En la Historia del Cristianismo, todos los grandes
Santos han tenido una grandísima devoción a la Stma. Virgen María, el Cura de
Ars no fue una excepción, en su época, el 8 de diciembre de 1.854, cuando el
Papa Pío IX llegó a proclamar el Dogma de la Inmaculada Concepción, que muy pronto
sería confirmado por la misma Virgen María en 1858, en sus apariciones en
Lourdes a Santa Bernadette, a la cual, a
la pregunta que le hizo la santa, le contestó en el dialecto local, el patois de Lourdes: “Eu soy era Immaculada Concepciou”.
DEL
LIBRO DEL CURA DE ARS DE FRANCIS TROCHÚ
Hasta el fin de su vida, los ancianos de Ars han conservado
el recuerdo de una fiesta única, en la cual, el párroco Vianney manifestó una
alegría extraordinaria, entusiasta. En Noviembre de 1.854, mientras Roma se
disponía a celebrar magníficamente la
definición del dogma de la Inmaculada Concepción, el Cura de Ars, preparaba su
humilde parroquia para tan solemne
acontecimiento. Algunos días, antes de la proclamación de esta verdad de fe,
cuenta la baronesa de Belvey, oí como el siervo de Dios predicaba un sermón de
circunstancias, en el cual recordaba, con transportes de alegría, todo lo que
había hecho por María Inmaculada… un escalofrío pasó por todo el auditorio
cuando al terminar exclamó: “¡Si para dar algo a la santísima Virgen, pudiese
venderme, me vendería!”.
La solemnidad que se acercaba ¿no era para nuestro Santo
una ocasión excepcional para testimoniar a Nuestra Señora, un afecto de más de
sesenta años? Había amado a María desde niño. Una vez sacerdote, había
trabajado con todas sus fuerzas para
propagar su culto. Para convencerse de ello, les bastaba a los peregrinos
al ver imágenes de la Virgen en todas las fachadas del pueblo. En cada casa
había una imagen en colores de la Madre de Dios, ofrecida por el señor
Cura en la parte inferior de la cual
había puesto su firma. En 1.814, el párroco Vianney había colocado una gran
estatua de la Inmaculada en el frontispicio de la Iglesia. Ocho años antes, el
1º de mayo de 1.836 “ había consagrado su parroquia a María sin pecado
concebida. El cuadro destinado a perpetuar esta consagración, dice Catalina
Lassagne, fue puesto en la entrada de la capilla de la Santísima Virgen. Algún
tiempo después, mandó hacer un corazón dorado, que todavía hoy pende del cuello
de la Virgen Milagrosa. Los nombres de todos los feligreses de Ars, escritos
sobre una cinta de seda blanca, están encerrados en este corazón”.
En las festividades de María, “las comuniones eran cada día más numerosas y
la Iglesia no quedaba vacía ni un momento”, por la tarde, la nave y las
capillas laterales apenas podían contener tal concurrencia. Es que nadie quería
perderse la homilía del párroco Vianney en honor de la Santísima Virgen María; “verdaderamente,
era emocionante el entusiasmo con que hablaba de su santidad, de su poder y de
su amor”.
Pero cuando se superó, fue el inolvidable del 8 de diciembre
de 1.854, cuando el Papa Pío IX definió, “en virtud de la autoridad de los
Santos Apóstoles Pedro y Pablo y de la suya propia”, que “la bienaventurada
Virgen María fue preservada de toda mancha de pecado original desde el primer
instante de su concepción”. A pesar de su cansancio quiso cantar la misa mayor,
y usó por primera vez y con gran alegría una magnífica casulla de terciopelo
azul bordada en oro, cuyas figuras y finos labores había diseñado el arquitecto
Bossan. El coro y la nave lucían sus mejores adornos.
Por la tarde, después de vísperas, “toda la parroquia fue
en procesión a la escuela de los Hermanos, donde el señor cura bendijo una
imagen de la Inmaculada, regalo suyo, levantada en el jardín”. Por la noche,
aparecieron iluminados el campanario, las paredes de la Iglesia y las fachadas
de las casas. Se cerró la fiesta con una función religiosa, en la cual, el
párroco Vianney tomó la palabra: ¡Que felicidad!, ¡que felicidad!, exclamaba al
comenzar la homilía. Siempre había pensado que en medio del resplandor de las
verdades católicas, faltaba ese rayo de luz. Era un vacío que no podía faltar
en nuestra religión”.
¡Una iluminación! Era una novedad para los feligreses y
para el mismo Cura. Antes de salir a contemplar aquella maravilla, el santo en
persona, echó las campanas al vuelo; duró tanto el repique, dice Catalina
Lassagne “que acudieron de las parroquias vecinas, pensando que se trataba de
un incendio”. “El señor Cura paseaba gozoso entre los sacerdotes presentes y los Hermanos, a la luz de los
blandones”. Aquella fiesta fue uno de los días más felices de su vida. Casi
septuagenario, parecía haber vuelto a los 20 años. Jamás un hijo se ha mostrado
más dichoso de presenciar el triunfo de
su madre. Tan “grande manifestación de júbilo” él mismo la había inspirado y
organizado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario