LA GRANDEZA DE UN SANTO ES SIEMPRE PROPORCIONAL A SU GRADO DE HUMILDAD |
Dedicado a cierto Prelado, homenajeado en
varias ocasiones con múltiples condecoraciones por el Gobierno Socialista de
Andalucía, que ha sido el promotor de las leyes sobre el aborto libre y
gratuito a las menores de edad, permitiendo las relaciones sexuales con mayores,
incluso sin el consentimiento de sus padres, y otras leyes anticristianas, promovidas
por la ex ministra Aido, prelado que tuve el “honor” de oír en la Televisión
Andaluza, afirmando que “hay que mimar a todos los miembros de los partidos
políticos, sean del color que sean”. (Sic)
DE LA VIDA DEL CURA DE ARS DE FRANCIS TROCHÚ
Puede
asegurarse sin peligro de error que, hacia el año 1.850, el Rvdo. Jean Marie
Vianney, Cura de Ars, era el sacerdote más célebre de toda Francia. Ya hacía
diez años que en Paris, lo escogido de la sociedad se congregaba en torno a la
catedral de Nôtre-Dame. Pero ya el humilde cura, cuya Iglesia nunca se vaciaba,
era más conocido que el elocuente predicador Lacordaire. Sin embargo, una
celebridad de tan buena ley no le había valido ninguna distinción. “¡He aquí el
santo!”, exclamaba la multitud a su paso. Toda otra gloria parecía perderse en
esta. Por esta razón, Mons. Devie, que le tenía en gran estima, juzgó
conveniente nombrarle canónigo de la catedral. Además, la costumbre se oponía a
que un simple cura recibiera este honor.
Mons.
Chalandon, que sucedió a Mons. Devie (25-6-1.852), no tuvo el mismo parecer que
su venerable antecesor. Obispo auxiliar desde hace dos años, había tenido
ocasión de conocer al Rdo Vianney. Una de sus primeras resoluciones fue dar la
muceta, contra toda costumbre al sacerdote más digno de su diócesis.
Tres
meses, día por día, después de su elevación a la sede de Belley – el lunes 25
de Octubre – el joven prelado, acompañado de su vicario general, señor Poncet,
y del conde Próspero des Garets, apareció en el umbral de la Iglesia de Ars. El
Rvdo. Raymond, advertido de la visita, les estaba esperando. El cura de Ars
confesaba en la Sacristía.
Le
anuncian la llegada de su Ilustrísima. Revestido con la sobrepelliz de manga
estrecha, , se apresura a través de la multitud de penitentes, para
ofrecer agua bendita al prelado, según
dispone el ritual. Al mismo tiempo, como es la primera vez que le saluda como
obispo cree ser deber suyo, ofrecerle un breve discurso… Pero Monseñor oculta
algo bajo su muceta. Con un movimiento rápido, el prelado sacó el objeto
misterioso: los pliegues de seda negra y roja, adornados de blanco armiño muestran sus reflejos de
tornasol.
El
cura de Ars lo ha comprendido: “No, Monseñor, dice rehusando; dad eso a mi
vicario; lo llevará mejor que yo.” Protesta inútil. Ayudado de los Rdos. Poncet
y Raymond, el obispo impone al cura de Ars la muceta de canónigo honorario;
esta queda atravesada y, como el interesado se esfuerza de desasirse de ella, a
duras pena puede el prelado abrocharla a la altura de los hombros. Entretanto
han entonado ya el Veni Creator. Las últimas palabras de protesta del canónigo
Vianney quedan ahogadas por la voz de los cantores, y el prelado entra en la
Iglesia.
Nuestro pobre cura, refiere la señora
del castillo parecía un condenado a muerte con la cuerda atada al cuello y
camino del cadalso. Se refugió en la sacristía. El señor des Garets fue tras él
y lo encontró cuando se arrancaba su dichosa muceta. El alcalde no pudo
determinarle a que la conservase puesta, sino haciéndole presente que de lo
contrario haría injuria al obispo.
Entonces, dice el hermano Atanasio, en
lugar de ponerse en el sitio de costumbre, se retiró detrás de la puerta de la
sacristía como pretendiendo ocultarse. Le dijo al oído: “Señor cura, no se
quede usted aquí: está en plena corriente de aire – estoy muy bien aquí, déjeme
Ud”, me respondió.
Se
celebró en la Iglesia una breve ceremonia, durante la cual, el obispo de Belley
dirigió la palabra al pueblo. Naturalmente el tema fue la promoción del santo cura al canonicato de honor. El
nuevo canónigo, estaba tan desconcertado, que no cuidaba de arreglar su muceta,
cada vez más atravesada. “Hubierase dicho, refiere Juan Bautista Mandy, hijo
del antiguo alcalde, que el señor cura tenía espinas en la espalda”. Cuando se
dirigió de esa manera a la casa parroquial al lado de Monseñor, una de sus
parientes que no estaba al corriente de lo que pasaba (Magdalena Mandy Scipiot),
“no lo reconoció”; si hay que dar crédito a sus palabras, “tenía el aspecto de
un condenado a muerte”. “Aquello fue, dijo la condesa des Garets, la escena más
divertida que se puede uno imaginar”.
El
prelado partió y, una vez pasada la emoción, el canónigo Vianney consideró que
le había hecho un buen regalo. Enseguida trató sacar de él recursos para sus
obras, y buscó… un comprador.
Acababa de llegar de Villefranche ,
refiere la señorita Marie Ricotier, y fui a dar cuenta al señor cura de un
encargo que me había hecho. “llega Ud. en muy buena ocasión, me dijo, quiero
venderle mi muceta. La he ofrecido al señor cura de Amberieux (el Rvdo. Borjou)
y se ha negado a darme por ella 12 francos; Ud. me dará por lo menos 15…
-
Es de más precio
-
¿le parece bien 20?
Puse 25 francos en sus manos, y
añadí:” No es todavía su verdadero valor, pero ya me enteraré”. Supe que la
muceta había sido confeccionada en el noviciado de las Hermanas de san José de
Bourg, y que había costado 50 francos. Dile 25 francos más y le dije: “Su
muceta de canónigo es mía, pero el usufructo de la misma es suyo” Se puso el
señor Cura tan contento que exclamó: “¡Oh, que Monseñor me dé otra, y sacaré
dinero!”.
Quiso
empero que me la llevase. “Si en alguna ocasión, replicó, el señor obispo exige
que se me la ponga, siempre la encontraré en su casa”.
Y
con la conciencia tranquila, escribía diez días después al prelado para hacerle
partícipe de su dicha:
Monseñor, la muceta que tuvisteis la
caridad de darme, me ha causado un gran
placer; pues no tenía bastante dinero para completar la fundación, y la he
vendido por 50 francos. Con este precio, he quedado muy contento.
En
adelante, no quiso jamás, a pesar de reiteradas instancias, aparecer vestido de
canónigo, ni en presencia de su obispo. El Rvdo. Toccanier le dijo un día: “Pero,
señor Cura, por qué no lleva Ud. la muceta?? - ¡Ah!, amigo mío, respondió
sonriendo, vea Ud.: soy más listo de lo que se imaginan: se disponían a
burlarse de mí, al verla sobre mis hombros, y yo los he cogido a todos.
-Sin embargo, por atención hacia Monseñor,
debía Ud. llevarla. Ud. es el único a quien el nuevo obispo ha querido honrar:
después de Ud., no ha nombrado más canónigos.
-¡Oh!,
replicó el humilde sacerdote, “es que el señor obispo lo ha hecho con tan poca
fortuna la primera vez, que no ha querido repetirlo”.
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