MENSAJE DE LA VIRGEN MARÍA

DIJO LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA:

“QUIERO QUE ASÍ COMO MI NOMBRE ES CONOCIDO POR TODO EL MUNDO, ASÍ TAMBIÉN CONOZCAN LA LLAMA DE AMOR DE MI CORAZÓN INMACULADO QUE NO PUEDO POR MÁS TIEMPO CONTENER EN MÍ, QUE SE DERRAMA CON FUERZA INVENCIBLE HACIA VOSOTROS. CON LA LLAMA DE MI CORAZÓN CEGARÉ A SATANÁS. LA LLAMA DE AMOR, EN UNIÓN CON VOSOTROS, VA A ABRASAR EL PECADO".

DIJO SAN JUAN DE LA CRUZ:

"Más quiere Dios de ti el menor grado de pureza de Conciencia que todas esas obras que quieres hacer"


A un compañero que le reprochaba su Penitencia:

"Si en algún tiempo, hermano mío, alguno sea Prelado o no, le persuadiere de Doctrina de anchura y más alivio, no lo crea ni le abrace, aunque se lo confirme con milagros, sino Penitencia y más Penitencia, y desasimiento de todas las cosas, y jamás, si quiere seguir a Cristo, lo busque sin la Cruz".

**
****************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************************

rep

domingo, 21 de septiembre de 2014

III/ JESÚS NOS ENSEÑA A MORIR: SEÑOR, HE AQUÍ A TU HIJO




LA PAZ DEL MUNDO NO ES COMO LA PAZ DE DIOS  



III/ “He aquí a tu hijo”.


          Tremenda y angustiosa llamada de un hijo a su Padre ante la próxima separación del alma del cuerpo, y ante la inminente comparecencia ante el supremo Juez, que ha de juzgar todas las acciones del individuo, que retorna a la fuente de donde procedió. 

         Es bueno, recordarle a Dios que somos sus hijos, lo que todo el mundo no puede afirmar, solo lo pueden proclamar los que se han comportado como tal, es decir que han llevado un combate tremendo, y que a pesar de sus numerosas caídas, siempre han mantenido una lucha constante contra los tres poderosos enemigos del alma, y digo poderosos porque esos enemigos los ha tenido ante sus ojos. 

      El mundo con todos sus atractivos: el dinero, que es la llave para el disfrute material, el hedonismo, y el lujo, que es un cebo que atrae a todos, porque es como un señuelo, que vemos a través de los medios de comunicación, más omnipresentes que nunca, y que nos presenta la felicidad terrena como un fin y una meta, diciéndonos que esta vida es breve y que hay que disfrutarla al máximo, al estar convencidos de ello, muchos nos volvemos soberbios y egoístas, y al disfrutar en el pecado, muchos también odian a Jesús, que prohíbe esas cosas, y aman a Satanás, se hacen pues hijos del Príncipe Negro.

          Y aquí aparece el misterio de la predestinación, este mundo es pues una criba, en donde se opera una selección natural, los que prueban el pecado, y que se encuentran a gusto en él y lo prefieren a la Virtud, apagando la voz de su conciencia, puesta por Dios, que clamará hasta la muerte, aunque intenten ahogarla. Y los que una vez probado, lo rechazan y se hacen aptos para recibir la gracia de Dios, porque son humildes y quieren a Jesús, que es modelo perfecto, se hacen pues hijos de Dios.





               Dice Jesús:

          ¡He aquí a tu hijo! Significa ceder lo que se ama, con santo gesto previsor: Significa ceder los afectos y cederse a Dios sin resistencia. Significa no envidiar a quien posee lo que dejamos. Con esa frase podéis confiar a Dios todo lo que más os importa y que abandonáis, y también todo lo que os angustia, y hasta vuestro mismo espíritu.

       Podéis recordarle al Padre, que es Padre. Podéis poner en sus manos el espíritu que vuelve a la fuente. Podéis decir: “Héme aquí, Tómame porque me dono a Ti. No cedo porque me obligan las circunstancias, sino porque te amo como un hijo que vuelve a su Padre”. Podéis decir: “He aquí a mis seres queridos. 

           Te los dono. Estos son mis negocios, esos negocios que algunas veces me hicieron ser injusto, ser envidioso hacia el prójimo, y que me hicieron olvidarme de Tí, porque me parecían de importancia vital para el bienestar de los míos, para mi honor, para la estima que respeto a mí respeto, provocaban a los demás. Quizás fueran así, pero no en la medida en que yo lo creía. También yo creía que solo yo podía tutelarlos. Creí que era necesario para llevarlos a cabo. Ahora veo… que yo solo era un elemento infinitesimal en el perfecto mecanismo de tu Providencia, y que, muchas veces, fui un elemento imperfecto, que malograba el trabajo de tu mecanismo perfecto. 

          Ahora que cesan las luces y las voces del mundo, y que todo se aleja, veo… siento… ¡Cuán insuficientes eran mis obras, que incompletas, que deterioradas! ¡Cuán opuestas al Bien! Presumí de ser un gran personaje. En cambio, eras Tú. Tu que prevés, que provees, que eres Santo, quien corregía mis trabajos, y los hacía útiles. Tuve esa presunción. A veces también dije que no me amabas, porque no llegaba a realizar lo que yo quería, mientras que otros – a quienes yo, por mí mismo odiaba – lo lograban. Ahora veo. ¡Miserere por mí!

        Es el humilde abandono, el pensamiento agradecido hacia la Providencia, como reparación por vuestras presunciones, por vuestra avidez y vuestra envidia, por haber sustituido a Dios por las pobres cosas humanas, por la gula de las riquezas diversas.




sábado, 20 de septiembre de 2014

II/ JESÚS NOS ENSEÑA A MORIR; PADRE, PERDÓNALES. DIÁLOGO DE JESÚS CON MARÍA VALTORTA


MARÍA MAGDALENA A LOS PIES DE JESÚS

            Jesús pide para la hora de la muerte, un perdón total hacia nuestro prójimo con el cual hemos convivido, el Divino Maestro reconoce que es dificilísimo perdonar en ciertas ocasiones, porque una persona que ha sido engañada, traicionada, explotada por sus semejantes, destrozándole la vida a ella y a sus seres queridos, siempre, aunque diga “perdono”, tendrá un resentimiento más o menos profundo según la gravedad de la ofensa. Para estos casos, Jesús tiene una solución que me ha impresionado: Dice, como lo veremos:

          […] Pasamos al Padre el cometido de perdonar en lugar nuestro, le damos nuestro perdón a Él, que no es hombre, que es perfecto, que es bueno, que es Padre, para que Él lo depure en su fuego, y, ya convertido en auténtico perdón, se lo dé al que merece perdón.

           Personalmente, al darme cuenta de que los grandes pecadores,  son los que más corren el riesgo de condenarse, habiéndome Dios hecho el favor de comprender el horror de las tinieblas y los terribles sufrimientos de los condenados, mi razonamiento era el siguiente: Esos individuos son unos desgraciados,  porque se dirigen hacia un abismo de horror eterno, y mientras están aún en esta Tierra, tienen la posibilidad de salvarse, hay pues que rezar por ellos, y para eso la mejor manera de evitarles ese horror, es con el perdón y la oración, pero seguía teniendo resentimiento.

          Ahora he comprendido que eso no era perfecto, hay que olvidar ese resentimiento hacia las personas que nos han hecho mucho daño, pero solo se puede ofreciendo a Dios el perdón. Eso es, para que Dios nos perdone a nosotros también, ya que en el Padre Nuestro decimos: “Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido” y,  por eso un resentimiento hacia alguien, hace que Dios, al que hemos ofendido con más o menos gravedad, también se encontrará entonces resentido con nosotros, es pues una razón de Justicia, y Bondad que se llama Misericordia, que es el Espíritu de Jesús en la Cruz, que se inmoló, para darnos a entender cómo tiene que ser nuestro comportamiento, y que nos dio el ejemplo de cómo tenemos que comportarnos, cuando dijo: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”.

            Están pues muy equivocados los numerosos individuos que dicen: “Perdono,  pero no olvido” por la sencilla razón, de que Dios hará lo mismo con ellos.



II/ PADRE, PERDÓNALES

          “Padre, perdónales”.

           Es el momento de despojarse de todo lo que pesa para volar a Dios más seguros. Solo podéis llevar con vosotros los afectos y las riquezas espirituales benignas. No hay hombre que muera sin tener que perdonar algo o mucho a uno de sus semejantes, por muchas cosas, por muchos motivos. ¿Cuál es el hombre que llega a la muerte sin haber padecido la amargura de una traición, de un desamor, de una mentira, de una usura, de un daño cualquiera, de parte de parientes, de camaradas o de amigos? 

         Pues bien, ha llegado la hora de perdonar para ser perdonados, de perdonar totalmente, dejando de lado no solo el rencor, no solo el recuerdo, pero también nuestra persuasión de que el motivo de nuestro rencor era justo. Es la hora de la muerte. El tiempo, el mundo, los negocios, los afectos terminan, se convierten en “nada”. Ahora existe una sola verdad: Dios. Por lo tanto ¿Para qué llevar más allá del umbral lo que está más acá del umbral?

          Hay que perdonar. Y, dado que para el hombre es muy difícil, demasiado difícil, alcanzar la perfección de amor y de perdón, que significa no decir ni siquiera: “Sin embargo, yo tenía razón”, pasamos al Padre el cometido de perdonar en lugar nuestro, le damos nuestro perdón a Él, que no es hombre, que es perfecto, que es bueno, que es Padre, para que Él lo depure en su Fuego, y, ya convertido en perfecto perdón, se lo dé al que merece el perdón.

          Hay que perdonar a los vivos y a los muertos. Sí, hay que perdonar también a los muertos que causaron dolor. La muerte de estos, limó muchas puntas del resentimiento de los ofendidos, a veces las limó todas. Más el recuerdo perdura. Hicieron sufrir y no puede olvidarse que hicieron sufrir. Este recuerdo pone siempre un límite a nuestro perdón. No, ahora ya no lo pone. Ahora la muerte está a punto de quitar todo límite al espíritu. Se penetra en el infinito. Por lo tanto, hay que quitar también este recuerdo que limita el perdón. Hay que perdonar, perdonar para que el alma no sobrelleve el peso y el tormento de los recuerdos y pueda estar en paz con todos los hermanos que viven o sufren, antes de encontrarse con el Pacífico.

          “Padre, perdónales”. Santa humildad, dulce amor del perdón concedido, que implica el perdón solicitado a Dios por las deudas hacia Dios y hacia el prójimo, que tiene el que pide perdón por los hermanos. ¡Acto de amor! Morir es un acto de amor, es tener la indulgencia del Amor. ¡Felices los que saben perdonar como expiación de toda la impiedad de su corazón y de las culpas de su ira!     
  


viernes, 19 de septiembre de 2014

I/ JESÚS NOS ENSEÑA A MORIR. I/ PADRE, SI ES POSIBLE APARTA DE MÍ ESTE CÁLIZ



lA TERRIBLE AGONÍA DE JESÚS EN GETSEMANÍ


        Importantísima descripción de Jesús sobre la agonía del ser humano, describe de una manera magistral, como ningún ser humano es capaz de  hacerlo,  los temores del alma, por tener que abandonar el mundo material, y da la solución para reconciliarse con Dios, con unas rogativas que no son otras que las palabras que pronunció Jesús en su Agonía en el Getsemaní y  antes de morir en la Cruz. 

         Se componen de los dictados siguientes que iremos publicando y comentando uno a uno.
          

I/ PADRE, SI ES POSIBLE APARTA DE MÍ ESTE CÁLIZ

II/ PADRE, PERDÓNALES

III/ HE AQUÍ A TU HIJO

IV/ ACUÉRDATE DE MI

V/ ¿DIOS MÍO POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?

VI/ TENGO SED

VII/ TODO SE HA CUMPLIDO



DIÁLOGOS PREVIOS DE JESÚS CON MARÍA VALTORTA
(19 de Diciembre de 1.945)
      
                 Dice Jesús:
         “Heme aquí para explicarte muchas cosas. No amo las preguntas, y en especial las tuyas. Tienes inteligencia suficiente como para entender las respuestas que te doy a través de los dictados contenidos en las visiones. Pero aquí, ahora que los hechos se han desarrollado como debían, sin influenciar a nadie en ningún sentido, hablaré y explicaré.(...)

         Y aquí me permito recordar lo que dijo San Juan de la Cruz, que me viene ahora a mi memoria selectiva: “El día del Juicio, Jesús reprochará y castigará a ciertas almas que han tenido contacto directo con Él, por los defectos que podía haberse corregido, porqué tenía inteligencia para conocerlos, y por eso no se los advirtió".

         También recuerdo del Evangelio las palabras del rico Epulón sepultado en el Infierno, cuando le pedía a Abraham que le dejara volver a la Tierra para advertir a sus hermanos que se iban a condenar como él, al cual se le contestó: “Tienen las Escrituras y los Profetas, si no los escuchan a ellos, tampoco harán caso a un muerto que resucita”.

           
   CONSEJOS DE JESÚS PARA LA
HORA DE LA MUERTE


         Bienaventurado el que tenga la dicha de leer, y de meditar estas recomendaciones de Jesús sobre cómo ha de comportarse el alma a la hora de la muerte, instantes previos al encuentro con el Juez Supremo y de ponerlas en práctica, ya que según está escrito en la Biblia, Dios  “Escudriñará a Jerusalén - es decir a nuestras almas - con lámparas encendidas”, es decir, que aparecerán ante Él, con una meridiana claridad, todas nuestras virtudes y nuestras faltas, que son las únicas cosas que se pueden llevar al más allá, y se nos retribuirá según estos atributos. Y el Juicio solo tendrá tres sentencias inapelables: Cielo, Purgatorio, o Infierno.

        Los que pongan en práctica todas las siete consideraciones,  que están detalladas en este escrito,  alcanzará sin duda alguna la Vida Eterna, y al leerlas, se comprenderán muchos interrogantes, sobre todo el por qué todos los mártires han perdonado a sus verdugos, asunto que cuesta mucho comprender, porque no es lo mismo la actitud de las almas mártires antes del Juicio, como después de él, por esa razón se oye en el Apocalipsis el clamor de esos mártires:

          Señor Santo y Veraz ¿cuándo nos harás justicia y vengarás la muerte sangrienta que nos dieron los habitantes de la tierra?
Se les entregó entonces un vestido blanco a cada uno y se les dijo: "Aguardad un poco todavía. Aguardad a que se complete el número de vuestros compañeros y de vuestros hermanos que, como vosotros, van a ser martirizados". (Ap 6-9,11)

JESÚS NOS AYUDA A MORIR
(14 de julio de 1.946)

     
          Dice Jesús:
         […] La suprema prueba de amor no consiste en la risa ni en el beso, sino en el llanto y el dolor dados a conocer al amigo. Tú, amiga mía los has conocido cuando estabas en el Getsemaní. Ahora estás en la Cruz y experimentas penas mortales. Apóyate en tu Señor mientras te da una hora de preparación para la muerte.

         I/ “Padre mío, si es posible, aparta de mí este cáliz”.
          No es una de las siete Palabras de la Cruz, más ya es una Palabra de Pasión. Es el primer acto de la Pasión que comienza. Es la preparación necesaria para las otras fases del holocausto. Es una indicación al que da la Vida, es resignación, humildad, es una oración en la que se entrelazan la carne, ennobleciéndose, y el alma perfeccionándose, junto con la voluntad del espíritu y la fragilidad de la criatura que es adversa a la muerte.

          “¡Padre!...”. ¡Oh!, es la hora en que el mundo se aleja de los sentidos y del pensamiento, mientras se acerca, como un meteoro descendente, la idea de la otra vida, de lo desconocido, del juicio. Entonces, el hombre que aunque llegue a centenario siempre será un niño, justo como un niño asustado porque ha quedado solo, busca el regazo de Dios.

          Mientras la vida estaba lejos de la muerte, mientras la muerte era una idea oculta entre nieblas lejanas, el marido, la mujer, los hermanos, los hijos, los padres, eran lo único, el todo… Pero ahora que la muerte se asoma bajo el velo, y avanza, se produce una inversión y, por consiguiente, son los padres, los hijos, los amigos, los hermanos, el marido, la mujer, quienes pierden sus rasgos definidos, su valor afectivo, y se desvanecen ante el imparable avance de la muerte. Como voces, que van debilitándose en la distancia, cada una de las cosas de la Tierra pierde fuerza, mientras la adquiere la que está más allá de la Tierra, lo que ayer parecía más lejano… Entonces, un estremecimiento de temor conmueve a la criatura.

          Si no fuera penosa y no inspirara temor, la muerte no sería el castigo extremo y el extremo medio expiatorio que se establece para el hombre. Hasta que no se produjo la culpa, la muerte no fue muerte sino dormición, y donde no hubo culpa no hubo muerte, como ocurrió con María Santísima. Yo tuve que morir porque cayó sobre Mí todo el pecado y así conocí la repulsión de la muerte.

         “¡Padre!”- ¡Oh! Este Dios que tantas veces no fue amado, o que fue amado al final, después de que el corazón había amado a parientes y amigos, o había tenido indignos amores con criaturas viciosas, o había amado las cosas como si fueran dioses; este Dios tan a menudo olvidado, este Dios que ha permitido que se le olvidara, que ha dado licencia para que se olvidara, que ha dado libertad para que esto sucediera; que a veces ha sido escarnecido y a veces maldecido, y otras negado; este Dios resurge en la mente del hombre, y viene a apropiarse de sus derechos.

    
Exclama con voz atronadora “¡Yo soy!” y, para no hacer morir de miedo con la revelación de su poder, mitiga ese potente “¡Yo soy!” con una palabra suave: “Yo soy tu Padre”. Se acabó el espanto el sentimiento que despierta esa palabra es: confiado relajamiento. Yo, Yo que debía morir, que comprendía que significa morir, después de haber enseñado a vivir a los hombres llamando Padre al Altísimo Jehová, también os enseñé a morir sin temor, llamando “Padre” al Dios que resurge entre los dolores de la agonía, o que se evidencia ante el espíritu del moribundo.

          “¡Padre!”. ¡No temáis! ¡Oh, vosotros que morís, no temáis a ese Dios que es Padre! No se adelanta como vengador armado de registros y de guadaña, no se adelanta cínicamente arrebatándoos a la vida y a los afectos. Por el contrario, viene con los brazos abiertos, diciendo: “Vuelve a tu morada. Ven a descansar. Te recompensaré con creces por lo que dejas aquí. Y te lo juro en mi seno obrarás más valiosamente, en favor de los que dejas aquí, que quedándote aquí abajo, empeñado en una lucha afanosa, no siempre bien remunerada”.

          Más la muerte siempre es dolor, dolor por el sufrimiento físico, dolor por el sufrimiento moral, dolor por el sufrimiento espiritual. Lo repito: debe ser dolor por ser el medio de la última expiación en el tiempo. Como una nave en la tormenta, el alma, la mente, el corazón, en un fluctuar de nieblas que ofuscan y descubren alternativamente lo que en la vida amamos y lo que nos causa miedo en el más allá, pasan de zonas calmas – en las que ya se respira la paz del puerto inminente, cercano, visible, tan apacible que ya causa una serena quietud y una sensación de descanso semejante a la de quien, casi al cabo de una fatigosa labor, saborea el placer del vecino reposo – a zonas en que la tempestad las azota, las golpea, las hace sufrir, temer, gemir.

Es otra vez el mundo, el afanoso mundo con todos sus tentáculos: la familia, las empresas, es la angustia de la agonía, el temor del último paso.. ¿Y después? ¿Y después?... Las tinieblas acometen, sofocan la luz, braman sus terrores… ¿Dónde ha quedado el Cielo? ¿Por qué llega la muerte? ¿Por qué se debe morir? En la garganta, ya borbotea el alarido: “¡No quiero morir!”.

No, hermanos míos que morís porque es justo morir la muerte es santa porque la quiere Dios. No, ¡no gritéis así! Ese grito no proviene de vuestra alma. Es el Adversario que sugestiona vuestra debilidad, para hacer que lo claméis. Mudad el grito vil y rebelde en un grito de amor y de confianza: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz”: Ese grito vuelve a traer la luz y la quietud, como el arco iris después del temporal. Volvéis a ver el Cielo, las santas razones del morir, o sea el regreso al Padre, y entonces comprendéis que también el espíritu, o mejor, que el espíritu tiene derechos más grandes que la carne, porque es eterno y de índole sobrenatural y que, por eso, tiene primacía sobre la carne; y entonces pronunciáis la palabra que es la absolución de todos vuestros pecados de rebelión:

“Que no sea hecha mi voluntad, sino la Tuya”.

He ahí la paz, he ahí la Victoria. El ángel de Dios se estrecha a vosotros y os conforta porque habéis vencido en la batalla, que es la preparación para hacer de la muerte un triunfo.   

             

         




         



           

lunes, 15 de septiembre de 2014

DIALOGO DE UNA HIJA CON SU MADRE EN EL PURGATORIO, COMO SE EXPÍA LA FALTA DE AMOR



LA INCERTIDUMBRE DE LOS SANTOS DE SABER
SI AGRADAN A DIOS





           En este escrito de María Valtorta, aparece un diálogo con su madre en el Purgatorio, persona, que cuando vivía, según lo que leí en su Vida, se comportó como una madre dura de corazón y autoritaria, que tenía en poca consideración a su hija que estaba en la cama con parálisis y grandes sufrimientos por su enfermedad cardíaca y respiratoria.

     Este diálogo es bajo mi punto de vista de una gran transcendencia porque muestra como el alma, para poder entrar en el Paraíso, que es la unión mística del alma con Dios, según lo explica tan bien San Juan de la Cruz, tiene que transformarse, eliminando completamente sus imperfecciones, ya que Dios, la sublime perfección no se puede unir con un alma manchada por el pecado, que es una tara que afea y ensucia el alma. 

        El pecado es siempre un impedimento para la unión con la Divinidad, y la gente espiritual, ya en este mundo, se da cuenta de la gran distancia que existe entre Dios y su alma, lo que le causa una tremenda molestia y sufrimiento, ya que la presencia de Dios en el alma le ilumina sus miserias de una manera tan clara que, al verse tan diferente de su Creador, se siente tan miserable que se ve incapaz de alcanzar esa Divinidad, lo que le consume de tal manera, que le amarga tanto la vida, ya que está pasando el Purgatorio en esta vida, y esa sensación le es más molesta que todos los otros padecimientos físicos o las adversidades del mundo.

Ese sufrimiento, que es como una espada de Damocles, que no se puede quitar nunca de encima y que han padecido todos los místicos, es para algunas personas un verdadero Purgatorio en la Tierra, y tiene el maravilloso efecto de generar en el alma que lo padece, una extraordinario estado de humildad, tan grande, que como lo dice San Juan de la Cruz, no se puede disimular aunque lo quisiera. Está muy bien descrito por lo que sentía el gran Santo de los tiempos modernos: el Santo Padre Pío de Pietrelcina, cuando afirmaba: Tendría en poco todos los padecimientos, si tuviera la seguridad de que Dios estuviera contento con mi manera de ser.

           Y aquí en esta situación de estas almas muy probadas, el sufrimiento mayor, que se añade a todas las persecuciones de parte de sus tres enemigos naturales que son el Mundo, el Demonio y la carne, es la tremenda duda de saber si ante Dios es digno de amor o de desprecio, esto es lo que afirma San Juan de la Cruz: “No es posible saber si uno es digno de Amor o de desprecio a los ojos de Dios”.

           Es lo que explica tan bien en los terribles padecimientos que siente el alma en la Noche oscura, en donde a pesar de todos los discursos sobre la bondad de Dios, se ve rechazada por Él, como si estuviera condenada por sus pecados, que a cualquier persona mediocre le parecen simples imperfecciones, pero que a estas almas, debido a la fuerte presencia de Dios, que alumbra intensamente todas sus imperfecciones para que su alma quede completamente limpia y pura y así sea capaz de ser “fagocitada” por Dios, ya que Dios no puede fusionarse con ninguna imperfección por mínima que sea. 

          Y este estado de cosas es prácticamente imposible de aprehender por las almas mediocres que no han llegado ni siquiera a sospecharlas, aunque sean grandes teólogos, muy al contrario, esta Doctrina es para ellos pura herejía, ya que predican y siguen una Doctrina relativista en donde ya nada es pecado, y en donde Dios quiere a todo el mundo por igual, lo mismo a un sádico pecador que al más grande asceta.

         Y desgraciadamente, lo peor es que muchos de esos individuos, muchas veces pertenecientes a la alta Jerarquía, tachan a estas almas que han subido tan alto, como almas enfermas, alejadas de Dios o engañadas por el Demonio. Es lo que ha ocurrido siempre con todos los grandes Santos, desde los grandes místicos como San Juan de la Cruz, que al final de su vida fue perseguido incansablemente por sus hermanos de Comunidad, siendo azotado públicamente todos los viernes durante 9 meses en su cárcel de Toledo, llegando a citar las palabras del Cantar de los Cantares: 

“Mis hermanos se enzarzaron conmigo, y me pusieron a guardar las viñas, ¡Y mi propia viña no la guardé!” (Cant 1-6); 

         Lo que se podría traducir por: “mis compañeros me maltrataron y me ordenaron ocuparme de los cosas del mundo, cuando yo las había abandonado para ocuparme de las cosas de Dios.”

          También ocurrió con Santa Teresa de Avila, tratada de “monja inquieta y andariega”.

       Y más recientemente, como Santa Teresita, que fue despreciada y maltratada por su Comunidad; como el Padre Pio de Pietrelcina, acusado de tener relaciones sexuales con mujeres devotas, y al cual se le prohibió decir misa en público, que fue tratado de farsante por sus “falsos estigmas”, acusado por los Purpurados del Santo Oficio, que dieron la orden de trasladarlo de Comunidad.



DIÁLOGO DE MARÍA VALTORTA CON SU MADRE EN EL PURGATORIO (16 de Mayo de 1.944)


              Veo a mi Mamá.

          ¡Es mi Mamá! Demuestra una apacible tristeza. Su rostro está más sereno, ya no tiene la cerúlea palidez de las primeras apariciones; es el rostro de sus mejores horas y aún más sereno, como suavizado por el reflejo de un alma nutrida de paz… Pero está triste. Me mira con amorosa piedad. Es la mirada que muchas veces yo hubiera deseado que me dirigiera mientras era mi Mamá en la Tierra, una mirada que recibí muy raramente y que, de todos modos, era más débil que la de ahora.

         Me mira… Parece que sufre… Pero ya no se encuentra lejos de mí, en zonas ultraterrenas, como en las primeras apariciones. Está justo aquí, hacia los pies de mi cama y mira a su alrededor, no sé si lo hace por curiosidad o para saludar a sus cosas, que ve en torno a mí. Sonríe a su retrato, colocado cerca de mí, sonríe a su Dolorosa, a mi miniatura, y luego mira a su Jesús que tengo colocado en la cabecera del lecho; su mirada es tan indeleble que no logro describirla. Parece que reza y adora y que se humilla pidiendo perdón… Parece que sufre.

         Pienso que está triste porque hace dos meses que no logro hacerle decir una Santa Misa de sufragio. Antes, desde diciembre, hasta marzo se había calmado, o me parecía que se había calmado, porque ni la veía ni la sentía, como si la Santa Misa mensual le hubiera dado alivio. Le digo: “Tienes razón, mamá. ¡Pero si supieras como me encuentro! De un momento a otro dejarán de ocuparse de mí…”

          Baja la cabeza con gesto de negación…

        Prosigo: “No sé a quién dirigirme para asegurarme que te den alivio con el Santo Sacrificio…”

          Responde: “Yo lo sé, nosotros aquí, lo sabemos. Pero no sufro por mí, sufro por ti. ¡Pobre María, la nunca comprendida, la nunca amada, la nunca feliz!... No lo eres ni siquiera ahora que estás tan enferma y tan necesitada de ayuda. ¡Cuántas culpas tenemos que reprocharnos todos a tu respecto!”.

       “No sufras, mamá. Sabes que estoy acostumbrada a este estado… “. No digo más porque comprendo que mis palabras serían numerosos reproches por los recuerdos del pasado, de su pasado y del mío…

           Responde: “No puedo dejar de sufrir, porque ahora entiendo. Estamos sumergidos en un baño ardiente y luminoso de amor expiativo y, por eso vemos, conocemos y aprendiendo ahora aquí, a amar a nuestro Dios y a nuestro prójimo, que en la vida amamos poco y amamos mal. Los sufrimientos del prójimo aumentan nuestra expiación porque, al caer el egoísmo, sabemos amar y sufrir con él y por él. Pero no te aflijas por eso. Esto nos sirve para llegar más rápidamente al Paraíso. Ten paciencia, María. Solo Dios te ama. Pero te ama muchísimo. Y ahora te ama también muchísimo tu mamá, que aún no puede darte todo lo que quería para reparar.

         Ya ha terminado el primer periodo: el del remordimiento… y ahora estoy en el del amor activo. Pero todavía no puedo hacer más que rezar por ti. Más, quédate tranquila. Tú ya sabes amar y por eso estás protegida por el Amor. Yo aprendo a conocer en cada instante de la eternidad.. Conociendo cada vez más, cada vez más aprendo a amar. Cuando sepa amar como nos ha sido ordenado, terminará la expiación y entonces, podré mucho más. Aquí, como en la Tierra, el Paraíso y el poder se obtienen amando. No llores, chiquilina (ese era el diminutivo con que me llamaba mamá en mi niñez y también cuando ya era grande, en los rarísimos momentos en que se encontraba cariñosa).

          El mal corresponde a los otros. Ellos deben llorar porque hacen el mal. ¡Oh! Si supieras de que modo se expía aquí lo que se ha hecho sufrir al prójimo. Todos ellos lo sufrirán. Es justo que así sea porque no tienen piedad de la criatura ni del medio usado por Dios. ¡Tendríamos que ser muy buenos mientras que se pueda serlo! Sé paciente y ofrece a Dios tu paciencia, como sufragio por tu mamá. Es la ofrenda mejor porque está hecha por ti, solo por ti. 

         Lo que me alivia son tus ofrendas, tus sacrificios porque, entre todos los seres vivientes fue a ti en que en mayor grado negué mi amor… Peppino ya no está entre los vivos… Adiós Mario…” (ese es otro nombre con que me llamaba mamá, porque hubiera preferido tener un hijo en vez de una hija, y me llamaba “Mario” como para consolarse de haber dado a luz a una niña…). Un fresco beso me roza la mejilla mientras la visión va ofuscándose… hasta desaparecer totalmente.

            La llamo: “¡Mamá! ¡Mamá! ¡Dime!... ¿Ahora puedes hablar, mientras antes no podías hacerlo, porque estás más purificada? ¡Dímelo!...” pero se fue sin responderme. También quería preguntarle: “¿En diciembre, cuándo estabas tan angustiada y me llamabas con esa voz llorosa, lo hacías porque veías lo que se me preparaba?”. Y además, quería decirle “Por qué papá no viene nunca? ¿Acaso no está en paz, o por lo contrario lo está, de modo tan definitivo, que obra desde el Paraíso sin necesidad de venir?”. Pero no me dio tiempo para estas preguntas. Me quedo con mis interrogantes, pero al mismo tiempo, siento un plácido consuelo…

                  (Nota de las diez de la mañana). Me he quedado tan serena que tras una noche de continuo sufrimiento que me ha impedido dormir en absoluto, me adormezco dulcemente con el rosario entre las manos porque, después de haber dicho los cien “Requiem” por mamá, había empezado a rezar el Rosario. 



         

sábado, 6 de septiembre de 2014

CUENTO DE NAVIDAD DE ALPHONSE DAUDET LAS TRES MISAS VESPERTINAS

           

LAS TRES MISAS VESPERTINAS (Les trois messes basses)
de Dom Balaguère




          En mi juventud, cuando residía en Francia desde el año 1.945 hasta el año 1.965, en donde estudié con los HH Maristas 13 años, recuerdo que para poder comulgar en la misa hacía falta un ayuno de 24 horas, luego se recortó a 3 horas, y ahora se pide solo una hora. Recuerdo las misas en latín que llegué - y aún soy capaz - a memorizar, y sé recitar el Pater, el Credo; y muchas oraciones de la Santa Misa.

           Recuerdo también que en Navidad se decían a media noche 3 misas seguidas, que en Francia se denominaban "Les trois messes basses", que me dijo cierto Sacerdote joven que en España se llamaban misas vespertinas o misas menores.

          Se me ha quedado grabado en la mente que la mayoría de la gente seguía con mucho fervor la misa en un misal, en donde estaban por una parte las oraciones de la misa en latín, y al lado su traducción en francés; al cabo del tiempo, ya no se necesitaba esa traducción porque ya se sabía su significado en latín. Eso lo digo para refutar la opinión de los que dicen que nadie entendía las oraciones. Ahora es cuando no se entiende, en España cuando se va a una región con su propio dialecto, o en el extranjero.

       Se me quedó también grabado la comunión de rodillas; la genuflexión, cuando se recitaba el Credo y se llegaba al "Incarnatus est ex María Virgine", y tantos signos de respeto hacia el Santísimo, que desgraciadamente, hoy se han perdido.


************************************************************************************************************************
          

 LES TROIS MESSES BASSES 
(Cuentos desde mi Molino de Alphonse Daudet)



           - ¿Dos pavos rellenos de trufas, Garrigoú?
           - Sí, mi Reverendo, dos magníficos pavos forrados de trufas. Si lo sabré yo, que fui el que ayudó a rellenarlos. Parecía que su piel se iba a rajar al asarlos, de lo tensa que estaba...
         - ¡Jesús - María! ¡A mí que me gustan tanto las trufas!... Dame de prisa mi estola, Garrigoú...Y además de los pavos, ¿qué más has visto en las cocinas?...
            -¡Oh! Toda clase de cosas suculentas...Desde medio día, no paramos de desplumar faisanes, avefrías, patos, urogallos. Estaba todo el aire lleno de plumas volando... Luego, del estanque  trajeron anguilas, carpas doradas, truchas, y...
          - ¿Como de grandes las truchas, Garrigoú?
          - Así de grandes, mi reverendo... ¡Enormes!...
           - ¡Oh! ¡Dios mío! Me parece que las estoy viendo... ¿Has puesto ya el vino en las vinajeras?

         - Sí, mi Reverendo ya he puesto el vino en las vinajeras...Pero ¡Caray!, no tiene nada que ver con el que va Vd a beber dentro de poco, al salir de la misa del gallo. Si hubiera Ud. visto en el comedor del castillo, todas esas licoreras resplandecientes llenas de vinos de todos los colores... ¡Y la vajilla de plata, los centros de mesa labrados, las flores, los candelabros!...Nunca se habrá visto un banquete igual. El Señor Marqués invitó a todos los nobles del vecindario. Seréis por lo menos cuarenta comensales, sin contar el apoderado y el maestresala...¡Ah! ¿Qué felicidad la suya, mi Reverendo por poder participar!...¡Solo al haber olfateado esos hermosos pavos, el olor de las trufas me persigue por todos partes...Beee!...

         - Vamos, vamos, hijo mío. Guardémonos del pecado de gula, sobretodo esta noche de Navidad...date prisa de ir a encender las velas y de tocar el primer aviso de la misa; porque se acerca la media noche, y no tenemos que retrasarnos...
            Esta conversación tenía lugar una noche de Navidad en el año de gracia de mil seiscientos y pico, entre el reverendo Dom Balaguère, antiguo prior de los Bernabitas, y a la presente capellán titulado de los Sires de Trinquelage, y su pequeño monaguillo Garrigoú, o por lo menos lo que creía que era su monaguillo, porque habéis de saber, que esa noche, el diablo había tomado la cara redonda y los rasgos indecisos del joven sacristán, para así mejor inducir al reverendo padre en la tentación y hacerle cometer un espantoso pecado de gula.

          Luego, mientras el suso dicho Garrigoú (¡Jo! ¡jo!) hacía repicar las campanas del castillo señorial a brazo partido, el Reverendo acababa de revestirse de su casulla en la pequeña sacristía de su castillo; y, el espíritu turbado por todas esas referencias gastronómicas, se decía a si mismo vistiéndose:
          - ¡Pavos asados...carpas doradas...truchas así de grandes!...

          Afuera, el viento de la noche soplaba esparciendo la música de las campanas, y poco a poco las luces aparecían en la sombra en la falda del monte Ventoux, en lo alto del cual se levantaban las torres del viejo castillo de Trinquelage. Eran las familias de los aparceros que venían a oír la misa del gallo al castillo. Subían la cuesta cantando por grupos de cinco o seis, el padre delante, el candil en la mano, las mujeres arropadas en su gran manta oscura en donde los niños se apretujaban y se abrigaban. A pesar de la hora y del frío, toda esa buena gente caminaba alegremente, con la esperanza de que al terminar la misa, habría, como todos los años, una mesa preparada para ellos, abajo en las cocinas. De vez en cuanto en la dura cuesta, la carroza de un noble, precedido por los porteadores de antorchas, hacía resplandecer sus cristales en el claro de la luna, o bien una mula trotaba agitando sus cascabeles, y gracias a la luz de las farolas envueltas en la bruma, los aparceros reconocían su arrendatario y lo saludaban al pasar.
           - ¡Buenas noches, buenas noches Maese Arnotón!
           - ¡Buenas noches, buenas noches, hijos míos!

         La noche era clara, las estrellas deslumbraban por el frío; el viento hería, y una fina llovizna, que resbalaba en la ropa sin mojarla, guardaba fielmente la tradición de las Navidades blancas de nieve. Arriba en la cuesta, el castillo aparecía como la meta, con su enorme cantidad de torres, de almenas, el campanario de su capilla alzándose en el cielo negro azulado, y una gran cantidad de lucecitas que parpadeaban, iban, venían se agitaban en todas las ventanas, y en el fondo sombrío del edificio se asemejaban a chispas que corrían en las cenizas de un papel quemado..

.Una vez cruzado el puente levadizo y el portón, para ir a la capilla había que cruzar el primer patio, lleno de carrozas, de lacayos, de sillas de andadas, todo alumbrado por el fuego de las antorchas y del resplandor de las cocinas. Se oía el tintineo de los hierros de los asados, el retumbe de las cacerolas, el choque de la cristalería y de la vajilla de plata, que se aprestaban para preparar el banquete;  por encima de todo flotaba un vapor tibio que dejaba un agradable olor a carnes asadas y a hierbas aromáticas para las complicadas salsas, lo que hacía decir tanto a los aparceros como al capellán, como al arrendador, como a todo el mundo:
           - ¡Que buen banquete de Navidad tendremos después de la misa del gallo!

            ¡Drelindin din!...¡Drelindin din!...
            Es la misa del gallo que comienza. En la capilla del castillo, una catedral en miniatura, con los arcos entrecruzados, con las paredes forradas de madera de roble, hasta la altura de los muros, en donde se colgaban los tapices, estando todos los cirios encendidos. ¡Y cuanta gente! ¡Cuantos tocados! He aquí primero, sentado en los sitiales labrados que rodean el coro, el Sire de Trinquelage, en hábito de tafetán color salmón, y cerca de él, toda la nobleza que ha sido invitada. 

De frente, en los reclinatorios tapizados de terciopelo, tomaron sitio la vieja marquesa  madre, en su vestido de brocarte de color fuego y la joven dama de Trinquelage, tocada con una alta torre de encaje acanalada a la última moda de la corte francesa. Más abajo, vestidos de negro, y con grandes peluquines puntiagudos, con la cara afeitada, se pueden ver el arrendador Thomas Arnotón y el maestre sala Ambroy, dos notas graves en medio de las vistosas sedas y las damas enjoyadas. Luego vienen los grasos mayordomos, los pajes, los picadores, los intendentes, dama Barba, con todas sus llaves colgadas en el costado en un llavero de plata fina. 


Allá en el fondo, en los bancos, están los bajos oficios, las criadas, los aparceros con sus familias; y por fin, allá, cerca de la puerta que entreabren y cierran discretamente, los señores pinches que vienen entre dos salsas, para tomar un poco de aire de la misa y para traer un olorcito de banquete en la iglesia toda de fiesta y tibia con tantos cirios encendidos.

         ¿Será la vista de esos pequeños gorros blancos lo que distrae el oficiante? O no será más bien la campanilla de Garrigoú, esta rabiosa campanilla que se agita al pie del altar con una precipitación infernal y parece siempre decir:
          - De prisa, de prisa ...más pronto terminaremos, más pronto estaremos sentados en la mesa.

             De hecho cada vez que toca, esta campanilla del diablo, el capellán se olvida de su misa y solo piensa en el banquete. Se imagina a los cocineros atareados, los hornos en donde arde un fuego de herrería, el vapor que sale de las tapas entreabiertas, y en este vapor dos magníficos pavos, rellenos, tensos, forrados de trufas...

         O bien aún, ve pasar hileras de pajes llevando platos envueltos en vapores tentadores, y con ellos entra en la sala ya preparada para el festín. ¡Oh delicias! He aquí la inmensa mesa toda llena y reluciente, los pavos reales con sus vistosas plumas, los faisanes abriendo sus alas irisadas, las licoreras de color rubí, las pirámides de frutos, esplendorosos entre ramas verdes y esos maravillosos pescados que decía Garrigoú (¡ah! ¡claro que sí, Garrigoú!) Tendidos en un lecho de hinojo, la escama anacarada, como recién salidos del agua, con un ramo de hierbas aromáticas en sus narices de monstruos. 

            Es tan veraz la visión de todas esas maravillas, que le parece a Dom Balaguère que todos esos platos están delante de el en los bordados de su mantel del altar, y dos o tres veces en vez del ¡Dominus vobiscum! Se pone a recitar el Benedicite. A parte de esos pequeños descuidos, con dignidad, el hombre dice su oficio muy concienzudamente, sin saltarse ni una línea, sin omitir una genuflexión; y todo se desarrolla bastante bien hasta el final de la primera misa; porque Vds. ya saben que el día de Navidad el mismo oficiante tiene que celebrar tres misas seguidas.

             - ¡Y de una! dice el capellán con un suspiro de alivio; y sin perder ni un minuto, avisa a su sacristán o al que cree ser su sacristán, y...
               ¡Drelindin din!...¡Drelindin din!
          Es la segunda misa que comienza, y con ella, comienza también el pecado de Dom Balaguére.
          - De prisa, de prisa, aligerémonos, le grita de su alegre tintineo la campana de Garrigoú, y esta vez el desgraciado oficiante, abandonado por completo al demonio de la gula, se precipita sobre el misal y devora las páginas con la avidez se su apetito sobreexcitado.

                De una manera frenética, se baja, se alza otra vez, recorta las señales de la cruz,  las genuflexiones, recorta todos sus gestos para acabar antes. A dura pena extiende sus brazos en el Evangelio, o se golpea el pecho en el Confiteor. Entre el sacristán y el, están para ver quien murmurará más deprisa. Versículos y responsos se precipitan, se empujan. Las palabras a medio pronunciar, sin abrir la boca, lo que alargaría demasiado el tiempo, se terminan en murmullos incomprensibles.

          Oremusps...ps...ps...
          Mea culpa...pa...pa...
         Semejantes a vendimiadores pisando rápidamente los racimos del lagar, ambos barbotean en el latín de la misa, salpicando a todos los lados.
           ¡Dom...scum!...dice Balaguère.

      ...¡Stutuo!... contesta Garrigoú; y siempre la maldita campanilla está ahí, tintineando a sus oídos como esos cascabeles que se ponen a las caballerías de correos para que galopen a toda velocidad. Imagínense con qué rapidez se dice así una misa vespertina.
        - ¡Ya van dos!, dice el capellán resoplando, y sin darse tiempo para respirar, colorado, sudando, se derrumba por los escalones del altar y...
           ¡Drelindin din!...¡Drelindin din!...

         Es la tercera misa que comienza. Solo quedan unos pasos para alcanzar el comedor; ¡Pero qué pena! A medida que se acerca el festín, el desgraciado Balaguère se siente preso de una loca impaciencia de gula. Su visión se agranda, las carpas doradas, los pavos asados, están aquí, aquí...los está tocando;...los está...¡Valgame Dios!...los platos están humeando, los vinos embriagan; y sacudiendo su rabioso cascabel, la campanilla le grita:

            - ¡De prisa, de prisa, aun mas deprisa!     
           ¿Pero cómo poder ir más deprisa si apenas mueve los labios? Ya no pronuncia ni siquiera las palabras...tendría que estafar completamente al buen Dios y robarle la misa... ¡Y eso es lo que hace, el desgraciado!...De tentación en tentación, empieza por saltar un versículo, luego dos. Luego la Epístola es demasiado larga, no la termina, acaricia el Evangelio, pasa al lado del Credo sin entrar en él, se salta el Páter, saluda desde lejos el Prefacio, y por saltos y con carrerilla, así se precipita en la condenación eterna, siempre seguido por el infame Garrigoú (¡vade retro Satanás!) que lo segunda con una maravillosa conjunción, alzándole la casulla, pasa las hojas a pares, tropieza con los pupitres, tira las vinajeras, y sin parar, sacude la campanilla cada vez con más fuerza, y más deprisa.
                   ¡Hay que ver la cara asombrada de todos los asistentes! Obligados a seguir esa misa que no llegan a entender para nada, con los gestos del sacerdote, unos se levantan mientras otros se arrodillan, otros se sientan cuando los otros están de pie; y todas las fases de ese oficio singular se reflejan en los bancos en una variedad de actitudes varias. La estrella de Navidad, surcando por los cielos, allá, hacia el pequeño establo, palidece de espanto al ver esa confusión...
          - El Padre va demasiado de prisa...no se le puede seguir, murmura la vieja marquesa madre, perdida, agitando su copete.

           Maese Arnotón, con sus grandes anteojos de acero en la nariz, rebusca en su misal, en donde diantre se encuentra la misa. Pero en el fondo, toda esa buena gente, ya que ellos también se acuerdan del banquete, no están incomodados por el hecho de que esta misa valla a todo tren; y  cuando Dom Balaguère, la cara radiante, se vuelve hacia los asistentes, gritando con todas sus fuerzas: Ite missa est, solo se oye al unísono en la capilla contestar un Deo gratias tan alegre, tan atrayente, que parece que se está ya en la mesa para el primer brindis del banquete.

         Cinco minutos después, toda la muchedumbre de los nobles se sentaba en la gran sala,  el capellán en medio de ellos. El castillo iluminado de arriba abajo, retumbaba de cantos, gritos, risas, rumores; y el venerable Dom Balaguère clavaba su tenedor en un ala de pato, ahogando el remordimiento de su pecado en los ríos del famoso “vino del Papa” y los sabrosos jugos de viandas. Tanto bebió y comió, el pobre santo hombre, que murió esa misma noche de un terrible ataque, sin haber tenido ni siquiera el tiempo de arrepentirse; Y por la mañana llegó al Cielo que estaba aún en fiestas de la noche, y, os dejo imaginar de qué manera fue recibido.

           - ¡Retírate de Mí vista, pésimo Cristiano! Le dijo el soberano Juez, de todos nosotros, nuestro dueño. Tu falta es lo bastante grave como para borrar toda una vida de virtud... ¡Ah! Me has robado una misa del gallo... ¡Pues muy bien! me pagarás trescientas en su lugar, y solo entrarás en el Paraíso cuando hayas dicho en tu propia capilla, esas trescientas misas del gallo, en presencia de todos los que han pecado por tu culpa y contigo...

             - Y esta es la verdadera leyenda de Dom Balaguère como se cuenta en el país de los olivos. Hoy ya no existe el castillo de Trinquelage, pero aún se yergue derecha la capilla en la cumbre del monte Ventoux, en un bosquecillo de alcornoques. El viento mueve su puerta desencajada, la hierba crece en su entrada; Se ven nidos en las esquinas del altar y en el hueco de las grandes ventanas, cuyas cristaleras de color han desaparecido desde hace tiempo. Sin embargo, dicen que  todos los años por Navidad, una luz sobrenatural se mueve entre las ruinas, y que al ir a misa y a la cena de Navidad, los aldeanos perciben ese espectro de capilla alumbrado por cirios invisibles que arden al aire libre, incluso bajo la nieve y el viento.

            Uds. Se reirán si lo quieren, pero un viñador lugareño, apellidado Garrigue, sin duda alguna un descendiente de Garrigoú, me aseguró que una tarde navideña, encontrándose algo mareado se perdió en el monte por el paraje de Trinquelage; y me relató lo que vio...Hasta las once nada anormal. Todo estaba silencioso, apagado, inanimado. De pronto, hacia media noche, se oyó el sonido de una campana arriba en el campanario, una vieja, vieja campana que parecía tocar a diez leguas de ahí. Enseguida, en la cuesta, Garrigue vio luces temblorosas, sombras inciertas agitarse, bajo el porche de la Iglesia, andaban, susurraban:

            - ¡Buenas noches Maese Arnotón!
            - ¡Buenas noches, buenas noches hijos míos!...

         Cuando todos entraron, nuestro viñador, que era muy valiente, se acercó muy despacio, y al mirar por la puerta desencajada, observó un espectáculo singular. Toda esa gente que vio pasar, estaba alineada alrededor del coro, en la nave en ruinas, como si los antiguos bancos aún existieran. Hermosas damas con bordados, con tocados de encaje, nobles enjaezados de arriba abajo, aldeanos con chaquetas floreadas como las de nuestros abuelos, todos con pintas de  viejos, ajados, polvorientos, cansados. De vez en cuanto, aves nocturnas, huéspedes habituales de la capilla, despertados por tantas luces, venían a merodear alrededor de los cirios, cuya llama recta e indecisa parecía arder detrás de una tela de gasa; y lo que divertía mucho a Garrigue era cierto personaje con gafas de acero, que sacudía de vez en cuanto su gran peluquín negro, encima del cuál, se encontraba uno de esos pájaros, que se mantenía erguido enredado y aleteando silenciosamente.

              Allá en el fondo un viejecito, con la estatura de un niño, de rodillas en medio del coro, agitaba desesperadamente una campanilla, muda, sin voz alguna, mientras que un Sacerdote, vestido de oro viejo, iba y venía delante del altar, recitando oraciones que no se podían oír... Era sin duda alguna Dom Balaguère, que estaba diciendo su tercera misa vespertina.