MENSAJE DE LA VIRGEN MARÍA

DIJO LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA:

“QUIERO QUE ASÍ COMO MI NOMBRE ES CONOCIDO POR TODO EL MUNDO, ASÍ TAMBIÉN CONOZCAN LA LLAMA DE AMOR DE MI CORAZÓN INMACULADO QUE NO PUEDO POR MÁS TIEMPO CONTENER EN MÍ, QUE SE DERRAMA CON FUERZA INVENCIBLE HACIA VOSOTROS. CON LA LLAMA DE MI CORAZÓN CEGARÉ A SATANÁS. LA LLAMA DE AMOR, EN UNIÓN CON VOSOTROS, VA A ABRASAR EL PECADO".

DIJO SAN JUAN DE LA CRUZ:

"Más quiere Dios de ti el menor grado de pureza de Conciencia que todas esas obras que quieres hacer"


A un compañero que le reprochaba su Penitencia:

"Si en algún tiempo, hermano mío, alguno sea Prelado o no, le persuadiere de Doctrina de anchura y más alivio, no lo crea ni le abrace, aunque se lo confirme con milagros, sino Penitencia y más Penitencia, y desasimiento de todas las cosas, y jamás, si quiere seguir a Cristo, lo busque sin la Cruz".

**
****************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************

rep

jueves, 4 de septiembre de 2014

EL CUENTO DEL CURA DE CUCUÑAN

                                  
EL CURA DE CUCUGNAN 

        Precioso y divertido relato de la vida de Cucugnan, un Pueblo de Provenza, en donde los habitantes viven una vida despreocupándose completamente de su vida espiritual, y como un sacerdote, preocupado por su salvación eterna, gracias a un sueño providencial, logró convertir a todos sus feligreses.

            Este acontecimiento relatado en plan de fantasía, contiene una gran doctrina religiosa y moral: La gente no se convierte predicando el relativismo, el "Dios te quiere como eres, hagas lo que hagas", como oí personalmente predicar. El Pueblo se convierte, solo predicando la Verdad del Evangelio, y respetando la Tradición transmitida por todos los Santos, la Doctrina de Dios no se puede adaptar al tiempo en que vivimos, es el Pueblo que tiene que adaptarse a la Doctrina de Dios porque es inmutable: Dios no cambia de criterio como ocurre con las modas.

           El otro día fui al centro de Granada, para resolver unos trámites personales, y entré en una Iglesia del centro, en donde hace muchos años, asistí a una misa concelebrada de Navidad, repleta de gente, en el sermón, oí con mi Mujer una prédica que me dejó anonadado: "¡Os tenemos que pedir perdón, porque nosotros los curas hemos inventado el Infierno!"(sic).

          Esta vez, en la misa, el sacerdote, en su prédica afirmó: "Hermanos, en el Antiguo Testamento, Dios se manifestó con prohibiciones con las tablas de la Ley entregadas a Moisés, ahora Cristo vino, cambiando las prohibiciones por bienaventuranzas, sin olvidar los mandamientos."(sic)

          Naturalmente, me revolví en mi asiento, y mi mujer me dijo: "Entra en la Sacristía a decirle algo", siendo reacio a ello, tuve la valentía de entrar, estaba hablando rodeado de gente, le dije:

- Padre, ha olvidado Ud. algo
- ¡Ah, dígame!
- Se ha olvidado Ud. de decir las imprecaciones de Jesús en el sermón de la montaña, que están en el Evangelio: "¡Ay de vosotros!, palabra que en francés se escribe "Malheur a vous!, que se traduce por "malditos seáis".
-Sí, pero he dicho que no hay que olvidar los mandamientos.
-Yá, pero Ud. predica una doctrina "descafeínada".
-Descafeínada no, y además, el Papa Francisco...

          Y la conversación terminó, ya que el joven cura tenía mucha prisa, y además había demasiada gente.    


                             **********************************


              Todos los años en la fiesta de la Candelaria los poetas provenzales publican en la ciudad de Avignon un divertido libreto, lleno hasta rebosar de bonitos poemas y de graciosos relatos. El de este año, acabo de recibirlo y en el, encuentro un adorable cuentecito que trataré de contaros resumiéndolo un poco…
              Parisinos, traed las cestas, esta vez se os va a hacer entrega de la más fina harina provenzal…el padre Martin era cura…..de Cucugnan.
              Era bueno como el pan, mas franco que el oro fino, amaba a sus cucugnaneses de una manera paternal; para él, su Cucugnán hubiera sido el Paraíso en la tierra si sus cucugnaneses le hubieran dado un poco más de alegría, pero ¡Ay desgracia!, había telarañas en su confesionario y, el solemne día de Pascua, las hostias permanecían en el fondo de su copón.
            El bueno del sacerdote, tenía por ello el corazón destrozado, y siempre suplicaba a Dios la gracia de concederle antes de morir, la vuelta al aprisco de su rebaño disperso.
             Pero vais a descubrir que Dios oyó su plegaria.
            Un domingo, después del Evangelio el Padre Martín subió al púlpito.
            Queridos hermanos dijo, creerme si lo queréis: la otra noche, me he encontrado yo, miserable pecador en la puerta del Paraíso, llamé y ¡San Pedro me abrió!
           “Ah, me dijo ¿Es Usted, mi bueno de  Monsieur Martín; que le trae por aquí, que se le ofrece, en que puedo ayudarle?   
          “Hermoso San Pedro, Vos que regentáis el gran libro y las llaves, ¿podríais decirme si no me consideráis demasiado curioso, cuantos cucugnaneses moran en el Paraíso?
             “No os puedo negar nada Monsieur Martín: siéntese, vamos a examinar tranquilamente el asunto.
           Y San Pedro tomó el gran libro, lo abrió, se puso sus anteojos: Veamos un poco: decimos Cucugnán, Cu…Cu…Cucugnán. Aquí estamos. Cucugnán…mi querido Monsieur Martín, la página está completamente en blanco. No hay ni un alma…
               Hay menos cucugnaneses que espinas en un pavo.
       ¿Cómo, no hay nadie de Cucugnán aquí, nadie?, ¡es imposible!, mire mejor…
       “No hay nadie, buen hombre, mire Vd. mismo si cree que estoy bromeando.
               “Yo, ¡Carajo!, yo pataleaba, y juntando las manos pedía misericordia. Entonces San Pedro exclamó:
         “Créame, Monsieur Martín, no tenéis que poneros tan alterado, porque podría daros un ataque al corazón. No es culpa vuestra, mire Vd., vuestros cucugnaneses tienen que estar en cuarentena en el Purgatorio.
                ¡Ah, por caridad, sublime San Pedro! Permítame que por lo menos pueda ir a verlos, para ir a consolarlos.
          No faltaría más, amigo mío…tome Vd., póngase estas sandalias porque los caminos no son por cierto muy agradables…así está bien, camine derecho siempre delante de Vd.. Fíjese allá en el fondo, a la vuelta, encontraréis un portón de plata incrustada de cruces negras…a la derecha…llamaréis y se os abrirá…
                 Mantenga el porte digno y con  gallardía…
                 ¡Y caminé…caminé, que batida!, se me pone la carne de gallina cuando lo recuerdo. Un estrecho sendero lleno de zarzas, de carbones que relucían y de serpientes que silbaban me condujo hasta el portón de plata.
                 ¡Toc, toc! 
                 “¿Quien es?” pregunta una voz ronca y dolorida.
                 “El cura de Cucugnan”      
                  “…¿De?…
                  “…De Cucugnán.”
                  “…¡Ah!... Entre
                   “Entré. Un ángel grande y hermoso con las alas oscuras como la noche, con un vestido refulgente como el día, con una llave de diamante colgada de su cintura, escribía en un gran libro más grueso que el de San Pedro…
                   “¿Dígame en resumidas cuentas que es lo que quiere y lo que pide? Dijo el ángel.
                    “Hermoso ángel de Dios, desearía saber, soy quizá algo curioso, ¿si tiene Vd. aquí a los cucugnaneses?  
                     “¿…A los…?
                     “ A los cucugnaneses, a los habitantes de cucugnan…yo soy su prior.
                     “…¡Ah!, el padre Martín, ¿no es cierto?
                     “…Para serviros señor Ángel.
                     “…¿ Ha dicho Vd. Cucugnan, no es así?…
                 Y el ángel abre y hojea su gran libro, mojando su dedo con saliva para que la hoja corra mejor.
                 “…Cucugnan, dijo suspirando profundamente…Monsieur Martin, no tenemos en el purgatorio a nadie de Cucugnan.
                     “…¡Jesús, María, y José!, nadie de Cucugnan en el purgatorio, oh, gran Dios!, ¿adonde están entonces?
                     “…¡Ea, buen hombre, están en el Paraíso. ¿En donde diantre quiere Vd. que estén?
                     “Pero si de ahí vengo, del Paraíso…
                     “De ahí viene Vd., …¿y luego, que?
                     “¡Pues que ahí no están…Ah, Reina de los ángeles!...
                   “Que quiere Vd., Señor cura, si no están ni en el Paraíso ni en el Purgatorio, no hay termino medio están…
                     “¡Santa cruz, Jesús Hijo de David, Ay, ay, ay!, ¿como es posible?... será eso una mentira del gran San Pedro?...
                 “¡No puede ser, ya que no oí cantar el gallo!...¡Ay, pobre de mí! ¿Como podré entrar yo en el Paraíso si mis cucugnaneses no están ahí?    
                      “Oiga, mi pobre Monsieur Martín, ya que Vd. quiere a toda costa aclarar este asunto, y comprobar con sus ojos de que se trata, tome Vd. ese sendero, ¡sígalo corriendo, si sabe correr… encontrará a la izquierda, un enorme portón. Ahí se podrá informar de todo. Dios le ampare!
                      Y el ángel cerró la puerta.
              Era un largo sendero adoquinado de brasas rojas, titubeaba como un borracho: a cada paso, tropezaba; estaba tan sudado que cada pelo de mi cuerpo tenía su gota de sudor, y jadeaba de sed…pero gracias a las sandalias que el bueno de San Pedro me había prestado, no me quemé los pies.
                     “Cuando ya, cansado de tantos trompicones, ví a mi izquierda una puerta…no un portón, un enorme portón abierto de par en par, parecido a la puerta de un enorme horno, ¡Oh, hijos míos, que espectáculo! Ahí no se me pregunta mi nombre: ahí no existe registro, por hornadas y por la puerta grande, se entra ahí, hermanos míos, así como entráis los domingos en el cabaret.
               “Sudaba la gota gorda y sin embargo estaba helado, tenía escalofríos. Mis cabellos estaban de punta. Olía a quemado, a carne asada, algo así como el olor que se expande en nuestro Cucugnan cuando Eloy, el herrero quema para herrarla la pata de un  viejo borrico. Perdía el aliento en ese aire apestoso y abrasado: Se oía un clamor horrible, lamentos, alaridos y blasfemias.”
          “¿Vas a entrar, si o no?, me dice pinchándome con su tridente un demonio cornudo.
           “¿Yo…?, no entro, soy un amigo de Dios 
          “¿Tu eres un amigo de Dios…Eh?,  ¡m… tiñoso!, ¿que haces aquí?...
     “…Vengo…¡Ah, no me lo pregunte, que apenas puedo mantenerme en pié!...Vengo, vengo de lejos...humildemente para preguntarle…si…si, por pura casualidad…no tendría aquí…alguien…alguien de Cucugnan...
             “¡Ah, fuego de Dios!, te haces el tonto, como si no supieras que todo Cucugnan está aquí. Mira, feo cuervo, mira y verás como los tratamos aquí a tus famosos cucugnaneses…
               “ Y ahí vi en medio de un espantoso torbellino de llamas:
                “Al largo de Coq-Galine, - lo recordáis todos, hermanos – Coq-Galine, que se emborrachaba tan a menudo, y tan a menudo sacudía las pulgas de la pobre Clairon.
            “Vi a Catarinet…esta pequeña desvergonzada…con su nariz respingona… que se acostaba sola en la granja… ¡lo recordareis, pillines! …pero pasemos de largo, he hablado demasiado.
              “Vi a Pascal doigts-de-poix (dedos de grasa) que fabricaba su aceite con la aceituna de Monsieur Julién.
                 “Vi a Babet la espigadora que, espigando para atar mas fácilmente su gavilla cogía a manos llenas en las gavillas ajenas.
                 “Vi a Maese Grapasi, que engrasaba tan bien la rueda de su carretilla
                 “Y a Dauphine que vendía tan cara el agua de su pozo.
          “Y a Tortillard el cual, cuando se tropezaba conmigo llevando el Santísimo, proseguía su camino, el birrete en la cabeza y la pipa en su pico…y orgulloso como Artaban…como si se hubiera tropezado con un perro.
                 “Y Couleau con su Zette, y Jacques y Pierre, y Toni…”

                Emocionado, muerto de miedo, el auditorio gemía, viendo en el infierno abierto de par en par, unos a su padre, otros a su madre, otros a su abuela y otros a su hermana…
            Os dais perfectamente cuenta, queridos hermanos, prosiguió el buen cura Martin, os dais cuenta que esto no puede durar. Tengo a mi cargo las almas, y quiero, yo quiero salvarlas del abismo en donde estáis todos cayendo de cabeza.
                  Mañana pondré manos a la obra, no pasará de mañana. ¡Y no faltará la faena! He aquí como trabajaré. Para que toda la faena se cumpla como Dios manda, hay que proceder ordenadamente. Iremos parte por partes, como en Jonquieres cuando bailan.
                  “Mañana Lunes confesaré a los viejos y a las viejas. Eso es poca cosa.
                  “Martes a los niños, terminaré pronto.
                  “Miércoles, los muchachos y las muchachas, esto podrá alargarse.
                  “Jueves a los hombres, será breve.
                  “Viernes, a las mujeres. Diré: ¡Déjense ya de cuentos!
                “¡Sábado, al molinero!...No es demasiado un día para el solo…
                “Y, si el Domingo hemos terminado, seremos muy felices.
                  “ Mirad, hijos míos, cuando la mies está madura hay que segarla, cuando el vino está sonsacado hay que beberlo. Basta ya de ropa sucia, hay que lavarla y lavarla muy bien.
                   “¡Es la gracia que os deseo a todos, Amén! “
                   Lo que se dijo, se cumplió. Se hizo la colada. Desde ese domingo memorable, el perfume de las virtudes de Cucugnan se respira a diez leguas a la redonda y el buen pastor Monsieur Martin, feliz y lleno de alegría, soñó la noche pasada que, seguido por todo su rebaño, subía en deslumbrante procesión, entre los cirios encendidos, y una nube de incienso que lo embalsamaba todo, con los monaguillos que cantaban el Te Deum, el camino luminoso hacia la ciudad de Dios.
                 He aquí la historia del cura de Cucuñan, tal como me mandó que la contara ese gran pillín de Roumanille, que la había oído el mismo de otro buen compadre suyo.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

CUENTO PROVENZAL: LA CABRA DE MONSIEUR SEGUÍN.




LA CABRA DE MONSIEUR SEGUÍN 


de Alphonse Daudet





LA CABRA DE MONSIEUR SEGUÍN



        Extraordinario relato, que Alphonse Daudet aplica a un amigo suyo, poeta lírico, que debido a su soberbia, rechaza una colocación fija en un periódico de París, pero que se puede aplicar a toda la retahila de fieles y nuevos teólogos que por falta de humildad y gran soberbia, quieren modificar la mentalidad religiosa tradicional de la iglesia, para crear unas nuevas normas más acordes con su manera de pensar y obrar.

        Estos nuevos personajes, rechazan todo lo auténtico, ignorando u olvidando que esto les pone fuera de la protección Divina, y que serán, tarde o temprano presa de Satanás, el cual fuera de ese amparo, se apodará siempre del alma de los soberbios, ya que Dios no socorre nunca a ese tipo de personas, que ni siquiera piden ayuda a Dios, creyéndose auto suficientes.

           Y este cuento es la viva imagen de toda la Humanidad: el prado de Blanquette, la cabra de Monsieur Seguín, es el mundo en que vivimos, la cuerda larga a la cual está sujeta la cabra a una estaca, simboliza todo lo que Dios y su Santa Iglesia aconsejan a los fieles, para que no traspasen lo que es lícito: Son los mandamientos que tenemos que cumplir para poner a salvo nuestra alma.

          Los que se escapan de la casa donde se encerró  la cabra, son los que abandonan la Iglesia, para dirigirse a los senderos vedados del monte donde mora el lobo que, a pesar de la lucha de la cabra, cae siempre derrotada por un depredador invencible, el lobo, que simboliza a Satanás, que solo se puede vencer con la ayuda de nuestra Santísima Madre la Virgen María, medianera de todas las gracias de Dios.




           A Monsieur Pierre Gringoire poeta lírico de París.

          ¡Nunca cambiarás, mi Pobre Gringoire!
         ¡Pero, como, te ofrecen un trabajo de cronista en un afamado periódico de París, y tienes la desfachatez de rechazarlo... Pero mírate, desgraciado muchacho! Mira ese traje raído, ese calzado en retirada, ese rostro demacrado que clama hambre. ¡He aquí, sin embargo adonde te ha conducido tu pasión por las bonitas rimas! He aquí para que te han servido los diez años de leales servicios en las páginas de Sire Apolo...¿Pero es que al fin no sientes vergüenza

       ¡Hazte ya cronista, imbécil! ¡Hazte ya cronista! Ganarás bonitas monedas a la rosa. Te pondrán los cubiertos en casa de Brebant, y podrás lucirte los días de estreno con una pluma nueva en el birrete.

      ¿No, no quieres?...Pretendes permanecer libre hasta el final...Pues muy bien, escucha la historia de la cabra de Monsieur Seguín. Ya te darás cuenta de lo que ocurre cuando se quiere vivir en libertad.

            Monsieur Seguín nunca había tenido suerte con sus cabras.
         Las perdía todas de la misma manera: Un buen día, rompían sus cuerdas, y tiraban hacia el monte, y allí arriba el lobo se las comía. Ni las caricias de su amo, ni el miedo al lobo, nada las detenía. Al parecer eran cabras independientes, que deseaban por encima de todo el aire puro y la libertad.

      El bueno de monsieur Seguín que no llegaba a entender el carácter de sus animales, estaba consternado, decía:
      Se acabó; las cabras se aburren en mi casa, no guardaré a ninguna.
      Sin embargo, no llegó a desanimarse y, después de haber perdido seis cabras de la misma manera, llegó a comprar una séptima; Pero esta vez, se cuidó de escogerla jovencita, para que así se acostumbrara mejor a quedarse en su casa. 
         ¡Ah, Gringoire, que bonita era la cabrita de monsieur Seguín! Que bonita era con sus dulces ojos, su barbita de sub-oficial, sus pezuñas negras y relucientes, sus cuernos anillados y su larga melena blanca que le hacía de sobrepelliz. Era casi tan encantadora como el cabrito de Esmeralda, ¿Te acuerdas, Gringoire? y además era dócil, dejándose acariciar y ordeñar, sin poner la pata en la escudilla. Un encanto de cabrita... 

         Monsieur Seguín tenía detrás de su casa un prado rodeado con un seto. Ahí colocó a la nueva pensionista. La ató a una estaca, en el mejor sitio, teniendo cuidado de dejarle mucha cuerda, y de vez en cuando, venía a comprobar si se encontraba bien. La cabra se hallaba muy a gusto y pacía la hierba con tanto gusto que Monsieur Seguín era feliz. 

      Por fin decía el pobre hombre, ¡Aquí hay una, que por lo menos no se aburrirá en mi casa! 
      Monsieur Seguín se equivocaba, su cabra se aburrió. 
    Un día, al mirar a la montaña, se dijo:- ¡Que bien se tiene que estar ahí arriba. Que alegría de poder retozar en los helechos, sin esta maldita soga que te araña el cuello!...¡Eso está bien para el burro o el buey lo de pacer en un prado!...Las cabras necesitan más espacio. 

     Desde ese momento, la hierba del prado le pareció sosa. Se apoderó de ella el aburrimiento. Adelgazó, su leche se hizo rara. Daba pena verla el día entero tirar de su cuerda, la cabeza dirigida hacia el monte, la nariz abierta, gimiendo tristemente ¡Meee!... 

     Monsieur Seguín se daba bien cuenta de que a su cabra le pasaba algo, pero no sabía lo que era...una mañana al acabar de ordeñarla, la cabra se volvió y le dijo en su jerga: 
      -Oigame, Monsieur Seguín, languidezco aquí, déjeme tirar hacia el monte. 
      -¡Ah, Dios mío... ella también! Se exclamó asombrado Monsieur Seguín, dejando caer la escudilla por el susto; luego sentándose en la hierba al lado de la cabra: 

      -¿Como puede ser, Blanquette, quieres dejarme? 
      Y Blanquette contestó: 
     -Si, Monsieur Seguín. 
     -¿Es que te falta hierba aquí? 
     -¡Oh! ¡no! Monsieur Seguín. 
     -Será porque estas atada demasiado corto; ¿Acaso quieres que te alargue la cuerda? 
     -No vale la pena, Monsieur Seguín. 
     -Luego, que te hace falta, ¿Que es lo que quieres? 
     -Quiero tirar hacia el monte, monsieur Seguín 
   -Pero, desgraciada, ¿Es que no sabes que está el lobo en el monte?...¿Que harás cuando te lo encuentres?... 
     -Le daré con los cuernos Monsieur Seguín. 
    -El lobo se burla bien de tus cuernos. Me ha comido cabras con muchos mejores cuernos que los tuyos... 

      ¿Es que no te acuerdas de la pobre Renaude que estaba aquí el año pasado? Una señora cabra, fuerte y maliciosa como un carnero. Se peleó con el lobo toda la noche...pero, por la mañana el lobo se la comió. 
   -¡Carajo, pobre Renaude!... me da igual, Monsieur Seguín, déjeme ir al monte. 
    -¡Bondad divina!...exclamó Monsieur Seguín: ¿Pero que es lo que le pasa a mis cabras? Una mas que el lobo va a comerme...Pues bien, no me da la gana...¡Te salvaré aunque tu no lo quieras, granuja! Y porque temo de que rompas la cuerda, te encerraré en el establo, y ahí te quedarás siempre. 

        Después de eso, M. Seguín se llevó la cabra en un establo todo oscuro, y cerró la puerta con dos vueltas de llave. Desgraciadamente, se había olvidado de la ventana y apenas se dio la vuelta, la cabrita se fue... 
     ¿Te ríes, Gringoire? ¡Claro! Ya lo sé; tu estás del lado de las cabras, tu en contra del bueno de Monsieur Seguín...Pero vamos a ver si vas a reírte dentro de un rato. 

      Cuando la cabrita blanca llegó al monte todo fue un encanto general. Nunca los viejos abetos habían vista nada tan bonito. Fue acogida como una pequeña reina. Los castaños se inclinaban a tierra para acariciarla con la punta de sus ramas. Las flores doradas se abrían a su paso, y aromaban todo lo que podían. Todo el monte estaba de fiesta. 

      Ya te imaginas, Gringoire, ¡lo contenta que estaba nuestra cabra! Había desaparecido la cuerda, la estaca...nada que le impidiera corretear, de pacer a su antojo...Ahí si que había hierba, ¡hasta por encima de los cuernos, querido!...¡y que hierba! Sabrosa, fina, parecía encaje, y compuesta de mil plantas...Que diferencia con el césped del prado. ¡Y luego las flores!...Hermosas campanulas azules, digitales purpúreas de grandes cálices. ¡Todo una selva de flores salvajes rebosantes de sabrosos jugos!... 

      La cabrita blanca, medio ebria, se revolcaba ahí patas arriba rodando por los taludes, mezclada con las hojas muertas y las castañas...y luego se enderezaba de golpe sobre sus patas. ¡Hop!, arrancaba, la cabeza para alante, campo a través, ahora encima de una loma, ahora en el fondo de un barranco, arriba, abajo...parecía que había diez cabras de Monsieur Seguín en el monte. 

        Es que Blanquette no le tenía miedo a nadie. Atravesaba de un salto grandes torrenteras que le salpicaban al pasar con vapores de agua fresca y de espuma. Luego toda empapada, iba a echarse encima de una roca plana para secarse al sol...Una vez al acercarse al borde de una meseta, una flor de cíntia entre los dientes, divisó abajo, abajo del todo en el llano, la casa de Monsieur Seguín, con su prado en la parte trasera. Eso le hizo reír hasta llorar. 

      -¡Que pequeñito, dijo. ¿Como habré podido caber ahí? 
     ¡Pobretica!, es que al verse a tanta altura, creía que era por lo menos tan grande como el mundo... 
       En resumidas cuentas, todo eso fue una magnífica jornada para la cabra de Monsieur Seguín. Hacia el medio día, al correr de derechas a izquierdas, se tropezó con un rebaño de gamuzas que estaban comiendose a bocados una lambrusca. Nuestra pequeña andariega con su tocado blanco causó sensación.

        Se le dio el mejor sitio en la lambrusca, y todos esos señores fueron muy galantes...Se dice también, - eso tiene que quedar entre nosotros, Gringoire,- que un joven gamuzo de negro pelaje, tuvo la suerte de gustarle a Blanquette. Los dos enamorados se perdieron en el bosque una o dos horas, y si quieres saber mas, pregúntaselo a los arroyos chismosas que corren invisibles entre el musgo. 

        De pronto el viento se hizo mas fresco. La montaña se volvió violácea: Era la tarde... 
        -¡Tan pronto ya!, dijo la cabrita. Y se detuvo asombrada. 
      Abajo los campos estaban bañados en la bruma. El prado de M. Seguín desaparecía en la niebla, y de la casita solo se veía el tejado con un poco de humo. Escuchó las campanillas de un rebaño que se volvía, y le entró tristeza en el alma...Un buho que volvía, la rozó con sus alas al pasar. Se sobresaltó...luego se oyó un ulular en el monte: 

         -¡Huuuuuu! ¡Houuuuu! 
     Se acordó del lobo; en todo el día, la locuela no se había acordado...En ese preciso momento se oyó el sonido de un cuerno que venía del fondo del valle. Era el bueno de M. Seguín que intentaba un último esfuerzo. 
        - ¡Huuuu! ¡Huuuuu!.... hacía el lobo. 
        - ¡Vuelve! ¡Vuelve!...clamaba el cuerno. 

       Blanquette tuvo ganas de volver; pero al acordarse de la estaca, la cuerda, la valla del prado, pensó que ahora ya no podía volver a llevar esa vida, y que era mejor no retornar. 
       El cuerno dejó de sonar... 
      La cabra oyó detrás de ella un ruido de hojarasca. Se volvió y vio en la sombra dos orejas cortas, completamente erguidas, y dos ojos que relucían...Era el lobo. 

       Enorme, inmóvil, sentado en su trasero, estaba ahí observando a la cabrita blanca y saboreándola anticipadamente. Como sabía que se la comería, el lobo no tenía ninguna prisa; solo cuando ella se volvió, se echó a reír maliciosamente. 
    -¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡La cabrita de M. Seguín! Y se relamió el hocico con su lengua roja. 

       Blanquette se sintió perdida... Por un momento al acordarse la historia de la vieja Renaude, que combatió toda la noche para ser devorada por la mañana, pensó que quizás valía mejor dejarse comer enseguida; pero luego se rehízo, se puso a la defensiva, la cabeza agachada y los cuernos para adelante, como una valiente cabra de M. Seguín que era...No esperaba matar al lobo -Las cabras no matan a los lobos- Pero solo quería ver si podía resistir tanto tiempo como la Renaude... 

      Entonces, el monstruo se acercó, y los cuernecitos entraron en danza. 
     ¡Ah, la valiente cabrita, con que buena gana combatía! Mas de diez veces, y no miento, Gringoire, obligó al lobo a retroceder para recuperar el aliento. En esas treguas de un minuto, la golosa cogía rapidamente una brizna de su querida hierba; luego volvía al combate con la boca llena...Esto duró toda la noche. De vez en cuando, la cabra de M. Seguín miraba las estrellas bailar en el cielo, diciéndose: 

     ¡Oh! A ver si puedo aguantar hasta el alba...Una detrás de otra, las estrellas se apagaron. Blanquette redobló las cornadas, el lobo las dentelladas...Una luz pálida apareció en el horizonte ... El canto ronco de un gallo subió desde una granja. 
     -¡Por fin!, dijo el pobre animal, que solo esperaba el día para morir; y se echó por el suelo en su bella pellíz blanca toda manchada de sangre... 

        Entonces el lobo se abalanzó sobre la cabrita y se la comió. 
       ¡Adiós, Gringoire! 

       La historia que te he relatado no es un cuento inventado por mí. Si algún día pasas por la Provenza, nuestros pastores te hablarán a menudo de la cabro de moussu Seguin, que se battégue touto la neui emé lou loup, e piei lou matin lou loup la mangé.

         Me has oído bien, Gringoire:
         E piei lou matin lou loup la mangé




CARTAS DESDE MI MOLINO

LA MULA DEL PAPA






Palacio de los Papas de Avignon



       De todos los dichos, proverbios o adagios, propios de nuestros aldeanos provenzales, no conozco ninguno más pintoresco ni singular que este. A quince leguas alrededor de mi molino, cuando se habla de un hombre rencoroso, vengativo, se dice: “¡Cuidado con este hombre!...es como la mula del Papa, que guarda su coz durante siete años.”
      He buscado afanosamente de donde podía venir ese dicho, quien era esa mula papal y esa coz guardada durante siete años. Nadie aquí pudo aclararme ese asunto, ni siquiera Francet Mamaï, mi flautista, a pesar de que conoce las leyendas provenzales al pié de la letra. Francet cree, como yo, que esto esconde alguna crónica del país de Avignon; pero solo oyó hablar de ella a través de ese dicho…
      -Solo encontraréis la respuesta en la librería de las cigarras, me dijo el viejo flautista riendo.
    La idea me pareció acertada, y, ya que la biblioteca de las cigarras está al lado de mi puerta, fui a encerrarme en ella durante ocho días.
   Es una maravillosa biblioteca, dispuesta de una manera admirable, abierta a todos los poetas, día y noche, y atendida por pequeños bibliotecarios con címbalos que tocaban su música a todas horas. He pasado ahí unas jornadas deliciosas, y, después de una semana de investigaciones, acabé por descubrir lo que estaba buscando, es decir la historia de la mula y de esa famosa coz guardada durante siete años. El cuento es bonito pero un poco ingenuo, y trataré de contarlo, como lo leí ayer por la mañana en un manuscrito de color del tiempo, que olía a lavanda seca y tenía a grandes devotos de la Virgen María como firmantes.
           Quien no ha visto a Avignon en la época papal, no ha visto nada. Nunca hubo una ciudad semejante por la alegría, la vida, la animación, el trajín de las fiestas. Era de la mañana hasta la tarde, procesiones, peregrinaciones, las calles llenas de flores, forradas de madera, llegadas de cardenales por el río Ródano, con los estandartes ondeantes, galeras engalanadas, los soldados del papa, que cantaban en latín en las plazas, las carracas de los hermanos mendicantes; luego, de arriba abajo, las casas que se apretujaban zumbando alrededor del palacio papal, como abejas alrededor de su colmena, era además, el tic-tac de las labores de encaje, el vaivén de los husillos tejiendo el oro de las casullas, los pequeños martillos de los cinceladores de vinajeras, las mesas armónicas que se afinaban en casa de los músicos, los cánticos de las tejedoras; por encima de todo, el toque de las campanas, y siempre algunos tamborileros que se oían tocar, allá, del lado del puente. 
       Porque nosotros, cuando somos felices, tenemos que bailar, tenemos que bailar; y como en esa época, las calles de la ciudad eran demasiado estrechas para ese menester, los flautistas y los tamborileros se colocaban en el puente de Avignon, bajo el viento fresco del Ródano, y día y noche, se bailaba, se bailaba… ¡Ah! ¡Que tiempo tan feliz! ¡Que feliz ciudad! Alabardas que no cortaban; cárceles de estado en donde se ponía el vino al fresco. No se conocía la hambruna; nunca había guerras… Así es como los Papas del condado sabían gobernar a su pueblo; y ¡He aquí porqué su pueblo los ha echado tanto de menos!...
       Había sobre todo uno, un buen anciano, que llamaban Bonifacio… ¡Oh!, ese Papa, ¡Cuantas lágrimas se derramaron en Avignon cuando murió! ¡Era un príncipe tan amable, tan comprensivo! Como os sonreía de lo alto de su mula. Y cuando os cruzabais con él – aunque fuerais un pequeño artesano o el gran magistrado de la ciudad - , ¡Os daba su bendición con tanta cortesía! Un verdadero Papa de la ciudad de Yvetot, pero de un Yvetot de Provenza, tenía esa finura en su sonrisa, con una brizna de mejorana en su sombrero, y sin el más pequeño antojo… el único antojo que se le había reconocido a ese buen padre, era su viña – una pequeña viña que había plantado él mismo, a tres leguas de Avignon, en los mirtos de  Château-Neuf.
           Cada domingo, al salir de  vísperas, ese hombre tan digno iba a admirarla; y cuando estaba allí arriba, sentado, tomando el sol tan ameno, con su mula al lado de él y sus cardenales alrededor, echados cerca de las cepas, entonces mandaba descorchar una botella del vino de su viña – ese hermoso vino, de color rubí que se llama desde entonces el Château-Neuf de los papas -, y lo degustaba a sorbos, contemplando su viña enternecido. Luego, la botella vacía, al caer la tarde, se volvía a la ciudad con alegría, seguido de todo su séquito; y, cuando cruzaba el puente de Avignon, en medio de los tambores y de los bailes, su mula, animada por la música, cogía la carrerilla de ambulo, saltando, mientras que él mismo, marcaba el ritmo del baile con su birrete, lo que escandalizaba mucho a sus cardenales, pero que animaba a su pueblo a decir: “¡Ah! Que buen príncipe! ¡Ah! ¡Que buen Papa!”
           Después de su viña de Château-Neuf, lo que el Papa quería más en el mundo, era  su mula. El buen hombre estaba loco por ese animal. Todas las tardes antes de acostarse, iba a visitar sus cuadras para ver si estaban bien cerradas, si no faltaba nada en su pesebre, y nunca se hubiera levantado de su mesa sin ver como preparaban un gran tazón de vino a la francesa, muy azucarado y con hierbas aromáticas, que llevaba el mismo, a pesar de las observaciones de sus cardenales… Hay que confesar que el animal merecía esos cuidados. Era una bonita mula negra con manchas rojizas, con el paso seguro, el pelo reluciente, la grupa ancha y firme, llevando con gallardía su cabecita llena de pompones, de nudos, de cascabeles de plata, de perifollos; con todo eso, era de una mansedumbre angelical, con el ojo inocente y dos grandes orejas siempre en movimiento, que le daban un aire de gran mansedumbre… 
        Todo Avignon la respetaba, y, cuando iba por las calles, todos la mimaban; porque todo el mundo sabía que era la mejor manera de ganar la confianza del pontífice y de ser respetado en la corte, ya que con su aire inocente, la mula del Papa había llevado a más de uno a la fortuna, prueba de ello, el Sr. Tistet Védène y su prodigiosa aventura.
     Ese Tistet Védène era, en sus comienzos, un desvergonzado mocoso, al cual, su padre Guy Védène, orfebre, había tenido que echar de su casa porque no quería trabajar y les quitaba la gana a los aprendices. Durante seis meses, se le había visto arrastrarse por todos los riachuelos de Avignon, pero sobre todo por los cercanos al palacio papal; porqué el pillín tenía sus ideas acerca de la mula del Papa, y vais a  ver que era un asunto de lo más sibilino… Un día que Su Santidad se paseaba sola bajo las murallas, con su animal, ha aquí que Tistet lo aborda, y le dice juntando las manos en señal de admiración:
        -¡Ah Dios mío! grandísimo Santo Padre, ¡Que hermosa mula tiene Vd. ahí!... Dejarme que la pueda contemplar… ¡Ah! mi querido Papa, ¡Que bonita mula!... El emperador de Alemania no tiene otra igual.
         Y la acariciaba, y le hablaba con dulzura como a una señorita:
       -Ven aquí, alhaja mía, tesoro mío, mi perla fina…
    Y el bueno del Papa, lleno de emoción, se decía para sus adentros:
        -¡Que buen muchachito!... ¡Como quiere a mi mula!
     Pero al día siguiente, ¿Sabéis lo que ocurrió? Tristet Védène cambió su vieja chaqueta amarilla por una hermosa alba de encaje, un capirote de seda violeta, zapatos con hebillas, y entró al servicio del Papa, en donde solo habían entrado hijos de nobles y sobrinos de cardenales… ¡A eso conduce la intriga!... Pero Tistet no se detuvo ahí.
       Cuando estuvo al servicio del Papa, el muy gracioso, siguió con el juego que le había salido tan bien. Insolente con todos, solo tenía atenciones y cariños para la mula, y siempre se le encontraba en todos los patios del palacio con un puñado de avena o un ramo de hinojo, sacudiendo gentilmente los racimos rosados, mirando hacia el balcón del Santo Padre, como diciendo: “¡Ejém!.. ¿Para quién es esto?...” Tanto y tanto, que al final el bueno del Papa, que se sentía envejecer, llegó a dejarle a su cargo el cuidado de las cuadras y permitió que le llevara a su mula, su tazón de vino a la francesa: lo que no hacía reír a los cardenales.
          Ni tampoco a la mula, que ya no se reía…Ahora, a la hora de su vino, veía llegar siempre cinco o seis pequeños monaguillos, que se revolcaban enseguida de la paja, con sus capirotes y sus encajes; luego, al rato, un agradable olor caliente de caramelo y de aromas se expandía por toda la cuadra, y, aparecía Tistet Védène llevando con precaución el tazón de vino a la francesa. Entonces comenzaba el suplicio del pobre animal.
      Ese vino tan perfumado que le sentaba tan bien, que le calentaba el cuerpo, que le daba alas, tenían la crueldad de traérselo, ahí en su pesebre, para que lo aspirara; luego, cuando se le llenaban las narices, ¡Adiós, hasta la vista! El hermoso licor de llama rosada se iba todo a las gargantas de esos mocosos… Pero si solo fuera robarle su vino; lo peor era que todos esos pequeños monaguillos ¡Eran como demonios, cuando estaban bebidos!... El uno le tiraba de las orejas, el otro del rabo; Quiquet se subía a su lomo, Béluguet le probaba su gorro, y ni uno de esos golfillos se daba cuenta, de que de un riñonazo o de una coz, el buen animal los podía haber enviado a todos, a la estrella polar o aún más lejos… Pero ¡Ni pensarlo! Por algo se es la mula del Papa, la mula de las bendiciones y de las indulgencias… Los chiquillos podían desahogarse, pero no se incomodaba; y solo sentía resentimiento hacia Tistet Védène… Ese si, cuando notaba que estaba detrás de ella, su pezuña le escocía y de verdad, tenía muchísima razón. ¡Ese sinvergüenza de Tistet, le hacía cada pasada! ¡Tenía intenciones tan crueles después de beber!..
        No es acaso verdad, que un día, ¡Se le ocurrió subirse con ella, al torreón del castillo, arriba, arriba del todo, en la otra punta del palacio!... Y lo que os relato, no es ningún cuento, lo han visto doscientos mil provenzales. Imaginaros el terror de esa desgraciada mula, cuando, después de haber girado una hora a ciegas por una escalera de caracol, y subido no se cuantos escalones, se encontró de repente en un rellano deslumbrante de claridad, y que, a más de mil pies debajo de ella, descubrió un Avignon fantástico, las casetas del mercado no más grandes que avellanas, los soldados del papa en sus cuarteles, que parecían hormigas rojas,  y allá, cruzando un hilo de plata, un puentecito microscópico en donde bailaban y bailaban… ¡Ah!, ¡Pobre animal! ¡Que pánico! Del grito que profirió, temblaron todos los cristales del palacio.
         -¿Qué está pasando? ¿Qué le han hecho? Clamó el bueno del Papa precipitándose a su balcón.
         Tistet Védène estaba ahí en el patio, haciendo como si llorara y como si se arrancara los pelos:
        -¡Ah! grandísimo Santo Padre, ¡que es lo que pasa! Pasa que su mula… ¡Dios mío! ¿Qué va a ser se nosotros? Pasa que su mula se subió al torreón…
         ¿¿¿ Sola???
     -Sí, grandísimo Santo Padre, sola… ¡Mirad! Mirad hacia arriba… ¿No veis la punta de sus orejas que asoman?... parecen dos golondrinas…
      -¡Misericordia!, Dijo el pobre Papa levantando los ojos… ¡Pero se ha vuelto loca! Pero se va a matar… ¿Quieres bajar de una vez, desgraciada?...
     ¡Carajo!, claro que hubiera querido bajar… ¿Pero por donde? Por la escalera era imposible; subir esos peldaños, aún si que se podía; pero bajarlos, se hubiera roto más de cien veces las piernas… Y la pobre mula se desesperaba y, mientras, andaba por el rellano de la torre, con sus ojazos llenos de vértigo, se acordaba de Tistet Védène:
     -¡Ah! granuja, si salgo de esta… ¡Que patada, mañana por la mañana!
       Esa idea de la patada, la colmaba de ánimo, sin eso no hubiera podido aguantar… Por fin, se consiguió bajarla de ahí arriba; pero fue una verdadera odisea. Tuvieron que bajarla con un gato, cuerdas, una camilla. Ya me diréis que humillación para la mula de un Papa, el verse colgada a esa altura, meneando las patas en el vacío como un escarabajo en la punta de un hilo. Y con todo Avignon observándola.
      El desgraciado animal se quedó toda la noche sin dormir. Le parecía que estaba aún dando vueltas en ese maldito rellano de la torre, con la gente riéndose ahí abajo, luego, se acordaba del infame Tistet Védène y de la hermosa patada que le iba a prodigar a la mañana siguiente. ¡Ah!, amigos míos, ¡Que patadon! Se vería el humo desde el pueblo de Pampérigouste… Pero, mientras que se le preparaba su aposento en la cuadra, ¿A que no sabéis lo que estaba haciendo Tistet Védène? Bajaba por el río Ródano en una galera papal, cantando, dirigiéndose a la corte de Nápoles, con el grupo de jóvenes nobles, que la ciudad mandaba todos los años a la reina Juana, para ejercitarse en la diplomacia y los buenos modales. Tistet no era noble; pero el Papa lo quería recompensar por las atenciones que había tenido con su animal, y sobre todo por los cuidados que había prodigado en la jornada del rescate.
            ¡Fue la mula la que estuvo decepcionada al día siguiente!  
          -¡Ah! ¡El bandido! Se ha olido algo!... , pensaba, sacudiendo sus cascabeles con furia… ; pero me da igual, ¡Vete, malvado! ¡Te la guardo hasta tu vuelta, esa patada… te la guardo!
         Y se la guardó.
       Después de que Tistet se marchara, la mula del Papa volvió a encontrar su tren de vida tranquilo y sus modales de antaño. Ya no estaban Quinquet, ni Beluguet en la cuadra. Habían vuelto los buenos tiempos del vino a la francesa, y con ellos el buen humor, las largas siestas, y el trote ligero cuando cruzaba el puente de Avignon. Sin embargo, después de su desventura, se la notaba siempre algo rara en la ciudad. Se oía murmurar a su paso; los viejos meneaban la cabeza, los niños reían señalando la campanilla. El mismo bueno del Papa, ya no confiaba tanto en su amiga, y, cuando se adormilaba en sus lomos, el domingo, al volver de la viña, siempre le venía a la mente el mismo pensamiento: “¡Y si me fuera a despertar ahí arriba en el rellano de la torre!”. La mula se daba cuenta de ello, y por eso, sin decírselo a nadie, estaba desanimada; pero cuando pronunciaban el nombre de Tistet Védène delante de ella, sus grandes orejas temblaban, y con una sonrisa, afilaba sus pezuñas en los adoquines…
         Siete años transcurrieron así, pero al cabo de esos siete años, Tistet Védène volvió de la corte de Nápoles. Aún no había terminado ahí su estancia, pero se enteró de que el primer especiero del Papa acababa de morir en Avignon, y, como la colocación le agradaba, había vuelto con mucha prisa, para colocarse en la lista de pretendientes.
         Cuando ese intrigante de Védène entró en el salón del palacio, el Santo Padre no llegó a reconocerlo, porqué había crecido y engordado. Hay que decir también que el bueno del Papa había también envejecido, y que no veía muy bien sin sus anteojos.
       Tistet no se amedentró.
  -¿Cómo puede ser, grandísimo Santo Padre, ya no me reconocéis?... ¡Soy yo, Tistet Védène!...
      -¿Védène?...
      -Pero si, acordaos… el que llevaba el vino francés a su mula.
    -¡Ah! si…si… ya me acuerdo… ¡Un gentil muchachito, ese Tistet Védène!... ¿Y ahora, que es lo que quiere de nosotros?
   -¡Oh! muy poca cosa, grandísimo Santo Padre… Venía a solicitarle… Pero a propósito, ¿Aún tiene Vd. a su mula? ¿Cómo está?... ¡Ah!, ¡Me alegro!... Venía a pedirle mi nombramiento para primer especiero, ya que el anterior acaba de morir.
      -¡Primer especiero, tú!... Pero si eres demasiado joven. ¿Vamos a ver, que edad tienes?
     -Veinte años y dos meses, ilustre pontífice, exactamente cinco años más que su mula… ¡Ah!... Dios mío, ¡Que animal tan bueno!... ¡Si supiera Vd. como la quería a esa mula!... ¡Cuanto la eché de menos en Italia!... ¿Me dejaréis verla?
    -Si, hijo mío, te prometo que la verás, dijo el bueno del Santo Padre, lleno de emoción… Y como quieres tanto a ese bueno de animal, no quiero que estés lejos de el. Desde hoy, te pongo a mi servicio en calidad de primer especiero… Mis cardenales protestarán, pero me da igual, estoy ya acostumbrado… Ven a verme mañana, cuando salga de vísperas, te entregaremos las señales de tu cargo en presencia de nuestro capítulo, y luego… te llevaré a ver a la mula, y vendrás a visitar la viña con nosotros dos… ¡Jé! ¡je! Vamos, ve con Dios…
     Si Tristet Védène estaba contento al salir del gran salón, ya se imaginan Vds. con que impaciencia esperaba la ceremonia del día siguiente. Sin embargo, había alguien en el palacio, que estaba aún más contento e impaciente que él: era la mula. Desde la vuelta de Védène, hasta las vísperas del día siguiente, el terrible animal no paró de atiborrarse de avena y de golpear la pared con sus pezuñas traseras. Ella también se preparaba para la ceremonia…
     Así pues, al día siguiente, después de Vísperas, Tistet Védène hizo su entrada en el patio del palacio papal. Todo el alto clero estaba allí: los cardenales con su hábito rojo, el abogado del diablo vestido de terciopelo negro, los monjes del convento con sus pequeñas mitras, los notarios eclesiales de Saint-Agrico, los capas violetas de los prelados, el bajo clero también, los soldados del Papa en uniforme de gala, las tres cofradías de penitentes, los eremitas del monte Ventoux, con sus rostros feroces, y el pequeño monaguillo que iba detrás agitando la campanilla, los hermanos flagelantes, desnudos hasta la cintura, los monaguillos floreados con hábitos de jueces, todos, todos, hasta los dispensadores de agua bendita, y el que alumbra, y el que apaga… No faltaba nadie… ¡Ah! ¡Esa si que era una magnífica ceremonia! Campanadas, petardos, sol, mucha música y siempre esos infatigables tamborileros que conducían el baile, allá sobre el puente de Avignon…
      Cuando Védène apareció en medio de la asamblea, su presencia y su hermoso rostro hicieron correr un murmullo de admiración. Era un magnífico provenzal, pero rubio, con hermoso cabello rizado en las puntas y con una barbilla locuela, que parecía espolvoreada de polvo de metal caído del cincel de su padre, el orfebre. Los rumores decían que, en esa barba rubia los dedos de la reina Juana se habían paseado alguna vez, y el sire Védène parecía tener el aspecto glorioso y la mirada algo distraída, común a los que las reinas han amado… Ese día para honrar a su nación, había sustituido su vestimenta napolitana por una chaqueta bordada de color rosa a la moda provenzal, y en su gorro, temblaba una gran pluma de íbice de la Camarga.
       Haciendo su entrada, el primer especiero saludó galantemente y se dirigió hacia la elevada estrada, en donde le esperaba el Papa para hacerle entrega de sus atributos: la cuchara de madera de boje y el vestido color azafrán. La mula estaba debajo de la estrada, toda jaezada y lista para dirigirse a la viña… Cuando se acercó a ella, Tistet Védène tuvo una bonita sonrisa y se detuvo para darle dos o tres palmaditas cariñosas en la grupa, mirando de reojo para ver si el Papa lo veía. La postura era la adecuada… la mula cogió carrerilla:
     -¡Toma, trágate esta, sinvergüenza! ¡Hace siete años que te estoy esperando!
     Y le arreó una patada tan terrible, tan terrible que se vio la humareda desde Pampérigouste, ¡Un torbellino de humo rubio en donde revoloteaba una pluma de íbice; eso era todo lo que quedaba del desgraciado de Tistet Védène!...

      Las patadas de las mulas no son nunca tan fulminantes; pero esa era una mula papal. Y luego, ¡imaginaros!, se la estaba guardando desde hacía siete años… no existe otro ejemplo tan claro de rencor eclesiástico.

martes, 2 de septiembre de 2014

RELATOS DE ALPHONSE DAUDET


EL ELIXIR DEL REVERENDO PADRE GAUCHER 






Alphonse Daudet (1840-1897)



         Comenzamos a publicar aquí los relatos del celebre escritor francés Alphonse Daudet, que escribe cuentos de su Provenza natal, en su "Cartas desde mi molino" (Lettres de mon moulin) conocidos por todos los franceses, y que relatan cuentos muy divertidos y muy bien relatados por este novelista de la época de Napoleón III.

           - Bébame esto, vecino; ya me dirá Vd. lo que le parece. 
       Y gota a gota, con el minucioso cuidado de un orfebre contando sus perlas, el cura de Graveson me sirvió dos dedos de un licor verde, dorado, chispeante, exquisito...se me encandiló el estomago. 

        - Es el elixir del Padre Gaucher, la alegría y la salud de nuestra Provenza, me dijo el buen hombre con un aire triunfante; se elabora en el convento de los Premostratenses, a dos leguas de su molino... ¿No le parece que es más valioso que todos los licores de los cartujos del mundo?...Y si supiera que graciosa es la historia de ese elixir, pero más bien, escuche.... 

       Entonces, inocentemente, sin ninguna malicia, en este comedor del presbiterio, tan cándido y tan tranquilo, con su Vía-Crucis en cuadritos y sus bonitas cortinas claras y espesas como casullas, el párroco comenzó a relatarme una historieta algo escéptica e irreverente como si fuera un cuento de Erasmo o de d´Assoucy: 

         -Hace veinte años, los Premostratenses, o más bien los Padres blancos como así les denominan nuestros provenzales, habían caído en una profunda miseria. Tenía que haber visto en ese tiempo su convento, le hubiera causado una pena muy grande. 

        El gran muro, la torre Pacôme, se desmoronaban. Alrededor del claustro lleno de hierbajos, las columnitas se agrietaban, los santos de piedra se hundían en sus nichos. No había ni una vidriera intacta, ni una puerta que aguantara. En las marquesinas, en las capillas, el viento del Ródano soplaba como en la región de la Camarga, apagando los cirios, rompiendo el plomo de las vidrieras, sacando el agua bendita de las pilas. Pero lo más triste de todo era el campanario del convento, silencioso como un palomar vacío; y los Padres, por falta de dinero para comprarse una campana, ¡tocaban a maitines con palillos de madera de almendro!... 

         ¡Pobres Padres blancos! Aún los estoy viendo, en la procesión del Corpus, desfilando tristemente con sus capas remendadas, pálidos, delgados, alimentados solo con cítricos y sandías, y detrás de ellos, Monseñor el Prior, que venía cabizbajo, avergonzado de tener que sacar a relucir su báculo descolorido y su mitra de lana blanca roída por la polilla. Las señoras de las cofradías lloraban de pena en sus localidades, y los gordos porteadores de estandartes se reían entre ellos a escondidas señalando a los pobres monjes: los estorninos están delgados cuando van en bandadas. 

       El hecho es que los desafortunados Padres blancos, habían llegado ellos mismos a preguntarse si no hubiera sido mejor echarse a volar por el mundo, e ir a buscarse la vida cada cual por su lado. 

        Pero, un día que esta seria cuestión estaba debatiéndose en el capítulo, vinieron a anunciarle al prior que el hermano Gaucher pedía ser oído en el consejo...Tiene Vd. que saber para su mejor conocimiento, que ese hermano Gaucher era el vaquero del convento: es decir que se pasaba los días merodeando de arco en arco del claustro, empujando delante de el dos vacas famélicas, que rebuscaban la hierba en las rajas del pavimento. Criado hasta los doce años por una vieja loca del país de Baux, que se apodaba tía Bebón, acogido después por los monjes, el desdichado vaquero solo pudo aprender a apacentar a sus vacas y a rezar su Pater Noster; además solo lo sabía decir en lengua provenzal, porque tenía la cerviz dura y el espíritu como una daga de plomo. Además, era ferviente cristiano, aunque algo visionario, ¡Estaba a gusto con su silicio, y disciplinándose con un robusto convencimiento, y con unos brazos!...

        Cuando apareció en la sala capitular, sencillo y rechoncho, saludando a la asamblea con la pierna echada para atrás, el prior, los canónigos, el ecónomo, todo el mundo se echó a reír. Era siempre el efecto que producía cuando hacía su aparición en cualquier sitio, con esa buena cara grisácea, con su barba de cabra y sus ojos algo alocados; por eso el hermano Gaucher no se inmutó lo más mínimo. 

     Mis reverendos, dijo de un tono bonachón, manoseando su rosario de huesos de aceitunas, tienen mucha razón al decir que son los toneles vacíos los que suenan mejor. Imagínense que a fuerza de ahondar en mi pobre cabeza, ya de por si tan hueca, creo haber encontrado la manera de sacarnos a todos de tanta miseria.

     “He aquí como. ¿Se acuerdan Vds. de tía Bebón esa buena mujer que me guardaba cuando era joven? (¡Dios se apiade de su alma, la vieja coruja! cantaba canciones bien feas después de beber.) Como les estaba diciendo pues, reverendos Padres, tía Bebón, cuando vivía, conocía las hierbas del monte tanto e incluso mejor, que un viejo mirlo de Córcega. Miren Vds., hacia el final de su vida, había creado un elixir incomparable, mezclando cinco o seis clases de hierbas que íbamos a recoger juntos en las Alpillas.

      Han pasado ya muchos años; pero yo creo que con la ayuda de San Agustín, y con el permiso de nuestro padre Prior, podría-rebuscando atentamente-volver a encontrar la composición de ese misterioso elixir. Entonces solo tendríamos que embotellarlo y venderlo bastante caro, lo que permitiría a la comunidad enriquecerse tranquilamente, como así lo han echo nuestros queridos hermanos trapenses y los de la Gran...” 

        No le dio tiempo a terminar. El prior se levantó para abrazarle. Los canónigos le cogían la mano. El ecónomo, aún más emocionado que los demás le besaba con respeto el borde raído de su capucha... Luego todos volvieron a su asiento para deliberar; y, en ese acto, el capítulo decidió confiar el ganado al hermano Thrasybule, para que el hermano Gaucher pudiese entregarse por entero a la preparación de su elixir.

      ¿Como consiguió el buen hermano volver a encontrar la receta de tía Bebón? ¿Cuantos esfuerzos tuvo que hacer? ¿Cantas vigilias le costaron? La historia no lo cuenta. Lo único seguro es que al cabo de seis meses, el elixir de los Padres blancos ya era muy popular. En todo el Condado, en todo el país de Arles, no había ni una masía, ni una granja, que no tenía en el fondo de su despensa, entre las botellas de vino cocido y los tarros de aceitunas aderezadas a la picholine, un pequeño frasco de barro oscuro, etiquetado con las armas de Provenza, con un monje en éxtasis en una etiqueta de plata. Gracias al auge de su elixir, el convento de los Premostratenses se enriqueció muy rápidamente. La torre Pacôme se volvió a levantar. El Prior tuvo una mitra nueva, la iglesia hermosas vidrieras labradas; y, entre el fino encaje del campanario, todo un regimiento de campanas y de campanillas se oyó una mañana de Pascua tintineando y carilloneando doblando a rebato. 

        En cuanto al hermano Gaucher, ese pobre hermano lego cuyas rusticidades tanto alegraban el capítulo, no se volvió nunca más a hablar de ello. A partir de ese momento, solo se conoció al reverendo Padre Gaucher, hombre sensato y de gran saber, que vivía completamente apartado de los quehaceres tan pequeños y tan variados del claustro, y estaba encerrado todo el día en su destilaría, mientras que treinta monjes batían el monte, para buscarle las hierbas aromáticas... Esa destilaría, en donde nadie, ni el mismo Prior, podían entrar, era una antigua capilla abandonada, en el extremo del jardín de los canónigos. La sencillez de los buenos padres había hecho de ello algo misterioso y formidable; y, si por ventura, un joven monje atrevido y curioso, agarrándose a las parras trepadoras, llegaba hasta el rosetón del portón, volvía a bajar deprisa al ver al Padre Gaucher, con su barba de necromante, inclinado sobre sus hornillas, el pesa-licor en las manos; luego, todo alrededor, las trompas de gres rosa, los alambiques gigantes, los serpentines de cristal, todo lleno de trastos raros que relucían embrujados con la luz roja de las vidrieras... 

      Al final del día, cuando tocaba el último Ángelus, la puerta de ese lugar misterioso se abría discretamente, y el reverendo se dirigía a la iglesia para el oficio de la noche. ¡Había que ver que acogida tenía cuando atravesaba el monasterio! Los hermanos le abrían paso. Decían: 

     - ¡Silencio!... ¡es el guardián del secreto!... 

     El ecónomo le seguía y le hablaba cabizbajo....En medio de esos halagos, el padre se iba secándose la frente, su tricornio con las alas anchas colocado hacia atrás como una aureola, mirando alrededor   suyo, satisfecho, los grandes patios plantados de naranjos, los tejados azules en donde giraban las veletas nuevas, y, en el claustro deslumbrante de blancura- entre las columnitas elegantes y floridas- , los canónigos vestidos de estreno desfilando por parejas con el rostro sereno. 

     - ¡Todo eso me lo deben a mí! pensaba el reverendo para sí; y cada vez ese pensamiento le hacía subir bocanadas de orgullo. 

     El pobre hombre fue por ello bien castigado. Ahora veréis como... 

       Imagínese que una tarde, durante el oficio, llegó a la iglesia en un estado de agitación extraordinario: todo colorado, jadeando, la capucha atravesada, y tan nervioso que al tomar el agua bendita remojó sus mangas hasta el codo. Primero se pensó que era debido a la emoción por su tardanza; pero cuando se le vio hacer grandes reverencias al órgano y a las tribunas en vez de los saludos hacia el altar mayor, atravesar la iglesia como un vendaval, deambular por el coro mas de cinco minutos para encontrar su sitial, y luego sentado, inclinarse a derecha e izquierda con una sonrisa beata, un murmullo de asombro recorrió las tres naves. Se hablaba en voz baja de breviario en breviario: 

      - ¿Que le pasa a nuestro Padre Gaucher?... ¿Que le pasa a nuestro Padre Gaucher? 

       Por dos veces el prior, impaciente, dejó caer su báculo en las losas para imponer silencio...Allá en el fondo del coro, los salmos seguían oyéndose, pero los responsos decaían... 

      De pronto, en medio del Ave vérum, tenemos a nuestro Padre Gaucher que se cae de su sitial y clama con una voz deslumbrante: 

En Paris hay un Padre Blanco, 
Patatín, patatán, tarabín, tarabánco... 

       Consternación general. Todo el mundo se levanta. Gritan: 
       - ¡Llévenselo...está endemoniado! 
   Los canónigos se santiguan, El báculo de Monseñor se agita...Pero el Padre Gaucher no ve nada, no oye nada; y dos monjes fornidos tienen que llevárselo por la puerta pequeña del coro, agitándose como un exorcizado y siguiendo cada vez más con sus patatín y sus tarabánco. 
     Al día siguiente, al amanecer, el desgraciado estaba de rodillas en el oratorio del prior, y diciendo su culpa entre un río de lágrimas: 

     -Es la culpa del elixir, Monseñor, es el elixir que me ha sorprendido, decía golpeándose el pecho. Y al verlo tan compungido, tan arrepentido, el bueno del prior estaba el mismo emocionado 

     -Vamos, vamos Padre Gaucher, cálmese, todo esto desaparecerá como el rocío bajo el sol...después de todo, el escándalo no ha sido tan grande como Vd. cree. Claro que estuvo esa canción que era un poco...¡hum! ¡hum!...En fin, esperemos que los novicios no la hayan oído...Ahora, veamos, dígame con cuidado como ocurrió el asunto...Fue al probar el elixir, no es cierto? Se le fue la mano...Si, si, lo entiendo es como el hermano Schwartz, el inventor de la pólvora: Vd. ha sido la víctima de su invento...Y dígame, mi querido amigo, ¿Es acaso necesario que tenga que probar personalmente ese terrible elixir? 

      -Desgraciadamente, sí, Monseñor...la probeta me indica bien la fuerza y el grado del alcohol, pero para el acabado, el aterciopelado, solo me fío de mi lengua... 

     -¿Ah! muy bien...Pero escúcheme que os diga...Cuando Vd. prueba el elixir por pura necesidad, ¿Le parece a Vd. bueno? ¿Encuentra Vd. placer en ello? 

   -¡Por desgracia si, Monseñor, dijo el desdichado Padre poniéndose colorado...Hace dos tardes que le encuentro un “bouquet”, un aroma!...Es sin duda alguna el demonio que me ha hecho esa jugada...Por esa razón, he decidido de ahora en adelante usar solo la probeta. Me da igual que el licor carezca de finura, y que no se vuelva ya de color perla... 

       -No se le ocurra, interrumpió con viveza el prior. No hay que exponerse a desagradar a la clientela...Todo lo que tiene que hacer de ahora en adelante, ya que está sobre aviso, es tener cuidado ...¿Veamos, que le hace falta para catar...Quince o veinte gotas, no es cierto?...Pongamos veinte gotas...El demonio tendrá que hilar muy fino para que os pille con veinte gotas...Además para prevenir cualquier incidente, os dispenso de ahora en adelante de ir a la iglesia. Diréis el oficio de la tarde en la destilaría...Y ahora váyase en paz, mi Reverendo, y sobre todo...cuente muy bien sus gotas... 

       Pero ¡Ay!, el pobre Reverendo aún contando sus gotas...estaba agarrado por el demonio, que ya no lo soltó. 

      ¡Es la destilaría que oyó los singulares oficios! 

     Por el día, aún, todo iba bien. El Padre se encontraba bastante calma: preparaba sus hornillos, sus alambiques, ordenaba sus hierbas con esmero, todas las hierbas de Provenza, finas, grises, con labores de encaje, abrasadas de perfumes y de sol...Pero por la tarde, cuando las hierbas estaban destiladas y el elixir se enfriaba en las grandes tinajas de cobre rojo, empezaba el martirio del pobre hombre. 

       -...¡Diecisiete...diez y ocho...diez y nueve...veinte!... 

      Las gotas caían del recipiente al vaso bermejo. Esas veinte, el Padre las tragaba de un sorbo, casi sin placer. Solo la veinte y unava le llamaba la atención. ¡Oh! ¡Esa veinte y unava gota! Entonces para escapar de la tentación, iba a arrodillarse en la otra punta del laboratorio y se hundía en sus paternóstres. Pero del licor aún caliente salía un tufillo cargado de aromas, que venía a merodear alrededor de él, y muy a pesar suyo lo volvía a traer a las tinajas...el licor era de un bonito verde dorado...volcado encima, las narices abiertas, el padre lo mezclaba despacio, con su agitador, y en las escamas centelleantes que agitaba el río de esmeralda, le parecía ver los ojos de tía Bebón que reían y chispeaban mirándole... 

      -¡Vamos! ¡Solo una gota más! 

     Y gota a gota, el desdichado acababa por tener su copa llena hasta arriba. Entonces, agotado, se hundía en un gran sillón, y, el cuerpo relajado, los párpados medio cerrados, degustaba su pecado a sorbos, diciéndose en voz baja con un delicioso remordimiento: 

     -¡Ah! me estoy condenando...me estoy condenando!... 

     Lo peor de todo, es que en ese elixir diabólico, volvía a encontrar por no se sabe que hechizo, todas las feas canciones de la tía Bebón: Son tres pequeñas comadres que deciden hacer un banquete...,o: La pastorcita de Maese Andrés se va al bosque solita...y siempre la ya famosa de los Padres blancos: Patatín, patatán. 

      Imagínese la confusión por la mañana, cuando sus vecinos de celda le decían con malicia: 

      ¡Ea! ¡ea! Padre Gaucher, tenía Vd. cigarras en la cabeza, ayer noche al acostarse. 

       Entonces venían las lágrimas, las desesperaciones, y el ayuno, el cilicio y la disciplina. Pero no se podía hacer nada contra el demonio del elixir; y todas las tardes a la misma hora, la posesión volvía a empezar otra vez.

       Mientras tanto los encargos llovían en la abadía, lo que parecía una bendición. Los había que venían de Nîmes, de Aix, de Avignon, de Marsella...cada vez más el convento se parecía a una bodega. Había hermanos empaquetadores, hermanos con pegatinas, otros para la facturación, otros para el transporte: el servicio divino perdía es verdad por aquí y por allá algunos tintineos de campana; pero las pobres gentes del país no perdían nada, puede creerme... 

     Pero un hermoso domingo por la mañana, mientras que el ecónomo leía en medio del capítulo su inventario de fin de año, y que los buenos de canónigos le escuchaban con brillo en los ojos y la sonrisa en los labios, he aquí que el Padre Gaucher irrumpe en medio de la asamblea gritando: 

      -Se acabó...ya no lo hago más...devolvedme mis vacas. 

    -¿Pero que le pasa, Padre Gaucher? Preguntó el Prior, que ya se suponía por donde iban los tiros. 

     -¿Que qué me pasa, Monseñor?...pasa que estoy preparándome una bonita eternidad de llamas y de pinchazos de tridente...pasa que bebo, que bebo como un desgraciado...

      -Pero le había dicho que contara sus gotas. 

     -¡Ah! ¡Claro que sí, contar mis gotas! Es por tazones que tendría que contar ahora...Si, Reverendos míos, hasta ahí he llegado. Tres tazones cada tarde...ya entienden que esto no puede seguir así...por eso, mandad hacer el elixir por quien quieran...¡Que el fuego de Dios me alcance si aún me enredo en ello! 

       Son los capitulares que ya no se reían. 

    -¡Pero desgraciado, nos va Vd. a arruinar! Gritaba el ecónomo agitando su gran libro 

      -Entonces, ¿Prefiere Vd. que me condene? 

      Entonces es cuando el Prior se levantó. 

    -Mis Reverendos, dijo extendiendo su hermosa mano blanca en donde brillaba el anillo pastoral, hay un medio para arreglarlo todo...¿Es por la noche, no es así mi querido hijo, que os tienta el demonio?... 

     -Sí, así es señor Prior, de una manera regular todas las noches... por esa razón, ahora cuando veo que se acerca la noche, tengo, mejorando lo presente, unos sudores fríos, como el burro de Capitou cuando veía acercarse el fardo. 

      -Muy bien, tranquilícese...De ahora en adelante, todas las tardes en el Oficio, recitaremos a su intención la oración de San Agustín, a la cual se le atribuye una indulgencia plenaria...Con esto pase lo que le pase, Vd. se encontrará amparado...Es la absolución durante el pecado. 

     -¡Oh, muy bien! Entonces, muchas gracias Señor Prior! Y, sin pedir nada más, el Padre Gaucher volvió a sus alambiques, más ligero que una alondra. 

       Efectivamente, a partir de ese momento, el oficiante al final de las completas, no dejaba nunca de decir: 

      -Oremos por nuestro pobre padre Gaucher, que sacrifica su alma a los intereses de la comunidad...Oremus Domine... 

       Y mientras que en todas esas capuchas blancas, inclinadas en la sombra de las naves, la oración aleteaba temblando como una pequeña brisa en la nieve, allá, en la otra punta del convento, detrás de los ventanales incandescentes de la destilería, se oía al Padre Gaucher que cantaba con fuerza: 

En París hay un Padre Blanco, 
Patatín, patatán, tarabín, tarabánco; 
En París hay un Padre blanco 
Que hace bailar a las monjitas. 
Trin, trin, trin, en un jardín. 
Que hace bailar a... 

 ...Aquí el bueno del señor cura se detuvo lleno de espanto-
¡Misericordia! ¡Si mis feligreses me oyeran!


viernes, 22 de agosto de 2014

EL TREMENDO JUICIO DE JESUCRISTO REY, PRECEDE SU TRIUNFO, PORQUE TIENE LAS LLAVES DE LA MUERTE Y DEL INFIERNO.



JESUCRISTO REY ETERNO  DEL UNIVERSO
VENCEDOR DE SATANÁS










LA ANTÍTESIS DE LAS TRES VIRTUDES TEOLOGALES FE, ESPERANZA Y CARIDAD



             Estas tres virtudes teologales, son la condición necesaria, para llevar el alma de cada ser humano a la Vida Eterna, son el “motor de Dios”, que es el Amor infundido por el Espíritu Santo, por la acción de Cristo Jesús, que se encarnó e inmoló, cargando con nuestros pecados, y para indicarnos personalmente como tiene que comportarse cada ser humano, para poder así llevarnos al Reino de su Padre, el Dios Todopoderoso. 

        Y Jesús se encarnó como hombre, para que en el día del Juicio, nadie le pueda objetar: "Tú no sabes lo que es ser hombre en la Tierra, y estar sometido a toda clase de tentaciones"

          Pero esas tres virtudes teologales, tienen un enemigo, cuya condición necesaria, es su motor, se trata del odio infundido por Satanás, que conduce indefectiblemente el alma a la segunda muerte: la Muerte Eterna, al reino del Príncipe Negro.

           Contra la Fe en un Dios Eterno - cuya existencia proclama el Universo entero, que es una imagen y una irrefutable prueba, que desvela su infinitud, su poderío, su inteligencia, y muchísimos otros atributos, que ningún científico nunca podrá desvelar, porque un simple razonamiento filosófico y matemático, nos dice que lo finito no podrá nunca alcanzar lo infinito. Satanás opone la fe en el mundo material, que no es eterno, porque es una imagen perecedera, o un espejismo, ya que todos los científicos del mundo están de acuerdo en afirmar que el Universo tendrá un fin: El mismo sol consume ingentes cantidades de hidrógeno, y la Humanidad entera desaparecerá en un tiempo que, comparado con la eternidad, es como una gota de agua en todos los océanos del mundo.

           Contra la Esperanza en un mundo perfecto que es armonía y belleza - en donde desaparezca lo imperfecto, que es fealdad, siempre más o menos presente en el alma de cada ser humano, por culpa de las raíces del pecado original, – Satanás opone la sed y la esperanza en el mundo material, que nunca podrá colmar el alma, ya que como está escrito, hay que creer en Dios, porque el mundo material  pasa, pero el que hace la voluntad de Dios, permanece para siempre. 

           Contra la caridad, que es el amor que le debemos a Dios, por habernos creado y redimido, y por darnos la posibilidad de poseer la Vida Eterna, Satán opone, con el motor del odio, la soberbia, la envidia, la mentira, la lujuria y la impureza, y todas las mezclas de esos elementos, que solo dan infelicidad ya en este mundo y la desgracia y el horror eternos, lo que es la segunda muerte. Y esto ocurre porque, como lo vemos en todos los vicios, el alma siempre quiere más. Como lo dice San Juan de la Cruz, los apetitos son como el fuego, al cual, cuando más leña se le echa, más crece, y son aún mucho peor, ya que cuando se deja de alimentar el fuego, este se apaga, mientras que el apetito aumenta cuando carece lo que ansía, y eso lo vemos en el drogadicto, en el borracho, el lujurioso, el avaro, que siempre quieren más y más.

        



De los cuadernos de María Valtorta
(17 de Agosto de 1.943)


             Dice Jesús:

          “Cuando Yo hago decir por boca del Amado que “también los que me traspasaron me verán”, no pretendo hacer alusión a los que me traspasaron hace ahora 20 siglos.

           Cuando Yo venga, habrá llegado el tiempo del triunfo de mi Reino. Te he explicado cómo será mi Reino y como serán sus súbditos. Será el tiempo del testimonio del espíritu, la parte divina encerrada en vosotros y que os da la imagen y semejanza con Dios. Siendo así, serán las partes espirituales que serán la causa de las decisiones del juicio que separa a los malditos de los benditos. Y en los malditos estarán los que con su espíritu sacrílego, que ha buscado a la Bestia, adorado a la Bestia y prostituido con la Bestia, han traspasado a lo largo de los siglos, el Espíritu divino del Hijo de Dios, después de haber, con los jefes de la serie maldita, traspasado la Carne del Hijo del Hombre.

          (…) La hilera de los que me traspasan es numerosa como arena sobre la playa del mar. No se cuentan sus granitos.

           Todos los delitos, todos los pecados cometidos contra Mí, ahora ya inviolable para el sufrimiento humano, pero susceptible aún a las ofensas causadas a Mi Espíritu, están señaladas en los libros que recuerdan las obras de los hombres.

          Todas las traiciones después de mis beneficios, todas las abjuraciones, todos los pecados contra la Verdad, traída por Mí, todos los pecados contra el Espíritu Santo, que ha hablado por mi boca, y que por mérito Mío ha venido a iluminar la palabra del Verbo, todas esas heridas hechas a lo largo de los siglos por la raza que Yo quise salvar, a pesar de saberla tan reacia al Bien, estarán presentes en el interior de los espíritus reunidos, los cuales, en la Luz fulgurante de Mí refulgir, reconocerán lo que hicieron con su obstinada voluntad de impugnar cuanto fue dicho y hecho por Uno que no podía mentir, ni hacer obras inútiles según la Ley divina de amor.

          Los negadores del Amor son los que me han traspasado, y conmigo han herido a Aquel que me ha generado y a Aquel que procede de nuestro Amor de Padre y de Hijo. Todo Juicio es remitido al Hijo, pero el Hijo juzgará también las culpas cometidas contra el Padre y el Espíritu.

           El portador de Vida, el Viviente eterno y el Eterno Inmolado que el mundo quiso muerto, matado como se mata al delincuente que daña – mientras que Yo era el Santo que perdonaba, el Bueno, que hacía el Bien, el Poderoso que curaba, el Sabio que instruía – es Aquel que abrirá las puertas a la muerte verdadera e introducirá el cuerpo y las almas de sus homicidas. El portador de la Vida que se vive en el Cielo, cerrará las puertas del Infierno sobre el número intocable de los malditos, los cuales han preferido la muerte a la Vida.

         Yo lo haré, porque Yo, Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador y Señor vuestro, Juez eterno, tengo las llaves de la muerte y del Infierno.”