su amante, para recuperarla a la edad de 55 años, era una jovencita de quince años, Charlotte de Montmorency, casada con el príncipe de Condé.

¡Para este asunto había preparado un ejército de 283.000 soldados, cantidad nunca vista aún desde las cruzadas, para poder recuperar lo que él llamaba "mi bello ángel"!



DRAMAS Y TRAGEDIAS DE LA HISTORIA DE FRANCIA
EL SUICIDIO DE HENRI IV
Por André Castelot


        

          En ese comienzo del mes de Mayo de 1.610, Henri IV se había refugiado en el Arsenal, en casa de su querido Sully. El Rey hallaba inhabitable el Louvre, lleno de tapiceros que estaban preparando la ceremonia para la consagración de la Reina. La morada sombría estaba además recorrida en todos los sentidos por los sastres y las peluqueras. En todas las conversaciones solo se trataba  de las eternas peleas por las normas de la etiqueta. Pero en el Arsenal, Henri IV estaba lleno de ansiedad, oprimido y angustiado. Cayendo en sueños mórbidos, el Bearnés solo salía de su sopor para exclamar:

         ¡Válgame Dios! Moriré en esta ciudad, nunca saldré de esta, ¡Me matarán!, ¡Me doy cuenta de que están empleando todos los medios para lograr mi muerte!

         Henri sentía subir contra él una marea de odios, pero hará falta el cuchillo de Ravaillac, para que el pueblo se diera cuenta de que, sin saberlo Francia amaba a su rey, con su sombrero adornado con el penacho blanco, que quería para su pueblo la legendaria cena con la gallina en la olla.

          El “Paris bien vale una misa” no había podido apagar un solo altercado, que existía en Francia desde hace más de medio siglo, desde la masacre de Vassy. Aún estaba vivo, como las brasas bajo la ceniza. Para convencerse de ello, solo basta recordar esta frase del padre Gonthier el cual, estando en el púlpito y al ver al Rey entrar con una escolta más femenina que militar, detuvo su sermón para exclamar:
          -¡Es que no os cansareis de venir a oír la palabra de Dios, acompañado de todo un harén!

          Los católicos recelaban del excomulgado de la víspera, al cual los obispos apodaban el dragón rojo del Apocalipsis y que los predicadores llamaban en plena iglesia, de bastardo hijo de puta. Los papistas desconfiaban plenamente de este hombre cuyas abjuraciones y conversiones sucesivas habían permitido a Pierre de l´Estoile  constatar alegremente:
          “Decían que era católico y hugonote conjuntamente y por eso tenía más religión que todos sus predecesores.”

          En ciertas moradas, algunos se atrevían – según el ritual de los hechizos – a clavar agujas en muñecos de cera que representaban al Rey. Se le echaba también en cara al Bearnés, su gran amistad con Sully. ¿Porque no tenía la valentía de “talar ese árbol demasiado frondoso, a cuya sombra de cobijaba el poder real”?  Para terminar, los terribles impuestos que se habían levantado sobre el pueblo, habían permitido al Mariscal de Ornano cabalgar desde la Guyenne para venir a decirle a Henri IV:

          ¡Nunca se había hablado tanto del difunto rey (Henri III) como de vos! Vuestro pueblo no os quiere. El pueblo sufre mucho y no puede más. ¡Antes se protestaba por sesenta mil escudos para los Mignons, y Vd. impone millones!   


       Había otra cosa más: la mañana del 29 de Noviembre de 1.609, el príncipe de Condé había resuelto huir de Paris y llevarse con él a su esposa – la bella y jovencísima Charlotte de Montmorency – para sustraerla a las pretensiones del rey Henri. El incorregible galante y viejo verde, había, efectivamente, caído locamente enamorado de ella, y para completar una carrera tan completa, ¡Había decidido con cincuenta y cinco años, seducir a una rubia princesa que solo tenía dieciséis!...La corte se reía de ver al rey “ataviado y enamorado”, pero el principito de Condé – Charlotte había mudado el gusto que este tenía para los varones – no había tomado en broma los sentimientos del viejo barbudo y había efectivamente raptado a su mujer. Al enterarse de la noticia de la desaparición de su enamorada, al Rey le faltó poco para desmayarse.  

           ¡Estoy desahuciado, confesó a su amigo Sully. ¡Ese hombre oculta a su mujer en un bosque!, ¡No sé si es para matarla o para llevarla fuera de Francia!

          ¿Qué hacer?, ¡Nada! contestó Sully. Pero esa no era la opinión del Rey, que mandó perseguir a los fugitivos con orden de traer la bella a Paris. Pero a pesar de los diluvios y de los caminos transformados en ríos, Condé consiguió, después de múltiples aventuras llegar a Bruselas, en donde el Archiduque Alberto y la Archiduquesa Isabel no tuvieron más remedio que hospedarlos.

           ¡Eso no iba a solucionar los asuntos entre los Paises Bajos españoles y Francia! Europa, como consecuencia del tratado de sucesión de Clèves estaba entonces en vísperas de un conflicto. El Rey, que no se atrevía a desencadenarlo, ¿Se decidiría a declarar la guerra y a poner Europa a fuego, por una nueva Helena?
           Al lo mejor, contestó Henri, pero que recuerden que precisamente se destruyó a Troya porque no se devolvió a Helena.

           Si el archiduque solo quería una cosa: la paz, los representantes españoles que estaban a su lado, le empujaban para que enredara el asunto. Sin embargo, el austriaco tuvo miedo del ejército del rey Henri y conminó a Condé de abandonar los Paises Bajos. Fue a refugiarse en Colonia, mientras que Charlotte quedaba cautiva en Bruselas. Cautiverio dorado, que no impedía de ninguna manera que el Rey y la princesa – enternecida por el amor de su viejo pretendiente - se intercambiaran cartas apasionadas. El viejo verde galante, pensaba incluso en divorciarse y casarse con la que llamaba “mi Bello Ángel”. Para mantener la paz, ¿No permitiría el papa deshacer los dos matrimonios? El Rey, por lo menos lo creía posible.
           Esperando la vuelta de la futura reina de Francia, Henri lloraba y suspiraba con los versos de Malherbe:

                     El furor me atenaza, agarro las armas;
                     Pero mi destino me detiene, y solo darle lágrimas
                     Eso es todo lo que está en mi poder.

          Entretanto, Condé recibió el permiso del Archiduque para volver a Bruselas, en donde tuvo una acogida muy fría por parte de su mujer. Estando el marido a su lado, el “Bello Ángel” se volvía aún más inaccesible para los emisarios de su enamorado cincuentón, que estaba dispuesto para hacer cualquier locura.

          El mismo lo declaraba:
          “Estoy tan decaído por mis angustias, que solo me quedan la piel y los huesos. Todo me disgusta, huyo de las compañías y, si para ocuparme del bien del pueblo, me dejo llevar a cualquier asamblea, en vez de regocijarme, acaban de matarme.”

           Solo quedaba una solución: la guerra con España, ese conflicto  con el cual hace tiempo que pensaba el Rey, pero que hoy, se volvía indispensable. ¡Era la única solución que le permitiría al “viejo fauno”, el ir a conquistar a su “cazadora” de quince años!
           Henri IV había reunido ya a doscientos ochenta y tres mil hombres – cifra nunca aún alcanzada en Europa desde las cruzadas – que se aprestaban a invadir los Países Bajos y a franquear la frontera imperial para ir a apoyar más allá del Rin a los aliados protestantes del rey.

            Toda Francia hablaba de esa guerra que los católicos repudiaban. ¿Acaso los hugonotes alemanes, no saldrían victoriosos gracias al ejército del rey Henri?
            En ese conflicto que se preparaba, el Rey tenía a todo el mundo en su contra. Empujada por los Epernon y los Concini, la Reina – ya conocemos los sentimientos a favor de España de Maria de Medicis – parecía ponerse a la cabeza de los descontentos.

            Un hombre que había venido de Angoulême – un gigante con la barba pelirroja y de verde vestido – deambulaba entonces por la ciudad. Se encontraba entonces en una posada cerca de los Quinze-Vingts, escuchando en las mesas vecinas los “se está diciendo que”, que se oían por todo Paris. De pronto, sus ojos brillaron, un cuchillo estaba ahí, abandonado encima de una mesa. Lo observó con avidez. Era una “señal”, puesta en su camino por el Todopoderoso. He aquí lo que le permitiría, a el, que se creía el depositario “de los secretos de la Divina Providencia”, llevar a cabo el proyecto que le atenazaba desde hace años, ese negro designo que lo embrujaba y que lo que había oído en contra del rey hugonote, venía a confirmarle.
            Nadie le miraba. Había alargado la mano y se había apoderado del cuchillo, luego, deprisa se había marchado…
            Se llamaba Jean-François Ravaillac.


            En esos primeros días de mayo de 1.610, estaba aún pendiente la ceremonia de consagración de María de Medicis, esa ceremonia, cuyos preparativos habían echado a Henri del Louvre, esa consagración que espantaba a Henri.
            ¡Ah! ¡Maldita consagración! Clamaba. ¡Serás la causante de mi muerte!
             Y como Sully se extrañaba, Henri IV apuntó:

             - Amigo mío, no quiero ocultaros que se me ha dicho, que me matarán en el primer acto solemne que haré y que moriré subido en una carroza. Es la razón por la cual estoy tan asustado.
             - ¡Dios mío!, en su lugar, Sire, yo me marcharía mañana mismo, dejaría que se celebrara la consagración sin mí, o la trasladaría a otra fecha, y por mucho tiempo, no volvería ni a Paris, ni a subirme en una carroza. ¿Desea su Majestad que envíe enseguida a Notre-Dame y a Saint-Denis, la orden de dejarlo todo y de despedir a los obreros?

         -Ya me gustaría, pero ¿Qué dirá mi mujer? Esa consagración la tiene fascinada.
              Sully, cuyo respeto por Marie de Medicis no le reprimía, exclamó:
              -Dirá lo que quiera, pero no puedo creer que, cuando se entere de lo persuadido que os encontráis de que os va a acarrear tanto mal, se oponga más aún.
           Pero Maria de Medicis quería su consagración, y el resultado de la gestión hecha por Sully, solo fue el de retrasar la ceremonia tres días. Se fijó para el 10 de mayo, luego para el 13.
                El 12, Henri apareció aún más extraño.
               -Amiga mía dijo a la Reina, confiésese por vos y por mí.
               Delante de una puerta, se escurrió delante de su mujer:
               -¡Pase Vd. Señora Regente!
              Por fin, cuando se hacía alusión a la entrada de María en Paris que iba a tener lugar el domingo siguiente, el Bearnés suspiró:
       -Esto no es para mí, no lo veré.

              Parece que presentía la presencia de Ravaillac, deambulando siempre por las calles de la capital, un cuchillo en su corazón y llevando en su pobre cabeza de iluminado - como así lo relata Philippe Erlanger en su obra: La extraña muerte de Henri IV – “cosas de las cuales se asustaba: sueños y enfados de María de Medicis, designos tenebrosos de los Concini, ambiciones y rencores de Epernon y Henriette, equilibrio de Europa entre católicos y protestantes, entre los Habsburgos y los Borbones”. Un Ravaillac que estaba sugestionado a pesar suyo, un autómata que era conducido sin que sea conciente de ello -, como así lo ha demostrado fehacientemente Philippe Erlanger. Michelet tenía razón cuando escribía:” En lo que se refiere a la muerte del rey, todos se entendían con medias palabras, sin comprometerse daban campo libre al iluminado”.

             El crimen no llegaba a tramarse en la sombra. En cada encrucijada, se repetía en Paris:
            -Ha llegado el asesino del Rey. Es un gran diablo de hombre, poderoso y fuerte de miembros, tirando a pelirrojo, vestido de verde a la moda flamenca.

             Toda Francia y toda Europa creían incluso que el asesinato se había llevado a cabo. El vicealmirante de Holanda, que se encontraba entonces en Paris, recibía esta carta de Amberes: “hemos tenido noticias de que habrían matado el Rey de una puñalada”. En Bruselas, en donde solo se hablaba de la próxima guerra, se paraban a los correos que venían de Francia, para preguntarles si “traían la noticia de la muerte del Rey”. Aún más, el 3 de mayo, un correo que venía de Cambrai decía que el Rey acababa de ser asesinado “de dos puñaladas”.

                 En Dieppe, una monja dice a su abadesa:
            -Madame, mandad decir oraciones a Dios, para el Rey, porque lo están matando.
                Y el rey no ignoraba nada de eso.


              El viernes día 14 amaneció, ese viernes que los horóscopos habían señalado con una cruz negra…El rey que volvía de la misa que había oído calle Saint-Honoré, en les Feuillants, dice a Bassompierre y al duque de Guise:
            Vosotros no me conocéis ahora; pero moriré un  día de estos y, cuando ya no esté, os enterareis de mi valía y de la gran diferencia que hay entre mi persona y los demás.

       Bassompierre, trataba de demostrarle de que “no había felicidad” como la suya, como su existencia, “colmada de bienes, de dinero, de bellos palacios, hermosa mujer, amantes hermosas, hermosos niños que están creciendo”.
       -¿Qué más queréis, Sire?
    Henri suspiró:
        -Amigo mío, hay que dejar todo eso.
       El Rey parecía agitado, inquieto, nervioso; se hablaba en su presencia del manto con flores de lirios de la Reina…
        -Quisiera una casaca semejante, la llevaré encima de mi armadura…pero creo que no me será útil. ¡Los príncipes están enterrados en el manto de su consagración!
        El Rey no cabía en sí.
        -¿Qué hora es?
        -Son las tres, Sire, le contesta el jefe de los guardias. Pero veo a su Majestad triste y pensativa. Tendría que respirar aire fresco. Esto os llenaría de alegría.

          Esperando el coche, Henri confía a Castelnau:
       -¡Ah, amigo mío, como me gustaría hoy cambiar de condición! Es en la soledad, que encontraría la verdadera tranquilidad para mi espíritu… pero esa vida no está hecha para los príncipes, se deben a sus Estados. En ese tempestuoso mar, el único descanso es la tumba.
          Un poco más tarde, el bearnés sentía como la cabeza le daba vueltas. Se acercó a una ventana, sujetándose el rostro con ambas manos:
         ¡Dios mío tengo algo ahí adentro que me tiene preocupado! ¡No se lo que es, no puedo salir de aquí!

          En su habitación, encontró un pliego de papel lacrado. Lo abrió y leyó estas palabras:”¡ Sire, no salgáis esta tarde!”. Pero al contrario, la advertencia pareció darle el ánimo que le faltaba para enfrentarse con la muerte. Sin duda preguntará dos o tres veces a su mujer:
    - Amiga, mía ¿iré, o no iré?
         Pero era como un juego. Bajo le escalinata de su habitación y subió a la carroza, preguntando:
         -¿A cuanto del mes estamos?
         -El trece, Sire.
         -No, el catorce, precisó Epernon
         -Es verdad, conoce Vd. mejor que yo su almanaque
         
          Se le oyó entonces murmurar:
         -Entre el trece y el catorce…
         Eran las mismas palabras de una profecía, que determinaban la fecha de la muerte del rey…de su muerte en carroza, se decía.
         -¿En donde tengo que llevar al rey?, pregunta Liancourt.
         -¡Llevadme fuera de aquí!
     Henri se presignó entonces solemnemente, mientras que el pesado carruaje arrancaba.

         Y el hombre pelirrojo, vestido de verde, que estaba apostado ahí en la entrada, empezó a correr detrás del carruaje…

          Hace buen tiempo. Queriendo ver los arcos de triunfo levantados por la ciudad para festejar la entrada de la Reina, el Rey pide que se alcen las cortinas de cuero de la carroza, que no estaba acristalada y abierta a todo viento. Después de haber entrado por el camino de la Croix-du-Trahoir y tomado la calle Saint-Honoré, se accede muy pronto en la estrecha calle de la Ferronerie que está paralela al cementerio Saint-Innocent. Dos pesados carros – uno cargado de vino, el otro de forraje – bloquean el paso. El conductor pone los caballos al paso. Los criados de a pié que acompañan el coche, atraviesan el cementerio para volverse a encontrar con la comitiva del otro lado de la calle.
        En la carroza, están distraídos. Todos escuchan a Epernon. El rey, habiéndose olvidado de sus gafas, pide al duque de leerle una carta escrita por el conde de Soissons.

        El coche se detiene delante de una posada en donde cuelga un cartel: Al corazón coronado traspasado por una flecha. Repentinamente, el hombre pelirrojo se abalanza, poniendo el pié en el eje del coche, se echa encima de Henri y le asesta dos puñaladas “como si fuera en una paca de heno”, dos golpes tan violentos que la hoja penetra hasta el mango.
    "Estoy herido…no es nada", murmura el rey.
     Pero un río de sangre sale de su boca…
     La arteria aorta ha sido cortada.
    ¿Oyó acaso el duque de la Force inclinado sobre él?
    Que le gritaba:
    "¡Sire, acordaros de Dios!"   
  
        Ravaillac permanecía clavado en su lugar, el cuchillo en la mano. Parecía tener una calma extraña, como extasiado “Como para que lo vean y para glorificarse del más grande de los asesinatos”.

        -No lo matéis, clamó Epernon; o responderéis con vuestra vida.
        -Mientras que gritaban: “¡Traer vino! ¡Llamar a un cirujano!”, la carroza volvía a regresar al Louvre, al trote ligero. Se extendió su cuerpo en la salita contigua a la habitación. Maria de Medicis entró, “clamando alaridos extraordinarios”:
      -¡El Rey ha muerto! ¡El Rey ha muerto!
      El canciller de Sillery le lanzó:
 -Su Majestad me perdonará, los Reyes no mueren en Francia.
 Y señalando al Delfín, con la boca abierta, que estaba mirando    a la Reina, añadió:
- He aquí el rey vivo, Madame.
       María se calló.


       Según Philippe Erlanger, Ravaillac fue el instrumento del duque de Epernon, el antiguo favorito de Henri III, que no le perdonaba al Bearnés, de reinar en el lugar del de Valois, y que estaba coaligado con España, también de la marquesa de Verneuil, esta ávida favorita del galante Viejo Verde, la cual, decepcionada en sus ambiciones, conspiraba desde hace diez años en contra de su amante; uno y la otro tuvieron la complicidad de la gran imbécil de Maria de Medicis que quería ser regente.

        Los jueces de Ravaillac, estuvieron enseguida aclarados. El primer presidente exclamó, cuando alguno le pedía las pruebas:
       -¡Las hay más que de sobra!, ¡las hay más que de sobra!
      Maria de Medicis les pidió su parecer en lo referente al proceso, contestó:
       -Le diréis a la Reina, que Dios me ha permitido vivir en este siglo, para ver y oír cosas tan extrañas, que nunca me hubiera imaginado poder ver u oír, en toda mi vida.
       Pero ¿Qué podían hacer los magistrados, aunque fueran íntegros, cuando la muerte del Rey había hecho de Maria de Medicis y del duque de Epernon – como así estos lo deseaban – la regente y el casi amo del reino?
            Y se guardó silencio.

        Philippe Erlanger, descubrió este documento de capital importancia del embajador Foscarini: ”la Señorita du Tillet reconoció conocer al asesino del rey, a quien varias veces le dio lo necesario para vivir, circunstancia que los jueces consideraron importante…” Estamos pues convencidos, como así lo estuvieron los magistrados, que el duque de Epernon, gobernador de Angoulême, había contactado con Ravaillac y que lo envió a casa de su amante Charlotte du Tillet. 

         Quizás ambos no le pusieron el cuchillo en la mano, pero, aprovechándose de la ocasión, habían influido en el asesino y seguramente le habían aconsejado cometer el crimen después de la consagración de Maria de Medicis. Ravaillac – y esto fue una de sus raras afirmaciones – reconoció que había tenido bien cuidado de no atacar antes de la consagración.

          “Durante tres siglos, nos dice aún Philippe Erlanger, se va a repetir que Ravaillac no consultaba, no escuchaba a nadie, obedeciendo solo a sus voces interiores. Sin embargo este hombre que delira, actúa como el político más avisado. Ningún boletín publicaba entonces el empleo del tiempo de las personas reales. ¿Como puede ser entonces que un pobre diablo, perdido entre la muchedumbre, haya podido conocer el del soberano, sino visitado algún lugar en donde le hayan informado? Los jueces evitarán cuidadosamente de preguntarselo.”

            Estaban horrorizados y, el 5 de marzo siguiente, el parlamento emitía un fallo espeluznante: Se daba carpetazo al asunto,  “en vista de la importancia de los acusados” 
                  Quedamos tan estupefactos como los jueces.
                  Y quedamos pensando…
              Pensamos que una guerra casi ideológica, una guerra concebida y querida por el Rey iba a comenzar y enfrentar en contra de  Henri IV conjuntamente, el partido español y el partido ultra católico…La Iglesia, en efecto, veía con preocupación acercarse el conflicto que, seguramente podría facilitar el triunfo de la revolución protestante.  
 
               Pensamos también hasta que punto la ventripotente María de Medicis deseaba la regencia. ¡Naturalmente, no tenía que tomar decisión alguna! Epernon, Concini, Entragues, los tres amigos e incluso agentes de España, obraban para el mejor de sus intereses y los del partido hispano-ultramontano – sin olvidarse de sus propios intereses…
              Pensamos también en todos esos jesuitas, esos monjes cordeleros o jacobinos, esos confesores a quien Ravaillac “incluso sin ampararse bajo el secreto de confesión”, confesaba su intención de matar al antiguo Rey herético. Nunca denunciaron a ese iluminado, ¡Ese autómata sonámbulo que no dejaba de alzar su cuchillo! Se habían limitado a decirle, como el padre d´Aubigny, el más célebre de los casuisticos jesuitas:

             Quítese todo esto de su mente. Rezad el rosario, comed buenos potajes y oradle a Dios.
             ¡Buenos potajes!, ¿Acaso era para darle más fuerza, para asestar mejor el golpe?
            Pensamos también en las últimas palabras de Ravaillac sobre el patíbulo, cuando iba a ser descuartizado por cuatro caballos:
             ¡Que bien me han engañado, cuando me dijeron que el golpe sería bien recibido por el pueblo, ya que es el que entrega los caballos para desmembrarme!.
              ¡Que bien me han engañado!
  
               La puñalada de Ravaillac cumplió  todos los deseos de los conspiradores. El “partido español” gobernaba; la Reina ocupaba la regencia; Epernon y Concini, a pesar de ser cómplices enemigos, se encontraban por cierto tiempo amos del Reino. En cuanto a Henriette de Verneuil, volvió a la corte, muy bien acogida por María de Medicis. Y las dos antiguas rivales, “que se habían disputado un Rey, antes de contribuir a su pérdida”, se volvieron amigas inseparables. Por fin – hecho único – el Nuncio y el Embajador de España, tuvieron derecho a ocupar un sitio en el consejo de la Regente.



domingo, 21 de abril de 2013

DRAMAS Y TRAGEDIAS DE LA HISTORIA DE FRANCIA: LA HORRIBLE MUERTE DEL REY HENRI II


Enrique II, Rey de Francia



        Estamos en presencia de los Reyes de Francia que reinaron en el terrible periodo de las guerras de Religión, el Pueblo en ese momento, estaba imbuido por la mentalidad religiosa que dominaba el pensamiento de todos los habitantes de Europa.

         Y la gran división de la Cristiandad, afectó profundamente no solo a Francia, pero también a Alemania con Lutero, que expandió su Doctrina en casi toda Europa con Calvino en Ginebra, y en Inglaterra con el Anglicanismo cuyo origen fue la depravación de un Rey asesino y sanguinario, que ejecutó en unos años mucho más católicos que la Inquisición en varios siglos.
             Mientras en España, florecía el Imperio más importante de Europa, y del mundo de aquel tiempo, los Reyes de Francia como este Rey Henri II, que de católico firmó el tratado con los Calvinistas, y se alió con el Imperio turco, que era una terrible amenaza para la Civilización Cristiana, tuvo un Reino siempre vencido por los ejércitos españoles, y una muerte atroz.

        Lo mismo ocurrió con Henri III, homosexual y protestante, que fue acuchillado por un fraile católico, cuando intentaba apoderarse de París, defendido por la Liga católica.
       Y también el famoso Henri IV, que dijo "Paris bien vale una misa", y de protestante se hizo católico para ocupar el trono.
       A su vez, este Rey murió asesinado por el celebre Ravaillac cuando se paseaba por París en una carroza descubierta.
     Sin olvidar el Rey francés Francisco I, que se había aliado también con los turcos, que amenazaban a toda la cristiandad, Rey contemporáneo de Carlos V, el Emperador Invicto que lo derrotó en Pavía, y lo llevó prisionero a Madrid.

          El celebre Escritor anticlerical Voltaire, afirmó que la Inquisición española, tan criticada en nuestros días, fue la que evitó las terribles masacres de las guerras de Religión, como la masacre se la Saint Barthélemy en Francia.

      

Del historiador francés André Castelot






En el mes de Junio de 1.559, los vecinos de la Calle Saint Antoine, que moraban entre la calle Saint Paul y en la entrada de la Bastille, suspiraron profundamente: su calle bajo el pretexto de que era, de la Bastille a la calle Saint Paul, la más grande avenida de todo Paris, iba una vez más y durante varias semanas, a servir de marco a los torneos de la corte que moraba a dos pasos de ahí: En el castillo de La Tournelle. Hasta ahora, para los vecinos de la calle Saint-Antoine, los asuntos no se habían torcido demasiado. Sin duda alguna, en el transcurso de los alegres recibimientos, solo se habían contentado de colgar en la fachada de sus casas tapicerías y telas, pero algunas ventanas quedaban libres, y es así como – espectáculo poco corriente – habían podido asistir, en el mes de Enero de 1.540, a la entrada del Emperador Carlos V, al cual, el rey François había autorizado a atravesar por Francia.

 Sin embargo, esta vez, se tomaban demasiadas libertades: se quitaban los adoquines de las calles, se transformaba la calzada en pista de arena, se tapiaba la salida de las calles, se quitaba la cruz delante de la iglesia, se arrancaba el viejo olmo que tenía más de doscientos años, y por fin se levantaban adosadas a las casas, las altas tribunas que taponaban el aire y la luz: La calle Saint-Antoine iba a servir durante varias semanas de marco, para los torneos reales.

Ya antes, se había producido la misma operación, al comienzo del año para una kazozelle, fiesta dada en honor de la pequeña María Stuart que se había desposado con el delfín François. ¡Que pesadilla de murga! El kazozelle que estaba censado representar un combate entre turcos y moros, otorgaba la facultad de tocar los tambores "¡a la moda otomana!", Las tribunas habían impedido a los vecinos ver cualquier acontecimiento…¡El barrio carecía de agrado!

 Entre ellos y el río Sena, se encontraba el cementerio de Saint-Paul en donde se enterraba desde el año 632 y, las tardes de verano, una densa niebla malsana se levantaba del recinto y venía a juntarse con los vapores pestilentes que subían del alcantarillado. Este ultimo drenaba en la calle Saint-Antoine, hasta la iglesia, todas las aguas del barrio, y naturalmente al descubierto, transcurría, - es una manera de decir - cruzando la cultura Sainte-Catherine hacia los fosos del recinto de Carlos V.

 Y hoy, en ese cálido mes de Junio de 1.559, las tribunas volvían a ocultar - y para un largo periodo - las ventanas de las casas. Había un único consuelo: las fiestas que iban a celebrarse, festejaban la paz con los Españoles.
 “Por orden del Rey, habían proclamado los heraldos de la ciudad a cada encrucijada, después de una larga y cruenta guerra, donde hablaron las armas con gran efusión de sangre humana, obedece a razón que cada uno tenga a bien de alabar y celebrar un bien tan grande con grandísima muestra de gozo, placer y alegría.”

A decir verdad, los parisinos estimaban que se pagaba muy caro un “bien tan grande” a cambio de pocas compensaciones. Francia perdía la Saboya, el Piemonte y el Milanés, Córcega, Bresse y Bugey. Como lo decía un cronista, “en una hora y de un  plumazo, se tuvo que devolver todo, y ensuciar y ennegrecer todas nuestras hermosas victorias pasadas, con tres o cuatro gotas de tinta”. Las “tres o cuatro gotas de tinta”, habían también previsto las bodas de Felipe II con Elisabeth de Francia, hija de Enrique II y que tenía trece años, y también el matrimonio de Marguerite, hermana del rey, con el duque de Saboya, Felipe-Emmanuel. El Saboyardo se había personado para la ceremonia, pero el español había enviado para sustituirle, al duque de Alba. Una mañana de Junio de 1.559, entró en la alcoba de su futura reina y con su pierna izquierda desnuda, tocó la pierna desnuda de la jovencita. El matrimonio se declaró entonces “consumado”, Y el duque de Alba se retiró de la cama no sin algún pesar. Es lo que los franceses llamaban:
“Un asunto que cojeaba de una pierna…”
  
A la mañana siguiente, comenzaban los torneos, “y mostraron bien los franceses a los españoles, que son más diestros que ellos en lo que se refiere a la caballería”. Nuestros invitados “mostráronse tan torpes, e hicieron carreras tan renqueantes, que parecía a todo momento que iban a descabalgarse”.
Antes de la boda con el de Saboya, las lides vuelven a comenzar. El rey Henri está entre los concursantes y el martes 28, así como el miércoles 29, y se clasifica entre los vencedores.

Catherine de Medecis

Es Jueves 30 de Junio de 1.559. Desde las nueve de la mañana, los invitados  ocupan las tribunas. La reina Catherine se acomoda en su logia situada a la altura del actual 62, de la calle Saint-Antoine. Cerca de ella se coloca Diane de Poitiers, duquesa de Valentinois, amante del rey. Henri la ama con locura…A pesar de que Diane tenía entonces sesenta años. Presentaba además un caso sorprendente de eterna juventud. “He visto a la duquesa de Valentinois con la edad de setenta años, escribirá Brantôme, tan hermosa de cara, tan fresca y tan amable como si tuviera treinta años.”

El rey, como siempre, lleva sus colores: el negro y el blanco, ya que esos    son los colores de su amante, que lleva el luto de Monsieur de Brézé…es con esos colores que había combatido en la guerra y bajo los cuales hoy, va a encontrarse con la muerte. Firmaba sus cartas con un H en donde se apoyaba una doble luna creciente: la luna creciente que era, sin duda alguna el emblema personal de Henri, pero que personificaba sobre todo – en la mente de todos – el astro que la bella Diana encarnaba. Este H y sus dos lunas crecientes formaban dos D que se entrelazaban. Se las encuentra en todas las armaduras, encima de las chimeneas y de las puertas de todos los castillos. ¡Hasta en el vestido de la consagración del rey! Así en la mismísima catedral de Reims, lugar de la consagración, declaraba su adulterio.

Catherine odia a su rival, pero la soporta, porque le debe ciertos favores. Dio a luz a diez hijos – de los cuales tres serán reyes de Francia – y debe ese resultado a Diane que había obligado a su amante a retomar la alcoba de su mujer. Henri tenía por ello algún mérito, porque se decía que Catherine era el vivo retrato del papa León X que tenía dos grandes ojos blancos muy poco atractivos.
        Me portaba muy bien con Madame de Valentinois, reconocía un día la reina…
Pero añadía:
Pero además, le daba a entender que era muy a pesar mío, ya que ninguna mujer que amó a su marido, pudo también amar a su puta.
              Ruego a mis lectores que me perdonen esa palabrota. Estamos en el siglo XVI, y el famoso escritor Rabelais acaba de ser enterrado a dos pasos, en el cementerio de Saint-Paul. Su cadáver – digámoslo de paso – se encuentra quizás bajo la acera de la calle Neuve-Saint-Pierre, cerca de los restos del hombre de la máscara de hierro y de Jean Nicot, de los cuales, tampoco se encontraron sus tumbas.
             Al otro lado de Catherine de Medicis, toman asiento Maria Estuardo y el Delfín. La pequeña reina de escocia solo tiene catorce años, pero su belleza “empieza a deslumbrar como la luz del medio día”. Parece cansada y de desmaya al más mínimo de los pretextos. Los cronistas llaman a la enfermedad de la pequeña infanta “el pálido color”. ¿De donde le viene ese mal? Algunos afirman que François – solo tiene quince años – aún no logró hacer mujer a su esposa. Ese adolescente, craso y lleno de granos es solo un pobre enfermo. “Tiene las partes genitales estreñidas”, nos dice con crudeza un cronista.
            
              Los clarines resuenan alto y claro. El torneo va a dar comienzo. Catherine alza los ojos al cielo. Tiembla, porque un astrólogo avisó al rey “de evitar un combate singular en campo cerrado, sobre todo en los alrededores de su cuarenta y un años”…

              Justo en el medio de la rue Saint-Antoine, una barrera larga, de una altura de la grupa  de un caballo, separa a los contendientes. Estos, en un pasillo bastante estrecho, tienen que abalanzarse el uno hacia el otro, con toda la velocidad de sus caballos. Sujetan con sus manos una gran lanza de madera con la punta de hierro, con la cual tratarán de derribar a su adversario, apuntando la armadura. El duque de Saboya es el primero en estar armado y en un gran crujido de hierros, se dirige pesadamente hacia el rey a quien Monsieur de Vieilleville le está colocando “el yelmo en la cabeza”.

              -Apretad bien las rodillas, dice el rey riendo, dirigiéndose a su futuro cuñado, porqué quiero derribaros muy bien, sin reparar ni en la alianza ni en la fraternidad.
             - Ayudados por sus escuderos, ambos suben en sus caballos pertrechados. Henri lleva en su casco – y su corcel en la cabeza – un pesado penacho de plumas negras y blancas, que son los colores de Diana. Los contendientes se lanzan el uno contra el otro. El duque de Saboya está alcanzado por la lanza. A pesar de apretar las rodillas, está obligado, para no caer, a agarrarse de una manera poco elegante al estribo de su silla…Ahora le toca al duque de Guise. Es gigantesco. En las batallas, “hiendo siempre a guerrear a cara descubierta”, recibió una tremenda herida que le valió el sobrenombre de “el Balafré”. Henri no logra derribarlo: no hay vencedor.
              El tercer combate va a comenzar. El rey monta un caballo que pertenece a Filiberto de Saboya. Está encantado con “el alegre vigor” que le muestra su montura y se lo hace saber a su futuro cuñado, que le contesta, suplicándole en nombre de la reina “de dejar la tarea”, estando ya “la hora avanzada, y el tiempo caluroso en extremo”. En efecto, medio día acaba ya de sonar, pero Henri contesta que es el retador y,  que según lo piden las leyes de la caballería, tiene que sortear tres carreras. Su adversario está ya ensillado. Es el comandante de la guardia escocesa: Gabriel de Montgomery, conde de Lorges. “Cornetas y clarines tocan y suenan a todo tren, ensordeciendo los oídos” Ambos contendientes toman carrera y embisten,  el encontronazo es terrible, ambas lanzas se parten, pero los combatientes no caen a tierra. El rey podía detenerse pero quiere romper otra lanza.

Gabriel de Montgomery
 - Sire, implora Vieilleville, juro por el Dios vivo, que hace más de tres noches que no paro de soñar que os tiene que ocurrir hoy alguna desgracia, y que este último mes de Junio os va a ser fatal. ¡Hacer lo que os plazca! Montgomery insiste, él también, para detener el combate, pero el rey quiere proseguir. El retador y el asaltante embisten el uno contra el otro. Otra vez, el choque es terrible, ambas lanzan se parten, jinetes y monturas tienen dificultades en volver a encontrar el equilibrio. Al llegar al final del pasillo ambos contendientes se dan la vuelta. Henri II coge una nueva lanza, pero Montgomery se olvida de tirar el trozo que tiene en la mano. Contraviniendo la regla y no se sabe el motivo, las trompetas se han callado. Los jinetes revestidos de hierro vuelven a arrancar al galope, y solo se oye un gran crujido de hierro y el martilleo de las pezuñas en la arena de la calzada. Los espectadores dejan de respirar: todos se dan cuenta de que el comandante de la guardia escocesa ha olvidado de tirar su arma quebrada, la sigue alardeando ante él. Ambos contendientes chocan otra vez, el pedazo de lanza de Montgomery resbala sobre la armadura, levanta la visera del yelmo y penetra en la cabeza del rey. Un gran clamor se eleva de la asamblea. Catherine y Diane se han levantado. Henri se tambalea, se abraza al cuello de su caballo, las plumas negras y blancas se mezclan con las de su corcel, pero aún tiene fuerzas para perseguir su carrera hasta el final del pasillo. Ahí se deja caer en los brazos de sus escuderos que se dan prisa para quitarle su armadura.

            Se lleva el rey a las Tournelles. La herida es espantosa. La lanza penetró por el ojo derecho y salió por la oreja. Montgomery llorizquea al pié del lecho. En el castillo solo se oyen lloros y lamentos. Catherine y Diane están con las lágrimas. Francisco -  muy pronto el rey Francisco II – está de pié, aterrido al lado de la hermosa María. ¡Van a reinar y solo tienen quince años! Los otros hijos – los futuros Charles IX y Henri III, la pequeña Margot que se desposará con Henri IV, el pequeño Alençon – deambulan por el castillo, abandonados…

            Ambroise Paré acude a la cabecera del herido. Se queda paralizado, no atreviéndose a obrar como lo hizo con el Balafré: Se había entonces apoderado de las tenazas de un herrero, y apoyándose con un pié sobre la cabeza del paciente, había arrancado el pedazo de lanza de la herida. Esta vez, tiene miedo y se contenta de tratar de sacar por la nariz unos fragmentos del arma de Montgomery. Ya se derrama pus… se decapitan algunos condenados del Chatelet y se llevan las cabezas a casa de Ambroise Paré, que hunde por cada ojo derecho un “tronzón” de lanza partido. Pero esas espantosas autopsias no aportan ninguna aclaración.

             El rey sabe que está perdido. Exige, el 9 de Julio, que se celebre la boda de su hermana, que “parecía más un desfile fúnebre y funerales que cualquier otra cosa, ya que en vez de oboes y violines, solo había llantos, suspiros, tristeza y pesares; y para mejor representar un entierro, se desposaron poco después de media noche, en la iglesia de Saint-Paul, con antorchas y velones…”

Diane de Poitiers

            Mientras que Henri II estaba agonizando, Diane estaba enclaustrada en su casa. Catherine había prohibido la entrada en la cámara real a su rival y la tarde del 8 de Julio, le había enviado un mensajero:
            -Madame, me envía Madame Catherine. La Reina desea que devolváis las joyas de la corona.
     Muy noblemente, Diane preguntó:
            -¿Ha muerto el rey?
            -No, Madame, pero se cree que Su Majestad no pasará de esta noche.
            -¡Pues aún no tengo amo!

            Tendrá un nuevo amo el 10 de Julio. Esa mañana, el rey murió. Diana observó el cortejo que llevaba el cuerpo de su amante a Saint-Denis. Sobre el carro fúnebre, el H de Henri II seguía abrazado por las medias lunas crecientes…
            Tuvo que devolver las alhajas. Tuvo que devolver fuertes sumas de dinero, y sobre todo tuvo que devolver su querido castillo de Chenonceaux.
           ¡Cuánto echará de menos Diane, el no poder oír de su cama el dulce murmullo del río Cher envolviendo las pilas del puente nuevo!
             Por no tener que pasar por la rue Saint-Antoine, la regente Catherine ordenará un día arrasar les Tournelles. Más tarde en su lugar, se edificará una plaza franqueada de edificios azules por sus pizarras, rojos por los ladrillos, blancos por las piedras.
             Como así lo escribirá un día Victor Hugo: “Fue la lanzada de Montgomery la que ha creado la Plaza des Vosges.”

Gabriel de Montgomery, tomó el partido de los protestantes, fué derrotado por los católicos, y murió decapitado.