Los ojos de esta niña, que son las ventanas de su alma, reflejan pureza, humildad, dulzura y bondad, tenemos que lograr ser como ella, para poder entrar en el Reino de los Cielos. |
Quiero aquí abrir un breve comentario sobre ciertos individuos, de una radicalidad extrema, que se creen enviados por Dios Todopoderoso para reformar las costumbres. En mi larga vida he encontrado todo tipo de comentarios de ese tipo, emitidos por personas soberbias, que son los abanderados de una ideología, que va en contra de lo que la Santa Iglesia Católica permite y autoriza.
-He oído un individuo que afirmaba que la Santa Misa era un Sacrilegio porque se volvía a matar a Jesucristo, cuando la misa es una conmemoración de su Pasión y muerte.
-He oído a una mujer que afirmaba que la misa no tenía validez porque el sacerdote se alejaba del altar para predicar.
-Cuando cambiaron la misa para introducir las lenguas vernáculas, salió toda una jauría de iluminados afirmando que la misa no era válida, parece que se evitó el cisma con los Lefrebvianos y el Papa Benedicto XVI suprimió la excomunión, proclamada por el Papa anterior.
-Actualmente existe toda una jauría de excéntricos personajes que están clamando contra el "Sacrilegio" de comulgar en la mano, práctica autorizada por Roma, plenipotenciaria de Dios en la Tierra, que tiene la promesa de que las Puertas del Infierno no prevalecerán. Personalmente tengo la gran alegría de comulgar en la mano, lo que me permite admirar y venerar a Jesús y darle un beso de agradecimiento. El día que la Santa Iglesia lo prohíba (cosa que creo que no ocurrirá nunca), dejaré de hacerlo.
El razonamiento es sencillo: la lengua es el lugar de donde salen todas las maldiciones, imprecaciones, injurias, y han sido la causa de tantas desgracias y pecados como la gula y la incitación a la violencia. La mano, es la herramienta que Dios nos ha dado para comer, Jesús en la Sagrada Eucaristía no entregó a sus discípulos el pan y el vino en la boca, pero se los dio en la mano.
Esto de querer enmendar a la Santa Iglesia por sus enseñanzas, es la prueba fehaciente e irrefutable de un gran orgullo, recuerdo lo que le ocurrió a María, la hermana de Moisés por querer ponerse a su altura: fue la primera leprosa de la historia.
En este pasaje del poema del hombre Dios de María Valtorta, vemos como Jesús le deja tocar y venerar su mano milagrosa, y como Él le explica de donde viene su fuerza para hacer milagros: El Amor.
En Yuttá, con los niños. La mano de Jesús obradora de curaciones
(Del Evangelio como me ha sido revelado de María Valtorta.)
Veo un lugar de montaña, no se donde está. Hay una angostura formada por montes que entran y salen con sus ramales en un valle por cuyo lecho corre un riachuelo torrentoso lleno de saltos y espumas. Es estrecho, pero como todos los cursos de agua de montaña es rápido, con el sonar de sus cascaditas.
(...) Por el sendero sube Jesús junto con los discípulos. No todos. Veo a Pedro y Andrés, a Juan y a Judas Iscariote. No veo a los otros. Jesús está vestido de blanco, y envuelto en un manto azul oscuro, más azul marino que azul. Va con la cabeza descubierta y sube ágilmente solo. Detrás, en grupo los cuatro Apóstoles, hablando entre ellos y Jesús les precede unos metros y no habla. Piensa. Mira en torno a Él pero no habla nunca.
(...) Luego una vez juntos, les dice unas palabras que no capto. Le veo inclinarse ligeramente para hablar, porque es mucho más alto que ellos. No comprendo las palabras, pero intuyo su significado, porque veo a Judas Iscariote dirigirse con buen paso hacia una casa que se alza al final del murete.
(...) Judas entra libremente en la casa, como si conociera muy bien a sus moradores. Y sale enseguida una lozana madre rodeada con tres niños y con el más pequeño en brazos. Se dirige sonriendo hacia Jesús, que entre tanto, se ha acercado hasta el pozo.
(...) Su atuendo me hace pensar que no es Galilea, porque los caracteres somáticos y el vestido son distintos a los de las mujeres galileas.
El pequeñuelo que está en brazos de la mujer, morenito como ella, tendrá dos años como mucho. Es un niño lindo, vestido con una especie de camiseta de lana blanca. Los otros niños son: una niñita, de unos seis años, de pelo muy rizado rubio castaño, vestida de color rosa pálido; y dos chiquillos, más pequeños, que llevan también dos tuniquitas de lana color azul claro, como su mamá. Deben conocer muy bien a Jesús, porque se arremolinan risueños alrededor de Él.
La joven madre le saluda: “Entra, Maestro, que mi casa es tuya” y sonríe.
Jesús le responde: “El Señor te recompense”, y luego alarga el brazo derecho – el derecho lo tiene doblado en el pecho, y tiene recogido con la mano un extremo del manto – para acariciar al pequeñuelo. Veo la bonita mano de mi Jesús acariciando la frente del pequeñuelo, que se pone mimoso y esconde su cabecita riendo, contra el cuello de su mamá, y desde ese nido mira a Jesús, y ríe, ríe para invitarle a repetir la caricia.
Cerca del pozo, bajo un manzano, cargado de fruta que ya empieza a madurar, hay un banco de piedra, un lugar para sentarse. Jesús se sienta allí, mientras la mujer entra en casa y vuelve con una ánfora. Jesús le pide que le deje el niñito, y lo sienta en sus piernas mientras la mujer saca el agua y luego viene con una copa colmada de agua y otra de leche, y se las da a Jesús, y elige para Él manzanas maduras (entre otras agrias), y se las ofrece también, disponiendo todo en una bandeja colocada encima del banco, al lado de Jesús. Se comprende que ya otras veces lo ha hecho así. Sabe lo que le gusta a Jesús.
Los Apóstoles han seguido a Judas y también beben bajo el pórtico.
Jesús bebe primero el agua; sigue teniendo el pequeñuelo en sus piernas, y ríe, porque el niño le coge el pelo y la barba. Los otros tres están alrededor de Jesús. Jesús coge las manzanas y da, una a una, a los tres más grandes, y por último, toma Él también una y se la come. Al pequeño, sin embargo, le da de beber de la leche que hay en la copa y luego, bebe Él también. Jesús está contento. Ríe como nunca le he visto reír.
La niña se echa contra sus rodillas y, al mismo tiempo, descansa su cabecita en sus piernas. Jesús le acaricia los rizos. Los dos chiquitos, que se habían alejado corriendo, vuelven: uno con una palomita sobre su pecho; el otro arrastrando, cogido de una oreja a un corderito de pocos días, que bala lamentándose. Muestran a Jesús sus tesoros.
Jesús se interesa, pero compasivo con la condición de los dos animalitos, pide que le den la palomita y, después de admirarla, la deja volar a su nido, luego sube el corderito al banco, lo acaricia y lo custodia hasta que la mamá de los niños vuelve y lo lleva de nuevo a su sitio.
La niña, al no tener otra cosa, se agacha, hace un ramito de flores y se lo da a Jesús.
El Maestro, es también maestro con esos pequeñuelos, y habla de las flores a los más grandes, mientras sigue teniendo en sus brazos al más pequeño, de las flores “hechas tan bonitas por el Padre Celestial, desde las más grandes a las más pequeñas; las flores, que son a los ojos de Dios bonitas como los niños, cuando son buenos. Y para ser buenos, hay que ser como las flores que no hacen daño a nadie sino que, por el contrario, dan perfume y alegría a todos y hacen siempre la voluntad del Señor, naciendo donde Él quiere, floreciendo cuando Él quiere, dejándose arrancar si le place a Él”.
Habla de las palomas, “tan fieles a su nido y tan limpias, que no se posan nunca encima de las cosas feas, y que recuerdan siempre su casa, y son amadas por Dios por su fidelidad y pureza. También los Hijos de Dios tienen que ser así: como tortolitas que aman la casa del Señor y en ella hacen su nido de amor y que, para ser dignos de ella, saben conservarse puros”.
Habla de los corderitos “tan mansos, tan pacientes, tan resignados, que dan lana y leche, y carne y se dejan inmolar para bien nuestro, dándonos un gran ejemplo de amor y de mansedumbre; los corderitos, tan amados de Dios, que Dios llamará “Cordero” a su Hijo. El buen Dios ama, como a hijos predilectos, aquellos que saben conservar su alma de cordero hasta la muerte”.
Mientras Jesús habla, otros niños entran en el recinto y se arremolinan alrededor suyo. Y no solo niños. También hay adultos escuchando. Hay otras madres que ofrecen a los más pequeños y algunos que están enfermos a Jesús para que los acaricie, los suba un momento a sus piernas. Los más grandecitos se las arreglan solos.
Jesús está rodeado de un enjambre de niños. Tiene niños delante, a los lados, detrás, entre las piernas. No puede moverse. Pero ríe en medio de esta barrera agitada y también un poco reñidora. Todos querrían el primer puesto y los amitos de casa no tienen intención de cederlo, cosa que aprovecha Jesús para ser una vez más Maestro: “No hay que ser egoístas ni siquiera en el bien. Sé que me queréis, y me alegro por ello.Yo también os quiero, pero os querré más si ahora dejáis a los otros venir a Mí. Un poco para cada uno. Como buenos hermanos. Sois todos hermanos e iguales ante los ojos de Dios y ante los míos. Todos iguales. Es más, los que son obedientes y amorosos con sus compañeros, son los más amados por Mí y por Dios”.
El enjambre, para mostrar que… es obediente y amoroso, se aleja de golpe. ¡Son todos buenos! Jesús ríe.
Pero vuelve otra vez el enjambre inocente; vuelve a pesar de las mamás, que no querrían tanta extralimitación atrevida, y a despecho sobre todo, de los discípulos. Judas Iscariote es el más intransigente, Juan el menos (se ha sentado en la hierba y ríe él también, rodeado de niños). Pero Judas pone ojos amenazadores y gruñe. También Pedro se queja.
Pero los niños, apiñados en torno a Jesús, no hacen caso. Miran desafiantes a los rezongadores y solo el respeto a Jesús les retiene de hacer alguna mueca contra los dos. Se sienten protegidos por Jesús, que ha abierto los brazos y ha arrimado hacia sí a la mayor cantidad de niños que ha podido: un ramo de flores vivas.
Hay algunos niños que enseñan a Jesús unos juguetes…rotos. Y Jesús, con un trocito de rama, pone de nuevo el eje a las ruedas de un carrito, y arregla (con una cuerdecita y el refuerzo de un palo) la pierna a un caballito de madera que le enseña un niño morenito. Hay unos pastorcitos, que dejando un momento el rebaño en el camino – ya cae la tarde - , se acercan a Jesús, que los acaricia y bendice. Uno le trae una corderita herida, y Jesús, que no quiere que el patrón regañe a su pequeño amigo, detiene la sangre de la corderita y la devuelve.
Entra una madre y se abre paso. Lleva en brazos a un niño céreo, enfermo. Está muy enfermo. Totalmente sin fuerzas sobre el pecho de su madre. Jesús, que ya ha tocado a otros niños enfermizos, que le habían presentado las madres, abre los brazos y toma en sus piernas al niño muertecito. La madre implora llorando.
Jesús la escucha y la mira. Luego mira a la pobre criaturita flaca y pálida. La acaricia y la besa, y la acuna un poco porque llora. El niño o niña – no distingo lo que es, porque tiene el pelito largo hasta las orejas – abre los ojos y mira a Jesús con una triste sonrisa. Jesús le habla en voz baja. No entiendo lo que dice, porque lo dice susurrando. El enfermito sonríe otra vez.
Jesús se lo devuelve a su mamá, que está llorando, y la mira fijamente con sus ojos dominadores: “Mujer, ten fe. Mañana por la mañana, tu niño jugará con estos. Ve en paz”. Y traza una señal de bendición en la carita de cera.
Y aquí, ¡oh, Padre! Y aquí tengo la impresión de acercarme a mi Jesús y decirle. “Maestro, ¿Qué hay en tu mano, que todo lo arregla, y se cura, o cambia de aspecto, cuando uno la toca?”.
Una pregunta muy tonta, verdaderamente. Pero a ella, mi Jesús responde con divina bondad: “Nada, hija, aparte del fluido de mi inmenso amor. Mira mi mano, obsérvala”. Y me ofrece la derecha.
La tomo con veneración, con la punta de los dedos, por la punta de los dedos. No me atrevo a más, mientras el corazón me late muy fuerte. No he tocado nunca a Jesús. Él me ha tocado, pero yo no me había atrevido nunca. Ahora le toco. Siento el leve calor de sus dedos. Siento su epidermis lisa, las uñas muy largas (no salientes, sino largas de forma en la última falange). Veo los largos dedos delgados, la palma marcadamente cóncava, noto que el metacarpo es mucho más corto que los dedos; observo, en donde empieza la muñeca, el recamo de las venas.
Jesús me deja su mano benignamente. Ahora se ha puesto de pié y yo estoy de rodillas. Por eso no veo su cara, pero siento que sonríe, porque su voz porta la sonrisa:
“Como puedes ver, alma amada, no hay nada. Mis años de trabajo me han proporcionado la habilidad de arreglar los juguetes de los niños, y uso esta habilidad mía porque sirve también para atraer hacia mí a las criaturas que prefiero: los niños. Mi humanidad, que se acuerda de haber sido obrera, obra en esto. Mi divinidad obra en esto otro de curar a los niños enfermos, de la misma forma que curo los juguetes enfermos y los corderitos.
No tengo nada aparte de mi amor y mi poder de Dios. Y no lo derramo sobre nadie con tanta alegría, como sobre estos inocentes que os doy por modelo para entrar en el Reino de los Cielos. Y yo, que seré abandonado por quienes, con reflexión de adulto, piensen en ponerse a salvo en horas de borrasca, hallo consuelo junto a estos que creen en mí, sin pensar si su fe puede acarrearles un bien o un mal; creen porque me aman. Sé tú también una niña. Como una de estas, y tuyo será el reino de los Cielos, que se abre con el empuje impaciente de Jesús, que arde en deseos de tener a su lado a aquellos a quienes más ha amado, porque le han amado más. Puedes ir en paz ahora. Te acaricio como a uno de esos pequeñuelos para hacerte feliz. Ve en paz”.
Observo que la visión ha venido mientras, con el sinsabor de una respuesta desconsiderada – que no es la primera de hoy – lloraba desconsolada y desolada y llena de nostalgia y sinsabor por las cosas que constato del corazón de otros. La visión me ha tranquilizado desde que empezó, y luego me ha dado alegría. Y cuando luego he podido experimentar la alegría de sentir los dedos de Jesús, he sentido la dulzura del éxtasis sobrepujando todas las armaduras.
Miro mi mano, que escribe y conserva la sensación de haber tocado la mano de Jesús, y me parece santa como una cosa que ha tocado una reliquia. ¡Bendito sea mi Jesús!
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